La flor de la felicidad

Eduardo Gil Moré

Tanto esfuerzo para esto, pensó. Ante él se abría una sima, un abismo insalvable, como si un cuchillo caprichoso hubiera decidido tajar el mundo en dos. El desfiladero era demasiado ancho para soñar en saltarlo, y sus paredes cortadas a pico vedaban toda posibilidad de descenso. Y aún más que su aspecto irrevocable, lo más impresionante era lo que tenía de inesperado. Un suave y tranquilo prado, cuajado de flores blancas, se veía de pronto interrumpido por aquella brecha.

Ese prado se extendía ahora a su espalda, y más que la atracción inquietante de la hondonada, lo que capturaba su atención era el otro borde del tajo, en el que parecía continuar el mismo prado. Pero no era el mismo; en él no se veía ni una sola flor blanca. En cambio, estaba recubierto de flores azules, hasta poder decir que era un prado azul. Y no necesitaba acercarse a ellas, ni oler su aroma, ni estudiar sus pétalos para saber qué flores eran. Las podía reconocer desde lejos. Cada una de aquellas flores inaccesibles era la flor azul de la felicidad.

Había sido el viejo sabio loco de la aldea el primero en hablarle de ellas, y él, en un principio, no lo había creído. A fin de cuentas, ¿era un personaje de quien fiarse? Unos lo despreciaban por viejo, otros por loco, y los más por sabio. Pero ninguno de esos tres pecados lo preocupaba excesivamente, porque el viejo era una de las pocas personas con las que podía hablar. Un muchacho como él, es también alguien a quien es fácil no tomarse en serio. Por eso frecuentaba su compañía. Pero el hecho de que existiese una flor que daba a quien la recogiese el don de la felicidad, era algo demasiado inverosímil, hasta para un muchacho.

Ante la incredulidad del muchacho, el viejo había tomado un grueso libro, había pasado sus páginas y mostrado un pétalo ajado y marchito, de un azul desvaído.

-La flor existe - dijo - Ya ves, yo tengo un pétalo.

-Pero... -empezó el muchacho, sin atreverse a seguir.

-Sí - dijo el viejo, sagaz - También se marchita. No es eterna; nada en esta vida lo es.

-¿Y has sido feliz?

-Ese no es el problema. Lo difícil es que consigas darte cuenta de que lo eres.

"Algunos, más sabios que yo, te dirían que la felicidad no consiste en conseguir algo. Ni siquiera la flor azul. Pero no es algo que pueda explicarte. Según me han dicho, o lo sabes ya, o no puedes comprenderlo.

-Pero, ¿vale la pena ir a buscarla?

-¿Vale la pena ser feliz? ¿Quieres ser feliz? ¿Ahora?

El muchacho recordaba haber fingido que meditaba, para no dar una respuesta demasiado impetuosa. Luego había preguntado:

-¿Dónde crece esa flor?

Aquel era el final de un camino largo, difícil, y tal como acababa de descubrir, infructuoso. Había seguido las confusas e imprecisas indicaciones del viejo. Había tenido que preguntar muchas veces para poder vadear el río que no moja, cruzar el valle sombrío y el bosque ruidoso. A menudo se había equivocado, creyendo que los miosotis o las violetas eran las flores que buscaba. Había pasado hambre, frío y calor. Lo había resecado el viento, atenazado el miedo, consumido la impaciencia y abrumado la soledad. Y siempre había sabido recuperar el ánimo, sacar fuerzas de flaqueza y seguir adelante. ¿Y para qué? Para hallarse finalmente detenido y bloqueado en medio de un prado lleno de estúpidas flores blancas.

Sí, la flor de la felicidad existía, pero era inalcanzable. El desfiladero se extendía a derecha e izquierda hasta perderse de vista. Si intentaba sortearlo, sabía que por la izquierda acabaría por llegar al desierto de sal, que nadie había podido atravesar. Y por la derecha, el camino llevaba directamente a los pantanos, de los que nadie había vuelto. No había solución.

Una leve brisa agitaba las flores del prado, las odiosas flores. Odiosas, porque se empeñaban en ser blancas cuando debían ser azules. Eran algo inútil, a lo que el muchacho se negaba a reconocer ni una mínima belleza. Las detestaba tanto, era tanta su rabia, que empezó a patearlas, a pisotearlas, a arrancarlas a puñados. Los despojos que iban dejando tomarían muy pronto un aspecto caduco y lamentable, porque "no hay peor carroña que la de la azucena".

Por fin, se detuvo, preguntándose qué estaba haciendo. Las flores no eran culpables, bien mirado. Y el viejo loco, al que ahora dudaba en calificar de sabio, tampoco. Sólo él mismo era responsable de todo el inútil empeño malgastado. No basta la fe, no basta la voluntad y el entusiasmo. Nada de eso te asegura el triunfo. Y no hay nadie dispuesto a aplaudirte por haber llegado tan lejos. Pero hay muchedumbres enteras a punto para burlarse de ti, por no haber llegado del todo. El muchacho se sintió invadido por una profunda tristeza, tan viva y punzante, que se dejó caer al suelo y se echó a llorar sobre las flores diezmadas.

Cuando el caudal de sus lágrimas empezaba a ceder, oyó un grito de sorpresa. Alzó la vista, y descubrió que había alguien, una muchacha al otro lado, al borde del prado azul. Se frotó la cara precipitadamente; no podía permitir que una mujer viese que había llorado. Se puso en pie y le dijo:

-¿Qué te ocurre?

Una ráfaga de viento se llevó la respuesta de ella. El muchacho sacudió la cabeza, y ella habló más fuerte. Lo que dijo, trenzado por el viento, fue:

-¿Qué haces tú ahí?

-Yo nací aquí - gritó el muchacho.

El viento arreciaba. A uno y otro lado del desfiladero, las flores blancas y azules empezaban a temblar. La muchacha dijo:

-¿No se puede pasar?

-No - respondió el muchacho, subrayando su respuesta con un ademán categórico.

La voz de la muchacha llegó clara, en una súbita pausa del viento:

-Entonces - dijo - no lo lograré nunca. Jamás podré alcanzarla.

-¿Qué cosa? - inquirió el muchacho -¿Qué es lo que has venido a buscar?

La muchacha lo miró intensamente, mientras el viento recuperaba su paso. Y aquella mirada parecía pedirle una respuesta; era la mirada del triste, que pedía hallar el camino a la alegría. Por fin, la muchacha gritó, por encima del viento:

-La flor de la felicidad. La flor blanca de la felicidad. Esas que tú tienes ahí.

El viento soplaba a rachas, a borbotones, a ráfagas entrecortadas. Como si fuera una enorme, cósmica, inhumana carcajada.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 23/Dic/04