El duende de las papas fritas

José Candás

-¡AY!

¿Alguien se había quejado?

Esteban se asomó a la sala y vio a su mamá, aburridísima con el partido. También estaba su hermana Nuria, dibujando en su cuaderno, sin hacer caso a los pitidos del árbitro o a los berrinches de Papá, quien se quejaba amargamente de los jugadores, pero no por dolor. Todo estaba normal.

Esteban se olvido de aquello y abrió la bolsa, brillante y llena de papas saladas. Iba tan distraído que no notó que al meter la mano, al sacar un puñado de papas, se estaba llevando a la boca una figurita carnosa, que al verse en peligro gritó aterrada:

-¡NO ME COMAAAAAAS!

Esteban vio entonces algo increíble. Entre sus dedos y dos papas había un hombrecito rechoncho y pálido, que aullaba para no convertirse en botana. No era más grande que una salchicha cóctel, pero tenía dos ojos enormes y llenos de miedo. Al encontrarse con ellos, se llevó la mayor sorpresa de su vida.

¡AHHHHHH!

¡GOOOOOOOL!

¡MAMÁAAAAAA!

Esteban lo lanzó al aire, dando un brinco por el susto. De la cocina salió corriendo a la sala. La bolsa quedó tirada y las papas se regaron por todo el piso. Su grito fue tremendo, pero lo cubrió el gol proclamado por el locutor y los festejos de su padre por la inesperada victoria.

Trató de explicarles a sus padres lo que había visto, pero antes de poder decir nada lo interrogaron acerca de la misión que le habla sido asignada.

-¿Dónde están las papas que te pedí?

Esteban les contó todo, pero nadie le hizo caso. Sus padres entraron en la cocina, y se enojaron con él, al ver las papas regadas por el suelo.

Él quería que le creyeran, pero se dio cuenta de que los adultos no eran capaces de entender algo tan simple como la existencia de un duende escondido entre las botanas, junto a las bolsitas de salsa picosa y los tazos con figuritas del Pato Lucas. Por eso mejor se mantuvo calladito, y dejó que todos se olvidaran del asunto. Él sabía que el hombrecillo era real, y que aún andaba escondido por algún lugar de la cocina. Lo único que tenía que hacer para encontrarlo de nuevo era esperar.

Esa noche fingió que estaba dormido. Le costó mucho trabajo no cerrar los ojos, pero su curiosidad era mucho más fuerte que el sueño. Caminó empiyamado hasta la cocina, evitando hacer ruido para no despertar a sus papás y a su hermanita, y entró ahí, decidido a encontrarse con el duende botanero.

Con cuidado buscó en anaqueles y cajones, pero nada encontró, excepto cazuelas, platos y otras cosas para comer y cocinar. Finalmente, cuando creyó que todo había sido un sueño, lo descubrió, escondido tras los plátanos del frutero. Estaba ahí, temblando de frío, con sus ropas manchadas por la grasa de las papas, y el rostro cachetón crispado de miedo y pena.

El duende le contó a Esteban su aventura. Vivía con su familia en el techo de una fábrica de botanas, y los papás del pequeñín, que se llamaba Grupi, le tenían prohibido asomarse a ver las maquinarias de los gigantes. Él apenas era un niño como Esteban (iba a cumplir noventa y siete años en pocos días), y los había desobedecido. Se cayó desde su casa hasta la empacadora, y se había quedado atrapado en una bolsa. Vivió ahí por varios días, comiéndose las papas para sobrevivir, hasta que Esteban lo liberó.

Esteban notó que Grupi estaba muy triste y trató de alegrarlo, pero el duende se puso a llorar sin consuelo.

-¡Quiero a mi mamá y a mi papá! ¡Ayúdame, por favor!

Y eso hizo Esteban. Le dijo que tendría que esperar un poco, pero que muy pronto regresaría con su familia. Estuvo pensando por un buen rato en un plan, hasta que por fin tuvo una idea.

Corrió al bote de basura, y se puso a buscar la bolsa de papas en la que Grupi había llegado. La encontró bajo unas cáscaras de piña y los cartones del pastel de la cena. En ella venía impresa la dirección de la fábrica donde vivía el duende. Velozmente la copió en un sobre, y le dijo a Grupi que lo mandaría por correo a casa. Al escucharlo, éste dejó de llorar y se metió allí, dando espectaculares brincos de alegría.

-Algún día te lo agradeceré, Esteban. Nunca lo olvidaré. ¡Gracias!

Esteban le puso en el sobre unas galletas marías molidas, se despidió de Grupi, y de un lengüetazo selló el sobre con el duende dentro.

Esa fue la última vez que vio a su amigo, pues a la mañana siguiente lo llevó a la oficina postal. Compró un timbre, se lo pegó al sobre, y metió la carta al buzón del servicio express para que llegara pronto a su destino.

Por la noche, rezó con todas sus fuerzas para que el duende de las papas fritas llegara a su destino, sano y salvo, con sus papás y sus otros amigos duendes. Sonó esa noche con la ciudad de Grupi, entre las vigas de la fábrica, con sus pequeños habitantes sobre las máquinas de tostitos, justo después de decir Amén.

Los días pasaron muy rápido, y Esteban se olvidó de Grupi, hasta que una mañana, despertó al escuchar las voces de su padre y la de otro hombre, discutiendo. Los descubrió en la puerta, mientras varios empleados metían en la sala cajas y más cajas con papas fritas de todos los sabores y variedades, que se iban amontonando sin parar. El hombre que las traía respondía a las reclamaciones de su padre con la misma frase indiferente:

-Yo no sé. A mí me dieron esta dirección, y cumplo órdenes. No sé por qué se queja, si ya hasta están pagadas. Yo no tengo la culpa de que haya duendes en la computadora.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Feb/01