Error

Antonio Marquet

"Erase un hombre a un error pegado". Podría ser un inicio categórico, contundente y al mismo tiempo clásico y retórico. Sería un incipit falso, sin duda. Aunque debo confesar que no se me ocurre otra manera de hacerlo. De todas formas, el rasgo que mejor lo definía, era la manera en que veía a su alrededor: tan sólo podía percibir faltas, desperfectos, errores, mal gusto, idiotez, defectos, cosas malhechas, torpeza, imperfección, naquería, descuidos, necedad, fallas de toda índole, retraso, desidia...

Cuando empezaba a leer una novela, que rara vez terminaba, estaba atento a las faltas: bien podían ser de ortografía, de edición, de verosimilitud o de ritmo... Poco importaba. Me parece que encontrar un error le proporcionaba la coartada necesaria para no continuar leyendo y, sobre todo, le brindaba tema inagotable de conversación que siempre dirigía: en el futuro cuando en una plática sonara el nombre de tal autor, él se apresuraría a decir que había leído las primeras páginas de tal obra y que le había sido imposible proseguir puesto que había encontrado la expresión "una mujer viuda" y si el autor había cometido semejante desacierto, si no era capaz de prestar atención a las tautologías y no se sometía a una estricta economía de expresión, no tenía por qué perder su tiempo.

Casi no había comentario que saliera de sus labios que no fuera una evaluación negativa. Su mundo estaba claramente definido; había luz y sombra bien delimitada. Carecía de la capacidad del matiz. Sin embargo, y a excepción suya, no sé quién hubiera podido encontrarse del lado luminoso de manera permanente.

Como saludo utilizaba alguna forma, que podría parecer ambigua a quien aún no lo conocía: ¡qué colorcito de suéter te pusiste hoy! para inmediatamente abordar el tema del buen gusto en el vestido. Si se acercaba a dar alguna caricia a su interlocutor era para señalarle lo calvo que se estaba quedando o al tocarle cariñosamente el vientre ponía en evidencia la redondez que estaba adquiriendo y, sin transición alguna, hablaba de recetas para evitar la caída del cabello o de ejercicios abdominales.

Nadie puede decir que fuera tonto. Era incluso brillante y además de su inteligencia impresionaba la agilidad mental y el notable sentido del humor que desplegaba. Su seguridad estaba fuera de duda y era magistral para ocupar las cámaras y acaparar la palabra. Por ello, cada vez que era necesario hablar en público, la gente lo escogía para que los representara. Ya que además de tener una voz agradable, hablaba con tal aplomo que no mostraba el menor titubeo, la menor duda y además era muy articulado y contundente. No había quien se animara espontáneamente a contradecirlo. O por lo menos eran muy pocos quienes lo interrumpían. Pero cuando eso pasaba, uno sabía que la discusión terminaría en pleito y que de tal enfrentamiento, por banal que fuera el tema, nacería un violento encono que se prolongaría por tiempo indefinido.

La capacidad de conversar no le había sido concedida, por supuesto. Y esto es obvio no solamente porque salía al universo vestido con atuendo de gala de Gran Inquisidor en tiempos de quema de herejes con todo el aparato: desde capucha, hasta leña verde con qué alimentar hogueras, ungido con la solemnidad necesaria. Para él lo importante era interrumpir a su interlocutor; demostrarle lo estúpido que era. Como norma en la vida, él debía estar por encima de todos y en primer lugar de quien tenía enfrente.

Imposible contar con él. Era incapaz de cualquier favor; y en el remoto caso de que accediera, después tenía que disculparse porque o bien lo olvidaba o cuando había intentado hacerlo ya no estaba la gente en la ventanilla, o la oficina había cerrado antes de la hora... Mostraba una reserva sistemática y una desconfianza en el otro, que no sé si pueda atribuirse a una especie de escepticismo en la condición humana, más que a una paranoia de ser utilizado: en todo caso lo que solía argumentar irritado era que fulano había querido valerse de él.

Un punto que no puede omitirse es la manera en la que hablaba: siempre en un volumen que sobrepasaba con mucho los decibeles que cualquier gente hubiera tolerado. Su afán en la vida era difundir sus verdades a los cuatro vientos, que el mundo supiera quién era, y dónde se encontraba. Debo confesar que sólo en la discoteca lo escuchaba con la tranquilidad de no ser el centro de atención. En un banco o en un restaurante era una catástrofe porque toda la sala era incorporada a sus jeremiadas cuyo tema era descalificar el servicio de las meseras, la dudosa calidad de la comida o lo estúpido que resultaba el que hubiera tantas cajas y tan pocas cajeras, o que en la ventanilla frente a la cual la gente avanzaba con mayor lentitud justamente estuvieran dos cajeras, una enseñando a la otra; le enfurecía perder el tiempo de esa manera y que la banca no instruyera adecuadamente a su personal antes de exponerlo a una clientela que tenía el derecho -y el deber- de exigir y ser impaciente e intolerante. Acto seguido volcaba su furia contra la gente que en ocasiones ni percibía el malfuncionamiento que lo había sacado de sus casillas.

No podía decirse que tuviera caridad cristiana. De tal mujer, por ejemplo, criticaba su labio leporino con una vehemencia digna de mejor causa. Y quien hasta no hacía mucho había sido la delicia de sus pupilas se transformaba de vieja chingona en idiota. No había otro tipo de variación en sus relaciones. Pasaba de la admiración, cosa en extremo rara en él, a una crítica devastadora, compulsiva: era como una metralleta que una vez accionada ya no podía detenerse. Las tres o cuatro personas cercanas a él, ya estaban acostumbradas a este tipo de oscilaciones.

Amaba corregir en público: y no sólo a su interlocutor. No temía entrometerse en conversaciones ajenas: sin el menor tacto intervenía en público para "poner en su lugar" a los otros. "Poner en su lugar" era una fórmula que a menudo venía a sus labios. Y de allí se puede imaginar una de las aristas de su personalidad: amaba el orden y que todas las cosas estuvieran colocadas en un lugar determinado. Claro que ahora vengo a comprender que él debió de sentirse el gran "colocador" universal y que consideraba a la gente como objetos que debían ser ordenados. De la misma manera que tenía su colección de discos compactos en perfecto orden, bien clasificados e incluso minuciosamente catalogados, así asignaba lugares para las personas. Claro que los sitios que concedía hacían poco favor a la gente.

Los memoranda que algún subalterno incauto le presentaba, no eran leídos: lo echaba de su oficina con cajas destempladas argumentando que no podía seguir leyendo tal maraña, mal redactada, además de pésimamente estructurada. De allí pasaba a echar pestes contra el departamento de selección de personal, contra el sindicato y terminaba hablando de política y del país. Si alguien estaba haciendo planes para sus futuras vacaciones y no tenía otra oportunidad para derramar hiel en la situación, llamaba la atención corrigiendo: "Se dice si Dios me lo permite..." y ante el extrañamiento del interlocutor que seguía refiriendo sus planes de renta de un vehículo, insistía:

-Se dice, si Dios me lo permite...

No es que fuera particularmente religioso, se trataba simplemente de interrumpir el curso de una plática; romper los momentos de atención que el grupo concedía a alguien que no fuera él mismo.

La crítica que más disfrutaba era la que soltaba en público. ¡Qué mayor satisfacción que la de robarse la atención y entrar en la arena con el pie derecho usufructuando un lugar que no le correspondía, ridiculizando al otro y al mismo tiempo apropiándose del haz del reflector con el expediente de corregir! Dije arena porque él no entraba en escena. Si la luz no iluminaba un enfrentamiento, poco le interesaba.

Su única manera de relacionarse con el mundo era a través de la agresión. Como norma general, causaba un malestar constante en la gente que le rodeaba. Y justamente ese desazón ajeno le producía un goce sin límites. Recordaba lo que le había dicho a tal o cual colega en el trabajo, el ridículo en el que lo había dejado. Tenía una memoria prodigiosa incluso para recordar los ya remotos días en que estuvo en la universidad y contaba anécdotas en que aparecía siempre riendo, siempre satisfecho, siempre disputándole a otra persona la razón sobre un punto, generalmente intrascendente.

Obviamente vivía sólo. Esporádicamente había compartido un departamento con algunos amigos pero las relaciones con los coarrendatarios terminaban en odios cerriles. Por otro lado, a todos sus partenaires encontraba un defecto: falta de independencia o de dinamismo, egoísmo... Claro está que el relato de sus ligues tenía una fórmula perfectamente establecida: cada fin de semana, cuando hablaba de su nuevo ligue, ensalzaba primero los diferentes atributos de su cuerpo, luego subrayaba lo feliz que estaba y la suerte que había tenido en encontrarlo. A mitad de la semana se multiplicaban los signos inequívocos de rechazo. Empezaba con que le había molestado que le hablara tan temprano, -o que no le hablara antes-; no toleraba su impuntualidad o todo hubiera ocurrido de la misma manera; era imperdonable que no hubiera traído dinero para pagar la cuenta o que hubiera postergado el reencuentro; no resistía la manera en que hablaba o que le hubiera llamado desde un teléfono público; era revelador que no hubiera hecho nada interesante durante la semana... Si repaso sus quejas en realidad todas tenían que ver con que sus aventuras "hablaran".

Definitivamente es simplista creer que no tenía caridad cristiana, como dije antes. Era sistemático e incluso resultaba monótono en sus críticas; más que bueno o malo, era simplemente su manera de ser: la única posible. Por lo demás, por supuesto que podía mostrar caridad a condición de que hubiera testigos que pudieran repetir posteriormente sus buenas acciones.

Esto es lo más cercano a lo que puede llamarse perfección que he conocido. Esta es la única felicidad completa, sin pero alguno; sin la amenaza del temor de perderla. Su risa, que aún resuena en mi mente, es la más franca, la más sonora, la más constante que haya escuchado...

No sé por qué me he colocado desde el inicio en el error. Al tratar de denunciar, muy a posteriori, este caso tan definido, tan claro de arrogancia, de narcisismo, de un ser tan pagado de sí mismo, he iniciado con un incipit en falso. Al hablar de él, sintomáticamente me coloco en una posición que él criticaría fácilmente.

Al pretender denunciarlo, abro con un error, con una culpa. ¿Escribo para ponerme en la mira de la crítica, en el fuego? ¿Escribo para ir por el lado oscuro de la calle, por la banqueta que no está barrida; la acera de la falta, por el lado peligroso? ¿A dónde puede encaminarse una escritura de tal naturaleza?

Denunciarlo, a fin de cuentas, ha terminado por exhibirme.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Feb/00