Departamento Siete

Beatriz García Marañón

Quiero que sepas que nunca entendí muy bien lo que pasó, papá. Ni por qué me eché a sus brazos ni, después de la primera vez, qué me retuvo. Yo sufría en parte, porque sabía que traicionaba la confianza de Jorge. Pero había algo más allá de todo eso, papá, era como un abismo que me llamaba inexorable y lento, al cual tuve que lanzarme porque no pude dejar de atenderlo. Y no es que me gustara, tú sabes, ella no es mi tipo. Prefiero a las mujeres rubias, muy delgadas, bonitas y "sosas" como ella decía, como calificó a Carolina, mi compañera de la escuela. Carolina y yo nos la encontramos un día que volvíamos de la facultad, ella bajaba corriendo, como siempre, para ir a su trabajo. Cuando se la presenté hizo una mueca de burla que Carolina no percibió, pero yo sí. Me di cuenta enseguida de que no la aprobaba y comencé a encontrar a mi compañera demasiado ingenua, poco sensual, hasta tonta.

La siguiente vez que nos vimos, la burla se convirtió en animosidad y yo, que estaba loco por meterme en su cuerpo, le tuve que prometer que no volvería a llevar a nadie a casa. Pero eso fue mucho después, cuando ya estaba endiablado.

Yo sabía que Jorge era como tu hermano menor, papá, que crecieron en esta misma casa, que el abuelo y su padre eran amigos de la guerra y que juntos vinieron aquí. El abuelo pudo construir el edificio y albergar en uno de los pisos a su amigo en el exilio; que los dos jugaban cartas por la tarde y añoraban el trasiego de los bares, las verbenas y la familia que nunca más verían; en tanto que tú, le dabas la mano a Jorge y lo enseñabas a caminar y luego a patear un balón y a trepar a los árboles, que fuiste su confidente cuando tuvo su primera novia y que sentiste mucho que se fuera a estudiar lejos, al extranjero. Por eso, cuando volvió casado con ella, le ofreciste el departamento siete. que entonces estaba vacío, el mismo donde había vivido de niño, y pensaste que la amistad renacería, que seríamos otra vez una familia, que tu viudez y mi orfandad se verían acompañadas por tu amigo y su pareja.

Cuando empezaron las cenas por la noche y el ir y venir entre su casa y la nuestra, he de confesarte, me sentí excluido. Interminables conversaciones sobre el pasado; exhaustivo pasar lista de conocidos, divorciados, muertos o vigentes; anécdotas de complicidades compartidas hacían que ella y yo quedáramos fuera. Alguna vez sentí en esos momentos cómo me miraba, cobijada por la indiferencia de los amigos: tú y Jorge, que estaban en lo suyo. Sus ojos escudriñaban mi rostro, mi torso, mis manos del otro lado de la mesa, se detenían en mi cabello o en alguna imperfección de mis mejillas, los sentía como un rayo de fuego que me recorriera. Creí entonces que era curiosidad grosera y más tarde, entendí.

Luego vinieron los encuentros en el zaguán, la ayudábamos tú o yo con las compras del supermercado, a subir los tres pisos hablando del tiempo o de la escuela: su trabajo en la universidad o mis estudios en Arquitectura. Alguna vez la auxilié para abrir la puerta de su casa, pues la llave se atascaba y era más fácil abrir con una credencial que botaba el seguro. Esa habilidad mía le hacía gracia y yo quería complacerla siempre.

Más tarde, nuestra intimidad se vio interrumpida por sus llegadas intempestivas: una taza de azúcar, un desarmador, un libro que le habías prometido para su clase sobre el exilio. Y las invitaciones: ¿no quieren un café?; ¿por qué no le echas un ojo a los libros de Jorge?, tal vez hay algo que pueda ayudarte a hacer esa tarea...

Una de las veces que subí al departamento siete, me pidió que la ayudara a cambiar de lugar una mesa nueva. Ella llevaba un vestido de gasa muy transparente azul y verde sin nada debajo; el pelo negro recogido en un chongo mal hecho que dejaba al descubierto su nuca morena y unos rizos que escapaban de la goma; estaba descalza y daba vueltas alrededor de la sala y el comedor mirando hacia un lado y otro, midiendo a pasos la estancia sin hacerme caso, hablando sola, ignorándome y haciéndome desear quitarle el vestido, desatarle el pelo, tenderla en la mesa...

Cuando al fin se decidió, movimos juntos la mesa y la dejamos ahí sin mayor preocupación, como si todo el ritual para colocarla hubiera sido efectivamente cumplido: hacerse ver por mí. Yo estaba anonadado.

Ella aprovechó para ofrecerme algo de tomar y ponerme en un sofá, mientras se iba volando a la cocina con su vestido vaporoso y su desnudez evidente.

Cuando volvió, no intenté nada, me había comentado algo sobre los libros de Jorge, que echara un vistazo y me llevara lo que quisiera que tenía muchas cosas de arquitectura que podían servirme, pero eso quedó en el aire.

Se sentó junto a mí y comenzó a quitarme la camisa, yo no podía moverme, me besó el cuello, el pecho, me lamió los pezones, desabrochó mis pantalones y comenzó a acariciar mi sexo, puso mis manos en sus pechos y se metió en mi boca buscando mi lengua con una suavidad que dolía. Me desnudó por completo y le quité el vestido, su piel era de chocolate untuoso, lechoso, húmedo, la llevé a la mesa y se dejó hacer, la recosté y la tuve.

Hicimos el amor en la mesa, en el piso, en el sofá. Recuerdo que al volver a casa era muy tarde, casi la madrugada. Me dolía el sexo. Jorge estaba de viaje como tantas veces lo estuvo después.

Y entonces, ya no pude detenerme. Empecé a acecharla cuando bajaba, y la seguía para encontrarla en la escalera o en la calle. Ella se dejaba celar. Olía su rastro cuando llegaba de la facultad. Esperaba todos los momentos en que estuviera sola para pararme en su puerta y ella me recibía.

Nunca me dijo que estuviera ocupada, que no pudiera atenderme, que tuviera que trabajar; al contrario, parecía siempre dispuesta y Jorge cada vez más ausente. Recorrí ese pasillo mil veces cada día, de nuestra casa al departamento siete, para meterme en su cama, en sus brazos, en su sexo fuerte, en sus labios gruesos y carnosos, en su calidez y mirarme de frente con lo ingenuo y lo perverso.

Porque yo sentía culpa. No podía soportar la confianza de Jorge, la tuya, papá, que me considerabas un muchacho. Me sentía avergonzado y sucio cuando venías con tu actitud siempre cariñosa y paternal a preguntarme si había cenado, a pedirme que cerrara ya el libro y descansara, que no estudiara tanto.

Dejé de ir a dormir a la casa muchas veces, te espiaba, papá, esperaba que apagaras la luz de tu cuarto para salir con sigilo, volvía corriendo en la madrugada a darme un duchazo y salir a la escuela y la dejaba en la cama tibia, papá, todavía tibia por mi cuerpo que la había tenido noche tras noche sin descanso, la dejaba y pensaba que tal vez Jorge volvería a su lecho, fatigado del viaje y encontraría ahí mi calor, sin saberlo siquiera.

Ese día, volví más pronto de la facultad y subí al departamento siete sin siquiera llegar a casa. Quería sorprenderla: Jorge llevaba más de un mes en Egipto y seguiría su viaje por el norte de África por unas semanas. Ella preparaba un proyecto y raras veces iba a la universidad, decía que en su casa trabajaba mejor que en el cubículo: encerrada con café, sus libros y la computadora.

Me acerqué a la puerta e ingenuamente, saqué mi credencial de plástico y la pasé un par de veces por la cerradura; el botón saltó y la puerta se abrió y entonces, tú, papá, tu desnudez y la de ella en la mesa de madera oscura como su piel, sus ojos burlones, tu gesto de asombro, su vestido en el suelo, tu hombría penetrándola en esa mesa de madera, papá.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/May/01