De Mirada

James Martell

Muchas veces olvidamos que lo senil no es sinónimo de benevolencia. Creemos que los ojos cristalinos, bajo varias capas de piel en forma de bolsita, son la mirada de alguien que ha aprendido bastante, tanto como para haber eliminado cualquier dejo de perfidia que las primeras seis décadas de vida pudieran haberle dejado. Pero no es así, y esto lo aprendí en el conocimiento del Doctor.

De apenas un metro y cincuenta de alto, con el caminar de aquellos nacidos a principios del siglo XX, el Doctor entraba a su aula, emitiendo los chistes que había repetido a lo largo de toda su vida académica, o séase, de toda su vida en general. Chistes verdes y violáceos, con la tintura de la putrefacción, que aún así, todavía proclamaban risas entre algunos de los educandos. Sus chanzas eran aquellas que, a la primera vista, parecían el verbo blanco, diáfano, del buen humor, del humor inocente; bromas concernientes a lo pueril de aquellos jóvenes que, con la verdadera inocencia, escuchaban la pretendida paz de las oraciones del viejo.

Él se sentaba, abría su libro, ya bastante añejo, y comenzaba su clase, su cátedra sobre las líneas arcaicas de un pensamiento demasiado falso, demasiado pretensioso; las homilías de quien desea sobrevivirse en el cáncer que deposita en los inocentes, en la sucesión de demasiadas generaciones. Repetía cansino las mismas frases de siempre, interrumpiéndose cada cuarto de hora con algún otro comentario jocoso, pseudohilarante, tratando de demostrar que sabía de qué hablaba, tanto como para poder reír encubierto en la posesión de la Verdad, de su verdad.

Los jóvenes lo escuchaban en distintas modalidades. Entre los que se sentaban a su costado se encontraban los más pueriles, aquellos que, con la mucosidad característica de la infancia todavía escurriendo por su labio, asentían a cada frase que él dejaba salir de su vieja mandíbula, mucho más abyecta que aquella otra con que empezó la humanidad. Siguiendo a éstos, venían los que ya habían llevado un curso con el anciano, quienes observando la mesa, sus propias manos, pensaban en el tiempo que sobraba antes de que pudieran salir de esa aula, pero que aún escuchaban parte de lo que decía el viejo, o por lo menos reían en los chistes de cada cuarto de hora. Ya casi al terminar la mesa estaban los otros, el conjunto de alumnos que ya habían entendido al Doctor, tanto como para saber que podían dormir o abandonar el aula sin perderse de nada. Éstos acostumbraban salir al poco tiempo de que había comenzado la clase, regresando a los pocos minutos de que ésta terminara. Y aún así, entre ello s había quienes todavía creían (¡oh ingenuos!) que no debían salirse tan seguido, que el alma buena del Doctor podría ofenderse, y que no había que provocarle un enojo, ya que él había sido tan bueno con ellos.

Así había sido por más de cuatro décadas. Quienes conocían al Doctor, sabían de su terquedad, de su aferramiento a un solo discurso; pero aún así, los derretía aquél caminar fatigoso, aquella fisonomía de un viejo que parecía sacado de algún libro de fantasía, de la cofradía de los magos y brujos blancos que expelían sabiduría en la mirada aunque jamás dijeran nada.

Pero una vez sucedió algo. Mientras la cátedra seguía su curso (por estancado que fuera, todo se sucede), uno de los aprendices se atrevió a preguntar algo, a verdaderamente cuestionar algo -lo que jamás había sucedido, ya que todos los "cuestionamientos" que el Doctor había recibido, no habían sido más que afirmaciones o reiteraciones de lo que él mismo decía.

El estudiante, con el brazo levantado, había cuestionado al Doctor de manera cruel, certera, golpeando su médula física y espiritual, destrozando toda posible respuesta, no por el ridículo frente a tal interrogación, sino por la debilidad que provoca el descubrimiento de lo fatal en el verbo de otro.

En ese momento, el rostro angelical de abuelo tierno y condescendiente del Doctor, se mutaba, su piel amarillenta con manchitas se arqueaba, sus ojos verdosos tornaban rojo amarillento, su quijada se pronunciaba hacia el frente, preparada a la embestida; de la fétida boca, la mefítica voz inundó el aula, pronunciando la negativa total, absoluta, de su respuesta.

Pero pocos notaron esto, si no estaban distraídos o somnolientos, aquella faz les había pasado inadvertida, velada por la posterior sonrisa enmascarada del anciano regresando del infierno, del hades que fue el conocimiento de su absurdo, de su única alma: la debilidad del completo ignaro, del ingenuo gusano que conoce el pie que lo designa como próxima mancha insulsa en un asfalto abandonado, desde el comienzo, desde la primera apertura de aquél libro, el mismo que leía hace tantas décadas.

Ahora, el rostro del Doctor era él mismo, como siempre había sido, bajo ningún velo, sólo cubierto por una gruesa tabla y algunos metros de tierra; bajo entes más dignos que él, y bajo algunos otros igual a él, contaminados por él mismo y por su ignorancia. Entes que, creían (en eso), igual que él; y asimismo caminaban, cansinos, con la mirada cristalina y la quijada esperando, a separarse e impactarse en algún cráneo, aunque fuera el propio.

Está muerto.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 02/Feb/02