El halcón

Eduardo Gil Moré

Lo sé, soy culpable. No de las tórtolas y palomas que he abatido; ese es mi oficio. Soy cazador, y un cazador, lo que hace es cazar. No, mi culpa viene de haber roto un juramento, el juramento solemne que hacemos todos los que ingresamos en la noble orden de la cetrería. Pero incluso los culpables tenemos derecho a un juicio, a dar las razones de nuestro descargo. Por eso voy a exponerlas.

Un juramento, como una ley, como una norma, tiene unos límites que en ningún caso deben sobrepasarse. Una ley es válida mientras no entre en conflicto con una ley superior. Y un juramento no puede contradecir la naturaleza. Puede restringirla, constreñirla, coartarla dentro de unos márgenes. Pero no puede ignorarla o anularla. Y por encima de lo que uno haya jurado hacer, está lo que uno puede hacer. Veo que no me comprenden. Más vale que me deje de vaguedades y explique los hechos.

En primer lugar, yo soy, o tal vez debiera decir era, un halcón cetrero, al servicio de mi señor Filiberto. Sí, el mismo. Desde aquí se puede ver su castillo, como desde todo el valle. Él era, hasta hace muy poco, el amo y señor de nuestras vidas y de nuestros destinos. Dependíamos de él, tanto para sobrevivir a los ataques de los infieles, como para poder casarnos o cultivar las tierras. Todo eso era antes, claro. Antes de los hechos.

Si había algo que el señor Filiberto apreciaba, tal vez más que a sus siervos, era a tres animales: su caballo, su mastín de caza, y yo. A menudo partíamos los cuatro, yo con la capucha puesta y aferrado a su guante, y recorríamos los bosques y los prados, en busca de alguna presa. A veces, si se divisaba un revoloteo en el cielo, me quitaban la capucha, el señor extendía el brazo, y con un "¡Ohé!" me daba la señal de partida. Y yo subía, volaba, perseguía, acometía y derribaba al objetivo. Y volvía a su brazo, al guante de cuero en el que hincaba mis garras, mientras el mastín salía disparado y el caballo lo seguía al trote.

Un día, buscando la presa esquiva, llegamos a la linde de las tierras del señor, e incluso las sobrepasamos. Y allí, en un prado cercano, recogiendo flores, estaba la bella Rosalinda. Debió gustarle al señor, porque se acercó a ella y le habló casi con la misma amabilidad que gastaba con nosotros. Hizo callar al mastín y contuvo al caballo. Habló mucho más de lo que solía, sin desanimarse por las cortas y secas réplicas de ella. Pero el tono de él, cortés al principio, fué variando insensiblemente, y hacia el final denotaba una cierta irritación. Al parecer, las cosas no iban bien, o no como él quería. Ella no parecía impresionada, ni halagada, ni fascinada.

Claro está que la empresa no era tan fácil como aquellas a las que estaba habituado mi señor. Ella no era una de sus siervas; de hecho, era la hija del señor del feudo vecino, y no dependía en absoluto de él. Podía permitirse rechazarlo, y así lo hizo, cortés pero firmemente. A veces se gana y otras se pierde; a mí, alguna vez, también se me ha escapado una pieza, ya se sabe. Pero mi señor parecía no saberlo, por la contrariedad que demostró. Azuzó al caballo y riñó al perro. Y llegados al castillo, llamó a su secretario y lo acribilló a preguntas, en un tono que apenas ocultaba su rabia. Yo lo oí desde mi percha, en el salón.

Rosalinda era, como ya he dicho, hija del señor que gobernaba las tierras de más allá del valle. Un señor que se había ganado cierto prestigio de justo y magnánimo, cosa que, triste me es decirlo, contrastaba con la fama de mi señor Filiberto. Según sabía el secretario, ella estaba prometida con un joven hidalgo de noble cuna. El novio se hallaba lejos, en sus tierras, pero todos los pensamientos de Rosalinda eran para él, y la doncella ardía en deseos de que llegase el día de los esponsales.

El señor Filiberto no durmió aquella noche. Lo oí pasearse horas y horas, arriba y abajo del amplio salón, buscando escaparse de las adversas emociones que lo perseguían. O maquinando, quizá, alguna venganza, No fué hasta muy entrada la madrugada que lo venció el sueño. Y en los días siguientes, la inactividad fué su tónica. Daba largas zancadas de aquí para allá, golpeando con el puño la palma de la mano. Ya no salíamos a cazar. El mastín ahuyentaba su tedio como podía, persiguiendo por las noches su propia sombra, dibujada en las paredes por las llamas del hogar. Yo esperaba, como espera un soldado, sin bajar la guardia. Soy un personaje de acción, yo, pero la espera forma a veces parte del juego.

Un día, el secretario se acercó a mi amo, y le susurró algo al oído. Y mi amo sonrió. Dió dos fuertes palmadas para llamar a los criados, pidió vino y aquella noche se emborrachó de nuevo. Pero al día siguiente tampoco salimos a cazar. No fué hasta el atardecer cuando el señor decidió actuar. El mastín, que dormitaba junto al fuego, fué despertado de un puntapié. Mi amo calzó su guante, me puso la capucha y me llevó con él. Bajamos al establo, donde habían ensillado al caballo. Y partimos, en una carrera loca en medio del crepúsculo. Subimos una empinada cuesta, bajamos, recorrimos prados, cruzamos algún puente, y por fin, nos detuvimos. Entonces me quitó la capucha.

Anochecía rápidamente, en la tierra, pero el cielo conservaba aún el color del día. Estábamos al pie de un cerro, en cuya cima se alzaba un castillo. Pero se trataba de un castillo extraño, que yo jamás había visto. De pronto, en una ventana iluminada, hubo un leve resplandor, un batiente que se abría, capturando el postrer reflejo del sol. Y una dama que se asoma, unas manos, unos brazos extendidos, y una paloma que bate alocadamente las alas y emprende el vuelo. ¡Ohé!

Y allá que voy, arriba, arriba, hasta superar su altitud. Me oriento. Sur suroeste, una cuarta al sur. Enfilo el rumbo. Pobre ingenua, aletea como una posesa, como si eso le fuera a servir de algo. Y es rápida, pero no tanto como yo. En el temblor de su cabeza, a derecha e izquierda, noto que tiene miedo. Y es para tenerlo. Me sitúo encima de ella, y en el momento preciso, me dejo caer. Un choque, un contacto demasiado rápido para explicarlo, y ya es mía, mis garras se hunden en su carne tibia, mi pico desgarra el plumón cándido. La suelto, se cae, como un peso muerto. El mastín se encargará de recogerla, yo debo volver a mi guante.

Cuando el perro se acercó al caballo, con mi presa entre los dientes, me llamó la atención la cinta, o el lazo, o lo que sea, que la paloma llevaba en una pata. No lo había visto al atacarla, y no lo habría visto si mi amo, excitado, no hubiese olvidado ponerme la capucha. No sabía lo que era. No lo supe hasta más tarde, cuando el señor, ya ebrio, leyó el mensaje en medio de risotadas. Tuvo que acercar mucho el papel a los ojos para poder leerlo, y la mujer que se apoyaba en él le estorbaba, pretendiendo que le prestase más atención a ella, pero a pesar de todo, él, tozudamente, empezó a leer:

-"Amado mío: No sabes cómo espero..."

Creo que hasta yo lo entendí, y puede que hasta el mastín, aunque tal vez sea esperar demasiado de un pobre perro. Yo ya había oído algo, de las palomas que hablan, pero siempre me había parecido una leyenda. Hasta esa noche, en que comprendí cómo lo hacían. Es muy sencillo, en el fondo. Se escribe un mensaje en un billete, se pliega en forma de cinta, se anuda a la pata de una paloma, y se la suelta para que vuelva a su palomar.

Estoy hablando, claro está, de la primera vez, porque hubo más de una. De vez en vez, cada semana, más o menos, se repetía la escena, y los mensajes, en uno u otro sentido, quedaban truncados. Hasta que una de las veces, no sé cuál, bueno, sí, fué la última, no volví al guante. En vez de eso, volé hasta el castillo, y me posé en una cornisa. Desde allí podía ver la ventana. Y en ella, más sentada que asomada, estaba la bella Rosalinda. Los bordados de su corpiño eran un desafío para mi vista, de puro sutiles y delicados. Pero su mirada perdida, su tristeza, no precisaban de explicación. Paseó la vista por todo el cielo, la volvió hacia el castillo, pasó sobre mí, y de pronto, me vió. Y me miró.

Apelo a la benevolencia del tribunal para que me dispense de explicar qué ví, qué me dijeron aquellos ojos. No podría. Tuve que quedarme allí, quieto en la cornisa, un buen rato. Tenía que pensar. Yo soy un personaje de acción, ya lo he dicho, y eso de pensar no se me da nada bien. Vamos a ver: yo había hecho votos solemnes. Pero millones de años antes, la madre naturaleza había hecho otros, tal vez incompatibles. Me fué muy duro pensar, pero finalmente, tomé una decisión. Y debo decir, en mi descargo, que eso no me llevó ni una fracción de segundo.

Al día siguiente, un día de primavera, con nubes juguetonas y una suave brisa fresca, salimos a cazar. En un momento dado, sentí que me liberaban de la capucha, gracias a Dios, y podía echar a volar sin esperar el "¡Ohé!". Me remonté hasta tan arriba que todo el bosque era tan solo una mancha. ¡Qué placer, qué libertad! Dí dos o tres círculos, disfrutándolos plenamente. Era tal vez mi última oportunidad de ser feliz, porque me esperaba el destino, dando golpecitos impacientes con el pie. Por fin, me enfrenté a mi responsabilidad, plegué las alas y empecé a caer. El bosque se acercó, creció, me engulló, atravesé las ramas y ví, más lejos de lo que yo había calculado, a mi amo, a su caballo y al mastín. Y hacia ellos me fuí. No me importaba el mastín. Yo iba a por el caballo, sobre todo, mientras estuviese al borde del barranco.

Planeo mejor que aleteo, pero entonces aleteé. Me lo jugaba todo, tenía que ser perfecto. Habría podido dejarlo ciego, pobre penco, pero preferí clavarle mis garras en la cara, en su larga y estúpida cara de caballo. Enloqueció de dolor, se encabritó, se desbocó, y sin saber lo que hacía, corrió hacia el barranco. Fué inútil que Filiberto tirase de las riendas hasta que el bocado lo hiciese sangrar. Llegó al borde, y saltó al vacío, dejando atrás al perro, que tan leal como imbécil, pretendía seguirlos.

Se despeñaron, una larga caída, ahora un rebote, un tramo más, otro golpe, arrastrarse por la pendiente, y finalmente quedar encallados en un saliente de las rocas. Bajé en amplios círculos, hallé un sitio donde posarme, y me paré a mirarlos. Muy por encima mío, oía los ladridos cada vez más ululantes del mastín. Y allí, medio atrapado por su caballo, estaba mi señor Filiberto. De uno de sus oídos salía un hilillo de sangre. Estaba bien muerto, pueden creerme. ¡Bueno soy yo para que se escape el menor signo de vida! Me dolió. Por el caballo, que no tenía culpa.

Sé que el juramento de la cetrería me obligaba a obedecer y no perjudicar a mi señor. Sé que yo causé su muerte. Y sé que la ecuanimidad del tribunal sabrá dictar el verdicto más justo. Sólo quisiera repetir, una vez más, lo que dije al principio: un juramento no puede ir en contra de la naturaleza. Y bien mirado, si hice lo que hice, fué empujado por la naturaleza.

Porque hay algo que los halcones odiamos, algo a lo que atacamos con más saña aún que a las tórtolas o a las palomas.

Y ese algo son las ratas.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Mar/01