A las puertas del Gloria

Carmen Simón

Decidí regresar a pie al hotel; apetecía el fresco de la tarde. Desde la esquina se veía el toldo del edificio y un oxidado letrero colgante anunciando Hotel Gloria. Al acercarme a la entrada y antes de que intentara empujar la enorme puerta de vidrio, me abrió el portero saludándome con una amplia sonrisa. Era un hombre moreno, lampiño y de mediana estatura. Vestía un traje azul marino con manchones lustrosos de tan gastado; los zapatos bien boleados y un fuerte olor a lavanda barata. En cuanto entré, con una ligera reverencia me dio las buenas tardes, uniendo al mismo tiempo sus brazos por la espalda; de inmediato volvió a su posición como un soldado. Me acerqué al mostrador para pedir la llave de la habitación, pero en ese momento la recepcionista respondía el teléfono y anotaba algo en una libreta vieja de argollas. Su cabello largo y suelto lo dejaba caer sobre la cara para cubrir el maltrato insistente de un acné juvenil. Mientras yo la esperaba, los gritos de una mujer obesa que estaba parada junto al elevador me hicieron voltear. ¡Quico! ¡Quico! le chillaba a un niñito gordo, vivaz y de cachetes colorados, que desde ahí corría por el pasillo y hasta la entrada del hotel. Como si fuera una manda iba y venía, iba y venía el condenado enano cuidándose, eso sí, de no acercarse a la madre. Ella continuaba llamándolo inútilmente, al tiempo que meneaba de un lado a otro con nerviosismo sus ojos claros, preocupada por el qué dirán. Cerca del elevador y junto a un ventanal que daba al jardín, había una modesta sala de estar que la luz anaranjada de la tarde iluminaba. Con tan sólo un juego de sillones, de esos clásicos de una, dos, tres plazas; un tapete cuadrado de en verde oscuro con hilos de lana sueltos a manera de flecos, y una mesa de centro adornada con un jarrón de vidrio ordinario lleno de margaritas. El sillón para dos, estaba ocupado por una pareja de viejos. Ella era flaca y apretaba contra su regazo un pequeño bolso negro de charol; fumaba un cigarro tras otro, mientras con vehemencia le hablaba al hombre que tenía a su lado. Él la escuchaba exagerando su atención con los surcos de su frente que parecían cincelados y movía los dedos de sus manos alzándolos ligeramente y con lentitud, uno por uno, de meñique a meñique, en orden, como si los contara de manera interminable.

Cuando la chica de la recepción se desocupó, se acercó ligera hasta mí; el color blanco de su vestido ajustado le acentuaba su sabrosa redondez. Antes de que yo pudiera pedirle la llave, la madre del niño aulló: ¡Ven acá escuincle! ¡No! ¡Cuidado hijito! La desesperación de su llamado, nos arrastró a todos. Pero tarde. Quico había emprendido con espectacular velocidad una nueva carrera, para estrellar sin remedio todo su cuerpo contra el vidrio de la puerta. El portero que estaba distraído mirando de reojo las piernas de la recepcionista, no alcanzó a abrir la puerta y paralizado se quedó apresando la manija. Por unos instantes, la madre se dobló como si le hubieran dado un puñetazo en el vientre, tapándose la cara con las palmas de las manos, para luego correr hacia el chico repitiendo su nombre. Los dos viejos interrumpieron abruptamente su plática; ella clavó las uñas de su mano derecha en el brazo de él; se miraron a los ojos y después se levantaron del asiento en un intento por acercarse a la criatura tirada en el piso. La chica de la recepción gritó un largo ¡ay! arqueando las cejas; atravesó el mostrador y se lanzó hacia la entrada. Yo fui tras ella. Todos quedamos alrededor del niño y la madre. Ella estaba tirada en el piso junto con él y dándole ligeros golpecitos en los gordos cachetes embarrados de sangre, le pedía llorando que abriera los ojos, que despertara, que no lo regañaría, que por favor no la dejara también... Enseguida balbuceó la palabra hospital y después la repitió con fuerza varias veces. El niño comenzó a parpadear y aún atontado se pasó todo el brazo por la nariz entreverando sangre y mocos. El portero se decidió entonces a recogerlo; levantó al niño del piso, lo abrazó y enseguida con una bronca voz ordenó: ¡Abran la puerta! ¡Abran la puerta! Yo me precipité a abrirla, mientras la chica ayudaba a que la madre se incorporara. De tres zancadas, el portero estaba a la orilla de la banqueta haciéndole una seña a un taxi para que se detuviera. La madre corrió tras él y se trepó al vehículo; el portero le puso al niño sobre sus carnosas piernas cubiertas por una falda de lunares oscuros y cerró la puerta del auto; al verlos alejarse soltó un largo suspiro. Los viejos, que permanecieron de pie en el mismo sitio mientras veían pasar atónitos la escena, se tomaron de la mano para sentarse pesadamente en el sillón de dos. La chica y yo miramos el vidrio embadurnado, nos encaminamos en silencio hacia el mostrador y finalmente me preguntó cuál era mi número de habitación.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Jul/01