El réquiem

Lola Díaz

"Hay que ponerse el colirio en los ojitos, Marita"-le dijo una enfermera inmaculadamente blanca.- "Seguro que a sus perros les hablan más inteligentemente", pensó Mara. Le irritaba eso de los diminutivos. "¿Es que los viejos somos tan diminutos, tan insignificantes que necesitamos ser tratados con sufijos idiotas?" Además, esas lágrimas que a veces aparecían sin venir a cuento en sus ojos, como dos diminutas geodas azules, congeladas, estáticas, ¡qué puñetas!, no tenían nada que ver con la conjuntivitis que se empeñaban en diagnosticarle. Pero ella no iba a llevar la contraria. ¿Por qué?... o más bien, ¿para qué? Ahora los "por qué" se habían convertido en "para qué", y los "cuándo" en "Dios dirá". La curiosidad había cedido el paso a la indiferencia. No obstante, su sonrisa siempre como escudo, afirmaría dócil con la cabeza, pero no se pondría el colirio. ¡Estúpidas! No sabían que esas lágrimas aparecían cuando recordaba su soledad, y entonces se congelaban en los rincones de sus ojos.

Un día, a eso de los cuarenta años, quizá al caer la tarde, había mirado a sus dos hijos, y se había sorprendido a sí misma a punto de reprocharles que hubieran crecido. Incluso el pequeño, ese que parecía que nunca iba a crecer... su voz atiplada, dulce, bajó súbitamente su registro y se volvió grave, vigorosa; y su sonrisa fácil de niño adquirió un aspecto misterioso, de secreto, de sentimientos nuevos descubiertos. Por eso odiaba a la naturaleza. Se los había robado. Ella ya no era una madre... de hecho, pronto abandonaron la casa. Y él, su compañero, la había abandonado también. Se lo había llevado ella, la que merodea y al final vence. Una mujer dicen que es, sí. Coquetea y al final logra su conquista y se los lleva, se nos lleva y nos oculta en sus entrañas de tierra negra.

"Baja un poco el volumen del transistor, Marita, hay quien quiere dormir". Su sonrisa de plástico volvía a aparecer. Ni siquiera merecía ya el "usted", y no es que fuera mujer de ceremonias, pero notaba que el tratamiento venía más bien por eso de la piedad que por cercanía o cariño. Obedecería, y entonces, pegaba el aparato a sus oídos para conectarse a la vida en silencio. A lo que era su vida, pues ésta se reducía, o mejor, se ampliaba uniéndose al macrocosmos exterior, asimilándolo, alimentándose de él como un parásito; convirtiéndolo en su microcosmos particular, compuesto por vivencias ajenas, alegrías de otros, sentires lejanos, emociones prestadas.

Dormía escuchando programas en los que se involucraba intensamente. Ella sabía qué hacer con el tiempo que le quedaba por vivir. Incluso estaba al tanto de la liga de fútbol, los programas taurinos... en fin, todo lo que pudiera significar "energía, "existencia". Cada hora dedicaba su atención a las noticias (unas noticias que difícilmente le afectarían), como si en ellas le fuese el alma, y a veces, en ese duermevela que era su descanso, las mezclaba con la realidad, y durante el desayuno las relataba distorsionadas.

Siempre, en mitad de la noche, se despertaba sobresaltada con una música. Siempre la misma. Una llamada que la hacía volver de su sueño ligero. La sintonía de algún programa, posiblemente, pero en cualquier caso actuaba sobre ella con un efecto especial, como un catalizador que revolvía los sentimientos mezclándolos todos por medio de un excipiente que era la nostalgia.

La conocía, de eso estaba segura. La hacía vibrar, llorar; es más, no podía volver a dormir. "La conozco, la conozco", se decía ansiosa.

"Marita, esa radio te altera". ¡Otra vez los diminutivos! Y ese "ningunearla" con el "tú". Además, qué sabrían ellas de músicas, de recuerdos, de nada, sino de expender medicamentos que adormecen los sentidos.

"Doña Marita, sus hijos están aquí". Era domingo, y como siempre, los niños que la habían abandonado haciéndose mayores, la visitaban. Esa vez, el "doña" por delante, que había que saber estar.

"Mamá, ¿estás bien?"

"Bien, hijos, muy bien", les decía, su sonrisa de plástico, su lágrima congelada, sus hijos crecidos.

"Oigo mucho la radio. ¿Sabéis lo que ha pasado en Portugal? Ha sido horrible... y esas siamesas que han separado... y las elecciones, pronto eligen presidente... por cierto, anoche me volvió a despertar esa música. Me gustaría saber qué es. ¿Podéis escuchar el programa y decírmelo? Creo que es a las cuatro de la mañana. Después del coloquio sobre parapsicología ¡Es tan bonita!"

"Pues claro, esta noche la localizaremos"

Y otra vez las cuatro, la música, el despertar. Como una cita, a las cuatro. Y lloraba, no sabía si de pura belleza o de algún recuerdo sin recordar.

"Es el Réquiem de Fauré", le dijeron por fin un domingo.

Y ella se emocionó, y las geodas de sus ojos se deshicieron y corrieron como por un glaciar, surcando cada pliegue de su piel casi insensible. No es que eso de que fuera un réquiem le afectase, no... pero Fauré... ¡era tan especial!...

Ella calló y se despidió.

"Marita", -esta vez el geriatra, mierda con el diminutivo"- "verá, creemos que no te viene bien para la salud escuchar la radio. Te pone nerviosa. Te desestabiliza. Hay que cuidar su tensión arterial. habrá que administrarte algún ansiolítico, y por supuesto, no debes oírla más."

Mara mantuvo su sonrisa de mentira. Total, ¿para qué?, que no ¿por qué? Eso había quedado años atrás. Y se retiró, y tras ella fue una señorita de bata blanca.

"La radio, Marita, tienes que entregármela". "A tu puñetero padre se la entrego yo"- pensó Mara. Y con la sonrisa dibujada cada vez más dolorosamente intensa, las geodas se habían convertido en estalactitas. Ahora no le mandaban ponerse el colirio. Sólo querían la radio. Ella le dio el viejo y aparatoso transistor que le había contado las cuitas de los demás desde que la muerte le robara a su compañero y la naturaleza a sus niños.

Y se quedó en su cuarto a solas. Dobló sus huesos con dificultad y sacó de debajo de la cama una maleta en la que a pesar de los años seguía guardando parte de sus cosas, de los pertrechos necesarios para una existencia, como un transeúnte, porque quizá eso es lo que era, un transeúnte de la vida. Y rebuscó ansiosamente con sus dedos deformados por la artrosis. Allí estaba. Aquel pequeño sony con auriculares incorporados que en una ocasión le regalara su nieto, el pequeño, el travieso, el inconsciente.

Y bajó a cenar, y la noticia había corrido: "Mara ya no tiene la radio". Todos la miraban con morbo. Ella callaba.

"¿Quieres un libro?", le ofreció solidario su íntimo amigo Darío, hombre culto y sensible. Ella le guiñó un ojo. Él, sonrió con curiosidad.

No quiso postre esa noche. Estaba harta de compotas, de yogur y de reguladores intestinales que no necesitaba. Y se fue a su alcoba.

Se desnudó lentamente. Poderosa, culpable, vencedora. Se puso su camisón de franela y manga larga y abrió su maleta. Sacó su sony. Lo sintonizó, y conectó el auricular... y sonrió más que nunca y pensó: "que les den morcilla".

Se metió en la cama, introdujo los trocitos de plástico cubiertos de goma espuma en sus orejas, y pronto concilió el sueño escuchando cómo el Real Madrid había marcado un gol en fuera de juego... y se daba vueltas en la cama de felicidad. Y a las cuatro, estaba segura, la despertaría el Réquiem de Fauré, que ya sabía qué era. Y mientras esto llegaba, seguía dando vueltas en la cama, quizá nerviosa por su victoria, su secreto. Y esa noche, el réquiem sonó, más bello que nunca, pero ella no pudo escucharlo, porque era el réquiem a su muerte. El cordón del auricular se le había enrollado en el cuello y la había asfixiado.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/01