Cuba Libre

Para Anthar López y Claudia Saenz, testigos del inicio de esta historia.

Arturo Trejo Villafuerte

La vieja taberna del puerto hervía de torsos desnudos y gañotes aventureros. En su gran mayoría correspondían a rostros morenos y bigotes anchos y oscuros, había negros y los menos tenían rasgos caucásicos o anglos. Circulaban las cervezas, mezcales, habaneros y bebidas preparadas. Entre todos esos rostros llenos de tormentas y costas, me llamó la atención el de un viejo lobo de mar que compartía la mesa con varios jóvenes, quienes oían embelesados sus historias mientras le bajaban el contenido a una botella de habanero.

Entré a esa taberna por dos razones: la primera, y acaso la menos importante, porque era la única abierta a esas horas de la noche en ese remoto puerto mexicano y porque era peor quedarse a bordo del barco, estático, frente al bullicioso muelle lleno de vida, gritos y jolgorio; la segunda y la verdadera motivación de todo, es que me moría de sed y aburrición aunque no en ese orden.

Bajé del barco estadounidense "City of Mérida" y comencé a caminar por el malecón del pequeño puerto de donde salían navíos cargados de henequén y llegaban otros cargados de especies, telas, maderas finas y palo de campeche, las primeras traídas de Europa y las últimas de la cercana zona de Belice. Me aburría porque no es lo mismo viajar como pasajero que como marinero, sobre todo para quienes tenemos el mar en la sangre y corrientes marítimas nos recorren las venas. No hay nada más aburrido que viajar en un barco sin hacer nada, pero también sé de la dignidad de los grumetes que nunca permitirían que un pasajero les ayudara en sus tareas de aseo de cubierta, ni mucho menos a los orgullosos encargados de las máquinas que vieran a un pasajero ayudarles a llenar de carbón la compresora: ellos podían palear sin necesidad de nadie. Y su trabajo era decisivo para conservar la trayectoria y la fuerza de la embarcación. Con los veleros era distinto: todo el mundo a bordo podía ser decisivo y necesario en un momento dado. Pero cuando los veleros dejaron de ser los emperadores de los océanos, la navegación se hizo más técnica y menos romántica. Entonces fue cuando decidí dedicarme a otra cosa, por lo demás ya había conocido todos los mares habidos y por haber, los tifones de Asia, las tormentas del Atlántico, los embates fúricos y llenos de niebla del Mar del Norte y las tibias aguas del Mediterráneo. ¿Qué más puede pedir un hombre si a los treinta años ya recorrió todos los mares que valía la pena conocerse?

Ahora rumbo a Nueva Orleans, donde le había prometido a una joven mulata que la buscaría y tan solo por cumplir mi palabra viajaba, de nueva cuenta desde La Habana, en una ruta que hice, por primera vez a los doce años de edad y que luego recorrí decenas de veces. ¿Cuáles eran mis intenciones en la bella ciudad bañada por el Gran Mississipi, el padre de los ríos, semejante él solo a un pequeño mar? Sencillamente ninguno. Me había ganado el mar y quería navegar de nueva cuenta puesto que, como decían los marinos portugueses, verdaderos maestros de ese arte, "navegar es preciso, vivir no". Aparte, comencé a sorprenderme pensando en la bella mulata llamada Ana Trina, de cuerpo delgado y esplendoroso, lo que ya era un síntoma inequívoco de que me tenía que enfrentar a todo lo que eso representara: ¿amor? ¿deseo? No lo sabía aún, pero mientras trataba de explicarme esa inquietud avasalladora, sabía que navegar era preciso.

En ese viejo puerto mexicano con el nombre absurdo de "Progreso", donde no existía nada parecido a eso, el barco se detuvo para cargar carbón y abastecerse de agua, además de subir henequén para el mercado gringo, por lo que no había más remedio que calmar la sed del marinero que regresa en ese pequeño antro donde pululaban, como moscas sobre la miel, indias mayas, negras beliceñas y mestizas pobres que ofrecían sus cuerpos jóvenes y famélicos para sobrevivir y ganar con su sudor el sustento diario, ofreciéndose a los hombres que llegaban del mar.

Por esos azares del destino, el único lugar disponible en las mesas era junto a ese grupo de hombres que departían en torno a ese hombre que, aunque ya de edad, se veía fuerte y decidido, quien además era el centro de atención de esos mozuelos que escuchaban las fascinantes historias de guerra y mar que él les desarrollaba. Por el acento y lo que platicaba, deduje que era cubano, de Matanzas, y que se había hecho a la mar luego de una desastrosa expedición guerrera contra los españoles en su tierra. Luego lo que oí era una historia de heroísmo y muerte, de acción y aventura donde siempre sonó el nombre de un tal José Martí, el cual por asonancia, irremediablemente, me conducía a asociarlo con "Mártir". Y eso me recordaba múltiples historias de luchadores que quisieron ver libres a sus patrias de los yugos extranjeros, de tiranos, de villanos. Esas historias las había oído en Irlanda, en Panamá, en el Congo, en mi propio país, Polonia, y en todas ellas había esas similitudes: hombres que dan todo por nada, que se esfuerzan más allá de lo humano porque sus semejantes obtengan el preciado don de la libertad. Lo que dijo el hombre ese, lo que oí en la voz de ese recio marinero fue lo siguiente: "Don José bien pudo quedarse en México a vivir de su pluma haciendo periodismo. Era también un gran escritor y siempre nos conmovía cuando ejercía el don de la palabra. Sus versos eran claros y sencillos, su voz profunda y melodiosa. Pero él tenía el anhelo de liberar a su pueblo, a su tierra, del yugo que la esclavizaba. Así como ahora los veo a ustedes, así lo veía a él durante muchas mañanas cuando compartíamos los almuerzos en el campamento de la sierra.

"Acaso nuestro movimiento liberador estaba condenado al fracaso, acaso no era el momento para querer levantar a todos los que, al igual que nosotros, querían ser libres para ser justos. Mucha negrada nos seguía porque en nosotros veían la única forma de dejar la esclavitud, otros porque sencillamente les gustaba la bulla. Pero esa mañana del 19 de mayo de 1895, se percibía un silencio atroz y pesado, raro.

"Ahora ya lo puedo decir, después de tanto tiempo: era la intuición la que nos avisaba y nos hacía sentir así en la sangre y en el corazón. Estábamos en un lugar llamado Boca de Dos Ríos y una partida militar nos seguía muy de cerca. Martí usaba siempre un viejo caballito negro azabache de buen jalar y cumplidor, pero unos días antes le habían conseguido uno de mejor condición y alzada, blanco diamantino, que le gustaba el trote de cabalgar alegre. Así como ahora veo para el muelle, allá para donde está ese barco con bandera gringa, así divisamos a las tropas del gobierno. Martí pudo usar el caballo azabache pero, y ahí entra la mano de la providencia o del destino, estaba ensillado el blanco, que era muy vistoso y llamativo en campo abierto. Se trabó una escaramuza y sonaron los mosquetones y revólveres. Martí cabalgaba al frente de los alzados, cuando cayó derribado, tocado por el rayo de la muerte de un dios innombrable. Toda su humanidad fue al suelo levantando una densa capa de polvo dorado con una inmensa flor roja en el pecho. Ni siquiera pudimos recoger en ese momento su cadáver ni el de los otros luchadores que también mordieron tierra. Huimos en desbandada, adentrándonos en la espesura de la selva. Ya después supimos que el negro Marcos del Rosario, quien había sido el fiel ayudante de Martí, había recogido el cuerpo y lo condujo en brazos hasta Playitas, donde lo lavó con las aguas saladas del mar caribe que besan la sagrada tierra de Cuba. Lo demás ustedes lo saben: tuve que huir, me embarqué, anduve por el mundo, pasaron los años, me hice viejo y llegué aquí ¡Por Cuba Libre!".

Las lágrimas surcaron el rostro curtido del viejo lobo de mar mientras hacía la última exclamación y miraba rumbo al oriente, donde centellaban las luces de lo que bien podría ser Cuba, al otro extremo del mar caribe. Volvió a levantar su vaso y brindó: "¡Por Cuba Libre!", mientras apuraba de un trago la mezcla oscura de su vaso.

Eran ya casi las cuatro de la madrugada cuando sólo quedábamos los que no teníamos nada qué hacer y los muy beodos, cuando se me ocurrió preguntar qué bebía el viejo marino: "Habanero cubano o ron con el jarabe del doctor Pemberton, que sirve para aliviar la neuralgia, la histeria y la melancolía".

Fui a Nueva Orleans, viví con la mulata unos meses, me aburrí de ver a los barcos de juguete navegar en el viejo padre de los ríos, y ahora voy de regreso a Europa donde, para hacer algo, acaso me dedique a escribir todas las historias que he oído y visto. Estoy de nueva cuenta en el Puerto de Progreso y el barco, antes de tomar rumbo a La Habana, ahora carga carbón, maderas preciosas, henequén y agua para la travesía. Estoy en la misma taberna de hace ya muchos meses. Me informan que el viejo lobo de mar se enfermó de melancolía soñando con regresar a su Cuba natal, repitiendo la historia de la muerte de José Martí. En honor de ese viejo marino, pido la bebida que él consumía febrilmente combinada con el habanero cubano, "para aliviar la neuralgia, la histeria y la melancolía", según me informa el cantinero. Es un jarabe demasiado dulce para mi gusto y, me dicen, ahora ya viene embotellado desde Atlanta, Georgia, además de que contiene muchas de las propiedades de la coca boliviana. Le agrego unas gotas de limón, que es muy bueno para el escorbuto, miro hacia el oriente donde centellean las luces de lo que bien puede ser la costa cubana y exclamo como él hace algunos meses: "¡Por Cuba Libre!", mientras apuro esa mezcla oscura y dulce que llena mi vaso. Soy Joseph Conrad y estoy de paso en este puerto mexicano, como todos los humanos lo estamos en la vida.

¡Salud!


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/99