No puedo decir noche
El fuego/acuclillado/apaga la tristeza del leño/
cantándole/su ardiente canción.
Y el leño/lo escucha/consumiéndose/
hasta olvidar/que fue árbol.
Humberto Ak’abalCarmen Simón
Índigo, violeta, azul, verde, amarillo, naranja y rojo; índigo, violeta, azul... repite Diego como lo hizo en quinto grado. Su destino hoy es otro, y dócil la espesa agua salada permite que ese joven cuerpo le provoque una hendidura para después cobrarla tragándoselo completo.
El día cerró la tarde y los niños, escurriendo sudor y risa, iban hacia el portal de sus casas ante el insistente grito de sus madres, aunque mascullando protestas por el deseo vivo de continuar el juego. Los pájaros formaban un escandaloso cielo negro en búsqueda de los enormes árboles de la plaza. Como antes lo hiciera su hermano mayor con él, Diego tomó de la mano a Pablo -el menor- para seguir a Víctor, a quien el fin de la diversión le devolvía esa parquedad haciéndolo ver como un hombrecito gris.
Leche tibia y pan dulce, era la cena que venía luego del baño; después, Diego y Víctor miraban televisión a la espera del padre, mientras Pablo era hamacado. El rechinido de la puerta principal anunciaba la llegada y Diego -como si no hubiera visto a su padre en meses- abria los ojos grandes como el precipicio que se le formaba en el estómago, para recibir un beso en la mejilla y el mayor, una palmadita en el hombro.
Índigo, violeta, azul, verde, amarillo, naranja y rojo; índigo, violeta, azul... Sin advertir su desobediencia, esa tarde Diego camina por el malecón y levanta la cara para que la finísima cortina de lluvia le sirva como bálsamo. El sol veraniego persiste y, sobre ese mar disfrazado de mansa pradera verde, echa un arco iris doble. El chico entiende la señal; traspasa la estancia de arena; se desprende de sus ropas.
Víctor vio a Diego-sordo seguir el camino que lleva al malecón, mientras la claridad de la tarde de agosto perdía el azul. Desde la puerta como marco, los recuerdos crecen, suben y caen. Quiere gritar, escupir sus pequeñas-grandes mentiras. En la garganta muere su grito. Ahora, sentado frente al televisor, con la vista fija en la imagen, sólo repite la del hermano que se mezcla con el miedo del momento en que su padre lluegue.
Alfredo no alcanzó a hacer la pregunta cuando la madre -más preocupada que enojada- relató lo sucedido.
La noche es un amargo nudo de sombras para Diego. No encuentra puerto para anclar su sueño. Cuando la madre lo sorprendía, amenazaba diciendo: -ese chino que va al café y que en vez de nariz tiene un parche, se aparece a los niños que no duermen... Y ahora que viene su cumpleaños la noche lo engulle. Las clases terminaron y con ellas su primaria. Aún con la niñez en las rodillas, Diego sufre la siega de su infancia y la obediencia muda de su alma. Enfrentará la secundaria en escuela nueva; su cumpleaños, ante el anuncio paterno de que ya es un hombre y con ello fin a su beso. Así fue con Víctor, quien ensombreció con orgullo al cumplir los trece. Desde entonces el hermano mayor era su censor. Diego ya no se atreve a mostrarle la diamantina de la arena, ni los dibujos de racimos que dejan los pájaros sobre la playa. Cuando le dijo que las nubes son espuma que el cielo le roba al mar, y el hermano le respondió no digas mariconadas, Diego lloró como la tierra.
Alfredo marchaba por la estrecha calle para alcanzar la avenida principal; llamó a voces al chico, provocando la mirada de los vecinos del puerto. En la esquina se encontró con un amigo, que decidió seguirlo.
Diego contempla el doble arco iris y, acompañado de su desnudez, recita los catorce colores; la arena húmeda alcanza sus pies.
Al llegar al malecón y encontrarlo vacío, Alfredo gritó el nombre de su hijo y desesperado dijo: -Esto me pasa por no ser bien estricto! -Mira Alfredo, los tiempos cambian yo... ¡Pues ya verás cómo cambian ahora! El amigo optó por callar y continuar el paso apresurado, limpiándose el sudor con la manga de la camisa.
El agua le rodea la cintura e inunda su ombligo con el frescor de una hoja de menta; Diego mira hacia el horizonte pleno de colores. Recuerda el beso que su padre le dio la noche anterior y radiante grita: ¡Ya no me lo podrás quitar! Avanza sintiendo cómo su cuerpo pierde peso. Cuando sus pies apenas tocan la profundidad y su pecho es cubierto por el manto marino, Diego se lanza a fondo. Índigo, violeta, azul, verde, amarillo, naranja y rojo; índigo, violeta, azul...
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/00