Domingo López
Santiago Giralt
El bosque parecía tranquilo esa mañana. Los árboles festejaban la primavera con todos sus colores. Los hongos abiertos como paraguas enanos esparcían un intenso olor. Domingo López (o Lopecito para los amigos que no tenía) salió a caminar. Su perro, el Vago, corriendo a su lado, lo seguía con recelo. El Vago más que perro era toda su querencia. Estaba solo en ese bosque encantado y al único que se le podía dar conversación era al labrador obeso.
-Cuidado por donde pisas, Vago.
Vago perseguía a las ardillas con frecuencia. Y se ganaba mordiscones de premio. Aunque nunca se contagió la rabia, a veces se le infectaban las heridas como bocas abiertas. Lopecito, sorprendido, vio el sendero del bosque lleno de un musgo denso y verde. Esto no es habitual, pensó. Pero decidió seguir adelante.
Pisar el musgo húmedo era como caminar sobre nieve fresca. Los zapatos se hundían en colchones vegetales.
- Y eso que nunca me compré las zapatillas con aire. Así se deben sentir, Vaguito.
Vago caminaba sobre el musgo sin notar la diferencia. Lopecito se distrajo mirando un fulgor rojo en el cielo. Y de repente, la oscuridad.
Un pozo profundo lo tragó. Vago comenzó a ladrar como un loco. Y Lopecito sentía caer como en el libro de Alicia... ¿Adónde acabaría ese largo pasillo? ¿Adónde?
Tocó fondo. Miró hacia arriba y no vio absolutamente nada. La salida debía estar varios metros más arriba pero no se veía. Lopecito tosió dos veces. ¿Qué iba a hacer? Enterrado en un pozo, todo golpeado, en el medio del bosque. Intentaría escalar, aunque la simple idea le parecía imposible. ¿Cómo iba a asirse de las paredes si eran puro barro y arenisca? Ni siquiera una raíz sobresaliente donde sostenerse. Había caído en un largo cordón umbilical y estaba atascado en el útero. Las piernas le dolían al intentar moverlas. El silencio era sepulcral. Supuso que Vago estaría aullando pero ni ese familiar sonido llegaba a sus oídos. ¿Quién podría hallarlo? Nadie se acercaba a su zona. Todos creían que era un ermitaño por elección, pero Lopecito nunca había aprendido a comunicarse. Sólo con su perro, quien le contestaba con ladridos esporádicos. No se desesperó. Él era un hombre acostumbrado a pasar malas rachas. Cuando niño su madre lo dejó tirado en un tacho de basura y un cartonero lo encontró casi muerto. A veces cree que toda su vida fue un regalo, que quizá él había nacido para morir y alguien decidió revertir el mandato del destino. Una gota de agua le cayó sobre la cabeza. El lejano eco de un ladrido le perturbó los tímpanos. Vago estaba allí arriba esperándolo. Y se quedaría allí hasta morir si fuera necesario. Lopecito se acomodó en el agujero y se puso a rememorar sus años mozos. Trabajó durante décadas como albañil, gastando lo mínimo necesario para vivir. Y así, con el tiempo, juntó pesito a pesito para mudarse a la cabaña del bosque que, por supuesto, construyó con sus propias manos. Vago fue, como todos los sucesos de su vida, un regalo del azar. Una noche de lluvia, recostado junto al hogar de leña, escuchó unos aullidos en el bosque. Abrió la puerta de su cabaña y paró las orejas como un perro. Un gemido lastimero le llegaba de lejos. Entró, recogió unas bolsas de polietileno con las que improvisó un precario piloto y salió al bosque. Caminó unos cuantos metros por el sendero y encontró al pobre Vago herido gritando bajo un arbusto chaparro. Recordaba los consejos de no alzar a un animal herido porque puede morder, pero no le importó. Levantó la masa de carne y sangre con sus fuertes brazos y lo llevó hacia el calor de la estufa de leña. Lo lavó, lo limpió, lo curó... Y así, Vago le fue fiel por siempre. Ahora, desde arriba, le hacía saber que lo estaba esperando. Sintió húmedo bajo su trasero y palpó en busca de una respuesta. Era agua, que subía como marea alta, por el agujero. Al instante se dio cuenta de que el nivel de líquido subía lenta pero continuamente. Un fuerte temblor lo hizo sacudir y el agua comenzó a manar a borbotones y a subir por el pozo. Su cuerpo, elevado por la fuerte corriente, deshacía el camino hacia la entrada. Como si un géiser hubiera reaccionado bajo sus asentaderas y lo empujara hacia el exterior. Lopecito se dejaba hacer, relajaba su cuerpo para que la subida sea menos violenta. Vio el rostro de Vago en el círculo de luz que marcaba el final del recorrido. Cada vez más cerca. Y, despedido como un cohete, fue parido por el pozo, y la vida le dio una nueva oportunidad, por segunda vez.
Lopecito despertó mareado por el aroma de los hongos.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 01/Oct/00