Hambre

Doris Camarena

Bajo corriendo las escaleras. Evito a la gente, la rodeo, tan torpes, tan estorbosos. Consulto con ansia el reloj del andén. Es muy tarde y los pobrecitos allá solos. Con tanta hambre. Entro al vagón. Qué pudo entretenerme así. No pensar en mis queridos aguardándome en casa. Atisbando la ventana o el quicio de la puerta. Peleando entre ellos para tolerar la espera, y el hambre. Culpa del trabajo. A veces me toma tanto tiempo, cada vez más esfuerzo. La misma labor monótona. Por ejemplo hoy. ¿Qué hice hoy? Procuro recordar. Imposible. Seguramente hubo cartas, memorándums, correos. Lo mismo que ayer y anteayer. ¿Cómo es que no recuerdo un solo detalle? Debe ser el ron. Me gusta el ron y a ellos les divierte que lo beba. A mí las borracheras no me embotan, por el contrario, dan alas a mi lengua y puedo estar durante horas contando esas historias que ellos disfrutan. Viéndolos palmotear y agitarse de gusto comprendo que bien valdrá la pena la resaca del siguiente día. Los quiero tanto. Fui encontrándomelos uno a uno, por separado y en diferente lugar. Tan asustados, tan solos como yo misma. El primero se resistió un poco, lleno de pánico. Los otros me siguieron con más facilidad, tal vez porque ya sabía cómo abordarlos, cómo ganar su confianza. Les obsequié dulces, pan, huevos revueltos y leche tibia. Pero su hambre es tan grande, tan vieja. El desamparo es un pozo sin fondo, por eso los cuido, para llenarlos un poco.

Subo la escalera del edificio y evito a la gente, la rodeo. Dos hombres lo cargan en una camilla. Uno de ellos, el más viejo, explica algo al otro, un muchacho barroso y coloradizo. El hombre habla en voz muy alta, dándose su importancia, feliz de contar con el embelesado auditorio de vecinos. Nerviosa, apenas si escucho al tipo, voy rogando por que ellos estén entretenidos y no se asusten con toda esa gente en el pasillo. Por que no se les ocurra empezar a chillar. El conserje está allí y si los oyera nos echaría del edificio, a mí junto con ellos. El chico barroso balbucea algo sobre unas ratas y el otro, muy doctoral, que no, imposible que ratas o gatos, incluso perros, a menos que los perros tengan navajas muy largas por colmillos.

La gente no se dispersa y un grupo de policías obstruye el pasillo. Las puertas de los departamentos están abiertas. Todas las puertas. El conserje sopesa el gran manojo de llaves en sus manos. El infeliz, les dejó salir. Aunque no veo el interior de mi departamento sé que está vacío. Que no están. Ignoro si el alivio de que no los hayan descubierto es lo que me marea de pronto. Un vértigo infame que parece arrastrarme al fondo de la tierra. Tal vez el recuerdo del ron. O las pastillas que siempre tomo para dormir, para no soñar, aunque desde que ellos llegaron ya nunca sueño. Los policías siguen estorbando. Algo estorba también a los de la camilla, que dejan de avanzar. ¿Dónde estarán mis chiquitos? Tendré que salir a buscarlos, por las escaleras de incendios, hasta lo más oscuro de los patios o el estacionamiento, donde estarán muertos de frío y de hambre. Malditos policías, maldito conserje. Oigo retazos de pláticas, murmullos. Que si varios días. Que si el conserje lo descubrió. Los de la camilla discuten con un hombre. Reportero, dice. Chamarra barata y cutis de alcohólico irredento, seguro de algún periódico amarillo. Pide una sola foto. Y los camilleros que no. Una mujercita del segundo o tercer piso, no sé, alza la sábana con descaro a pesar de la protesta de los de la camilla. Los ojos de todos se alargan, ávidos. Y yo quiero negarme a ver, a ser como toda esa gente amontonada, bovina. Pero miro también. Observo la sábana alzarse, sucia, blanca, roja y amarillenta. El flash dispara una, dos veces. Y ante lo que veo vuelve el vértigo, vuelven las palabras oídas en pedazos: varios días, el olor, el conserje que llamó a la policía, un frasco vacío de pastillas, una botella vacía de ron, mutilaciones extensas. Cuando los flashes se apagan comprendo que, donde ellos estén, no tienen hambre. Que ahora ya saben qué comer y aquí vive tanta gente. El vértigo se vuelve una borrachera gozosa y con un resabio de desprecio veo alejarse al par de camilleros llevando en peso mi cadáver.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 15/Jun/06