El cuento del jueves

Lola Díaz

Siempre solía dormir bien. Algún que otro ronquido, alguna pequeña apnea, nada serio. Metódico en su dinámica diaria, se iría a la cama cada día a la misma hora, cuando terminaba el telediario. ¡Qué más se podía hacer a esas horas!

Tampoco es que se levantara temprano, pues no en vano le había llegado el tiempo de su jubilación hacía ya algunos años, pero eso sí, debía comprar el pan. Era su única obligación, y como gozaba de todo el tiempo del mundo... pues era justo que cooperara así, porque ¡su mujer estaba siempre tan atareada!... la comida, la casa, la casa, la comida y el culebrón venezolano de la sobremesa, lleno de amores y desamores, siempre igual, pero siempre diferente. Si acaso, alguna que otra planchadita mientras escuchaba algún programa de la radio local...

A continuación, un paseo lento, sin prisas, por la ciudad. A veces llegaba hasta el puerto, y si alguna embarcación entraba, se sentaría en el muelle a contemplar las maniobras de atraque... y de vuelta a casa, porque tenía que llevar el pan; era la hora de almorzar. Una comida ligera por eso del colesterol y el ácido úrico; ¡esa gota que a veces le obligaba a usar un bastón!, y, ¡esa puñetera humedad que siempre hay en los puertos de mar! Pero no se quejaba nunca. No era él hombre de lamentaciones. Más bien hombre de largos silencios, de prolongados y profundos pensamientos. Siempre callaba, meditaba, y cuando hablaba era casi un acontecimiento, a no ser que algo le apasionase. Entonces podía ser Cicerón, pero eso sólo ocurría un día a la semana.

Las noches de los miércoles, se convertía en insomne de necesidad, aunque esto le reportara un gran placer: debería inventar un cuento, una trama. Imaginar una historia fascinante. Y a ello se entregaba sin que nadie lo supiera, escondido en sus pensamientos. Y pasaba la noche en vela, a veces hasta casi el alba, si el desenlace de la historia tardaba en llegar a su mente. Antes, jamás se dormiría. No podía. Necesitaba ese relato. Cada jueves, desde hacía mucho tiempo, se encontraba con sus amigos en el café del puerto, junto al embarcadero. Allí lo esperaban ansiosos. Él siempre llegaba el último (no deliberadamente, pues no trataba de darse prestancia con eso de hacerse esperar, no). Simplemente no tenía prisa. Sin embargo, a pesar de lo habitual de su demora, ésta era siempre curiosamente una novedad, y lo recriminaban casi infantilmente. Entonces, pidiendo disculpas, como cada jueves, se sentaría. Un gesto de complicidad con el camarero y le serviría una botellita de agua mineral con gas. Era parco. Y los demás, menos parcos, quizá unos bautizarían el café con unas gotas de anís El Mono (un carajillo le llamaban). Otros, una palomita, pero ellos con Marie Brizard, que era más dulce.

Y bien, todos lo miraban expectantes, casi exigentes. Tenía que empezar el cuento. Un cuento que escucharían extasiados y que siempre creyeron sacado de un inmenso libro que él aseguraba poseer. Eso es lo que les había dicho. Tal vez fuese la única mentira de su vida. El único secreto. No existía tal libro, pero en cualquier caso, se trataba de un libro que contenía más historias que jueves les quedaban en sus vidas a aquel grupo de jubilados escuchadores. Jamás le preguntaron el título, autor o procedencia de la publicación... ¡qué más daba eso! Eran pequeñeces al margen. Además, ellos no entendían de libros. Por eso admiraban la erudición de su amigo lector y narrador.

Lentamente, matizando, modulando su voz, por lo normal átona, iría consumiendo su narración a la vez que su agua mineral con gas, siempre en un mismo tempo. Acabada ésta, todos se quedarían mudos unos instantes, como asimilando lo escuchado, tratando de buscar una interpretación original, una moraleja o intención oculta, pero ningún comentario.

Y así cada jueves a las cuatro. Jamás había fallado, ni siquiera cuando lo operaron de la próstata, pues hoy en día, -decían todos-, eso se hace muy fácilmente.

Era miércoles por la noche y se acuesta. Se acurruca entre sus sábanas un poco ásperas, pero sus sábanas, al fin y al cabo. Comienza a crear el cuento del jueves. No sabe qué le pasa esa noche. Nada le viene a la mente. Parece que se hubiese secado su cerebro, que el manantial narrativo se hubiese extinguido. Da vueltas y más vueltas a su imaginación y a su cuerpo, que se retuerce nervioso. ¿Qué hará mañana? ¿Con qué explicación se presentará ante sus amigos? ¿Qué les contará? ¿Se descubrirá la única mentira de su vida, o añadirá una diciendo que el libro se ha perdido? O, podría haberse quemado.

"¿Dónde se encuentran las musas?", se preguntaba, si bien no sabía demasiado de mitologías ni entresijos de la literatura. Él sólo construía trozos de vida más o menos creíbles, pero siempre interesantes. Enhebraba ideas. Ligaba hechos, vivencias casi siempre no vividas.

Pensó y pensó hasta las tantas de la madrugada, y como pensar espanta al sueño, pasarían todas las horas de la noche, supone, porque nunca mira el reloj. Tiene miedo de ver pasar el tiempo en la oscuridad. Las horas caminan implacables hacia el amanecer cuando no se duerme, y asusta oír cantar a la alondra cuando eres presa del insomnio, o cuando no has terminado tu trabajo, sea éste cual sea.

Y le llegó el momento de levantarse. Podría quedarse en la cama para siempre (eso le pedía su ánimo) y no enfrentarse al jueves sin cuento, pero era imposible. ¿Qué pasaría con el pan? Alguien debería comprarlo. Y tuvo que hacer frente al día.

Y también llegó la hora del café y el cuento. Estaba casi tembloroso. Esa tarde llegó antes que los demás, debido a su ansiedad, pero tampoco se sorprendieron de su puntualidad. Nada les sorprendía siempre que tuvieran su relato.

Una vez todos allí, lo miraron expectantes, como siempre. Él bebió un sorbo de agua, fingiendo tranquilidad..., ahogado, y comenzó, pero sólo pudo emitir una serie de artículos, pronombres, adjetivos, interjecciones, todos ellos inconexos, incoherentes, sin un solo sujeto o verbo que pudieran darle dinámica a tales fonemas. Nada más salía de su angustiada garganta, otrora tan ilustrada. Los rostros que cada jueves mostraban admiración, curiosidad, empezaron a tornarse agrios, irritados, diríase que estafados. Acabaron sus consumiciones, y con cajas destempladas, sin mediar una palabra de odio o de amistad, más bien de frío silencio, lo abandonaron.

Solo allí, desconcertado, pagó su agua mineral y se levantó para irse. El camarero, como si entendiese, le dio una palmadita en el hombro que agradeció en el corazón, pero que no le quitó la desazón por lo ocurrido. Ahora tenía su vida descabalada, desestructurada, en fin, sin sentido. ¡Qué haría las noches de los miércoles! Seguro que se volvería insomne crónico todos los días de la semana... y ¿los jueves después de comer? Vagaría, aún no sabía por dónde. Quizá viera el culebrón junto a su mujer.

Atravesó el muelle. Le pareció que los pescadores lo miraban con piedad... y también le pareció nauseabundo ese permanente olor a pescado que salía de los barcos, de la lonja, de los estibadores y que nunca antes había percibido. Y volvió a casa.

Cenó ligerito, por eso de los años, y calló como siempre, o quizá esta vez, calló más de lo que jamás había callado, y su mujer le ofreció un vaso de leche caliente y una aspirina, pero no lo quiso. Se fue a su habitación y se sentó, triste, ante una mesa ajada, mitad tocador, mitad escritorio, más bien lo primero. Se restregó los ojos cansados, medio llorosos, y cuando éstos volvieron a acomodarse a la mortecina luz de la alcoba, vio sobre la madera de pino gastada, sobada, un libro grande con las cubiertas de cuero. Sobre ellas, alguien podría leer: "Cuentos para nunca acabar". Quizá siempre estuvo allí, pero el no lo había visto... ¿para qué iba a verlo? Lo acarició, lo abrió. Estaba lleno de letras en cuyas entrañas a buen seguro se ocultaban maravillosas historias, un montón de historias: historias de amor, de hombres malvados, de faunos y ninfas, de animales inexistentes... miles de historias para contar los jueves.

Lo acarició como se caricia algo inasequible y lo dejó que siguiera durmiendo sobre la mesa. Se desnudó y se escondió entre sus sábanas un poco ásperas. No podía leer aquello. En realidad nunca había aprendido a leer.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/01