El País de los Soviets

Leo Mendoza

Navolato está a unos cuantos kilómetros de Culiacán, entre el mar y los sembradíos de caña. Todas las mañanas, durante la zafra, la ropa, los autos y los animales que duermen a la intemperie amanecen con una capa de ceniza dulce que los niños se comen a veces y envueltos en vapores que para algunos, los más desvelados, tienen el olor de las cubas que se sirven donde Ramón, el del Bar Fénix.

La carretera cruza a un lado del ingenio azucarero con rumbo al puerto de Altata. Por esa ruta, hace ya casi un siglo, los vecinos del pueblito veían pasar unl tren de vapor que trasladaba a Culiacán, en una jornada de sol a sol, a los viajeros que, desde Mazatlán, habían llegado al modesto puerto de cabotaje. Hoy, para llegar al Mar Pacífico -a esas alturas casi Mar de Cortés- no hace falta más que una camioneta de doble tracción, un six de cervezas, un estéreo con música de banda, buena compañía y media hora de paciencia.

Sin embargo, la ciudad tiene mucha más historia. En medio del camino entre Culiacán y Navolato, donde la carretera se bifurca en dos, conocidas como la vieja y la nueva, se encuentra San Pedro de Rosales, humilde población donde las armas nacionales se volvieron a cubrir de gloria: ahí, en medio de los huizachales y las nopaleras, los orgullosos zuavos fueron derrotados por el ejército de desarrapados que comandaba el general Rosales y Culiacán fue única capital estatal que los franceses no tomaron.

Eso dice la historia, porque parece que otro tipo de encuentros, más cercanos y comprensivos, un poquito más cálido e íntimos, se dieron entre las mujeres de la zona y los rubios y ojiazules galos ya que de otro modo no se explica la cantidad de "güeros de rancho" que por acá abundan. Pero dejémonos de estas injurias antipatriotas que no es de eso de lo que queremos hablar.

Mejor digamos que Navolato tenía, de esto hace ya algunos años, su cura, su iglesia, su hospital de zona, un teatro al aire libre del Seguro Social, cuatro cantinas, ningún burdel -los jóvenes se iban a Culiacán o a Dautillos para desfogarse cuando "andaban enjundiosos"-, un club privado donde los gays de la capital elegían a Miss Sinaloa, tres primarias, una secundaria, una escuela preparatoria y los mejores mariscos de la zona en la carreta de don Alberto, quien, todo el mundo lo sabía, era comunista y las malas lenguas aseguraban, a causa de sus ojos zarcos, biznieto de uno de esos encuentros amorosos entre las mujeres sinaloenses y la soldadesca francesa.

Pero en Navolato ser comunista no espantaba a nadie. Y sobre todo don Alberto con su pelo entrecano y las manos fuertes, nudosas, acostumbradas a abrir los ostiones y las patas de mula, a manejar con habilidad el cuchillo para picar la cebolla, los pepinos y el tomate de los cocteles de camarón y pulpo que le habían dado harta fama. Pero su celebridad no se fincaba sólo en los mariscos: la decoración de su carreta también contaba. Era pura escenografía; un mural fotográfico de tractores, campos roturados, fábricas, de hombres rubios y mujeres carirredondas, sonrientes todos, que miraban hacia el progreso, dondequiera que éste se encontrase, y en medio del cual., con letras amarillas, se encontraba pintado el nombre de aquel anuncio ambulante: "El país de los soviets".

La carreta, pintada de rojo brillante y estampada con multitud de hoces y martillos en negro, tenía, en el frente, encima de la hielera donde se guardaban los mariscos del día, a un lado del tambo de lámina de quince litros en el que se enfriaba la cebada, un busto de Lenin y en la parte de atrás, por encima de la agarradera que permitía a don Alberto mover aquel armatoste, coronaba sus esfuerzos el rostro sonriente y bigotudo del padrecito Stalin. Y en el centro mismo de aquel abigarrado comercio, como en la cima de su movilidad, en el Everest de todos las ostionerías rodantes, se hallaba un globo terráqueo en que, con un púrpura violento, se había dibujado a los países del Este mientras que orbitaba alrededor de aquella lección geopolítica, una reproducción del Sputnik, que en verdad giraba en torno al planeta cuando el carromato alcanzaba su máxima velocidad o bien cuando alguna brisa marina venía a llevarse los calores veraniegos. Aquel barco propagandístico que en Semana Santa sentaba sus reales en Altata era la admiración de propios y extraños y hasta hubo un avispado mazatleco que se lo quiso llevar al carnaval y lo hubiera hecho de no mediar las estoicas razones de don Alberto, dichas al mismo tiempo que picaba pepinos con delicada maestría: su carrito no estaba para esas fiestas ni para el deleite de una clase media ociosa, no, nada de eso. Aquel carricoche era un vehículo educativo que mostraba que otra vida, sin prisas, sin dolores, con trabajo para todos, vivienda, salud y bienestar, era más que posible, era una realidad en la Unión de Repúblicas Soviéticas y Socialistas. Y con la punta del cuchillo fue recorriendo aquel apotegma pegado junto a otras muchas citas de Marx, Engels, Lenin y Stanlin y que era la única concesión de su dueño a los pensadores criollos: "Nadie tendrá derecho a lo superfluo mientras alguien carezca de los estricto".

"El país de los soviets" era la mejor propaganda para el Partido Comunista Mexicano a pesar de que su estrafalaria imagen más de una vez provocaba las carcajadas de aquellos desprevenidos comedores de ostiones que llegaban en busca de los mariscos de don Alberto.

Gracias al carromato, don Alberto encontró sus raíces familiares -"ustedes no han de creerlo, pero mis abuelos eran anarquistas españoles y no franceses, como dicen las malas lenguas"- durante un viaje a Cataluña de paso para el Festival de L’Unitá. Y también había construido una organización de los más efectiva dentro del aparato del partido.

El seccional Navolato del PCM podía vanagloriarse, en las asambleas estatales y nacionales, de contar con un puñado de aguerridos cañeros, una célula de obreros reales y no de teóricos que de producción sólo sabían lo que estaba escrito en los manuales de Economía Política de la Academia de Ciencias de la URSS:

La célula obrera, dos más de ejidatarios y tres organismos de base dentro de los límites urbanos, habían hecho que el seccional se llevara todos los premios a la emulación socialista. Y además, por si fuera poco, sus finanzas se encontraban sanas y florecientes - "pa contar los centavos soy muy bueno", se vanagloriaba don Alberto-; y siendo, como lo era, un partido poscrito, en Navolato, el PC realizaba sus actividades a plena luz del día.

Tiempo después don Alberto recordaría con tristeza que los viajes y las comisiones ganadas por sus desempeño en las campañas de apoyo económico, por su crecimiento, por la influencia dentro de la vida social, cultural y deportiva de la ciudad, se los birlaron los burócratas del Partido y jamás alguno de los jóvenes cuadros de la ciudad pudo representar a los comunistas mexicanos en los encuentros y festivales de Cuba, Hungría o Bulgaria.

Pensándolo bien a don Alberto ir a Cuba le importaba muy poco ya que casi todos los comunistas navolatenses eran furiosamente prosoviéticos; con las honrosas excepciones del peluquero Zamudio -cuyo establecimiento tenía el carismático nombre de "Los barbones" y en lugar de entretener a sus sus clientes con el "Playboy" y "Eros", ponía en sus manos la revista "Bohemia"- y el profesor Vilchis, quienes se declaraban partidarios de Castro y de la isla. Y aun así, los dos -realmente democráticos, decían-, aceptaban las resoluciones del seccional que, para el asombro y la furia de muchos delegados a las asambleas regionales, proponía mociones en torno a Cuba por su relación con los trostkistas gringos y contra la heterodoxia de Yugoslavia, Albania y China.

Al éxito del Seccional Navolato contribuyó visiblemente la buena sazón de don Alberto para preparar ceviches, caldos de camarón, caguama -"sí, sí, ya sé que está vedada, pero los burgueses primero se atascaron con su carne y ahora que está en peligro le quitan ese gusto al proletariado. Digamos que por una vez pasa..." explicaba en las reuniones ampliadas-, tacos de marlin, pulpo y aguachiles porque cada vez que convocaba a una plenaria, cerveza y comida corrían por su cuenta y al final, como si escucharan alguna walkírica cabalgata, los asistentes, cabeza descubierta y la mirada elevada hacia el cielo azul de Navolato, oían "La Internacional", a todo volumen, interpretada por un bajo ruso -"famosos en el mundo entero y cuyo canto, reservado a los aristócratas, hoy podemos escuchar todos los trabajadores del mundo"- y la orquesta de balalaikas del Instituto de la Radio de Moscú.

Aquel acetato, acompañado del scracht de años y años fue un regalo que don Alberto recibió de manos del único capitán soviético que conoció a lo largo de su vida. Lo conoció en Mazatlán, durante una de las muy escasas vacaciones que tomaba, mientras paseaba por los muelles descubrió la bandera roja de la URSS en la popa de un inmenso carguero. Don Alberto lo recordaba limpio, lleno de luz y color y de marineros que a él le parecieron los valientes del Poteomkin revividos. La verdad es que el barco estaba más sólo que una iglesia en carnaval y que pudo abordar la nave sin ningún tipo de trabas porque nadie se encontraba en el puente y ni siquiera en la primera cubierta.

Cuando finalmente descubrió la causa de aquella soledad a punto estuvo de llamar traidores a aquellos hijos de la Gran Madre Patria. La marinería, impaciente y caldeada, derrochaba wodka y caviar con las mariposillas del puerto y uno que otro cargaban rumbo a los camarotes con dos mujeres de rostros pintarreajados con las que reían y chacoteaban en un idioma extraños pero con todas las malas intenciones puestas al descubierto.

Sin embargo, el capitán del buque, quien se mantenía alejado de todo aquel aquellare le dio una explicación convincente:

-Son privilegiados. Tienen algunos dólares producto del mercado negro, pero son fieles y cumplidores. Tenemos un comisario político que se preocupa por nuestra educación socialista y también tenemos nuestros propios círculos de estudio. ¿Así que usted es comunista mexicano? Yo apenas y soy candidato. Tal vez en uno o dos años aprueben mi ingreso al PCUS. ¿Sabe? Muchos allá queremos ser parte del Partido.

Don Alberto siempre se preguntó dónde había aprendido aquel capitán -güero, ojo azul, alto y atlético- un español tan fluido y casi sin acento. Pero la plática no se extendió demasiado. El le regaló un escudo del Partido Comunista Mexicano y algunos de los bonos de las campañas económicas con reproducciones de Siqueiros. A cambio, el oficial le entregó una bandera, un cartel del komsomol y el disco aquel que años después don Alberto oía con reverencia y cariño, "aunque allá ya no sean comunistas".

Algunas veces, don Alberto unía su tocadiscos a toda la parafernalia de "El país de los soviets" para escuchar, en la esquina misma de la plazuela central, justo frente a su iglesia torrituerta todos sus discos favoritos: Pedro Infante, Jorge Negrete, Luis Pérez Meza y por supuesto aquel tenor ruso entonando el himno de la Comuna de París.

Entonces, el mismo señor cura se acercaba a la carreta y, tras empacarse dos tostadas de ceviche de camarón que don Alberto jamás le cobraba -"a la Iglesia, aun cuando no creamos en ella, hay que respetarla. Ya ven ustedes que en la URSS se mantienen abiertos los templos ortodoxos y no se persigue a los creyentes", decía convencido y aun a pesar de las constantes noticias que llegaban sobre el cierre de templos, las persecuciones y la intolerancia en la Unión Soviética-, y le pedía al marisquero rojo que por favor le bajara un poquito al aparato. Era entonces que el dirigente del seccional aprovechaba para negociar con el representante del Vaticano: claro que lo haría, pero el sacerdote debería reconocer que desde el púlpito, muchas veces, había conminado a las familias de los comunistas para que les retirasen la palabra, dejasen de frecuentarlos y hasta les dieran la espalda, porque aquella doctrina estaba maldita, había sido inventada por dos chamucos de luengas barbas que no tenían temor de Dios. El cura mantenía una recia defensa pero terminaba por ceder y aceptaba sus culpas. De esa convivencia difícil pero finalmente pacífica viene aquella historia que hace a Navolato la cuna de los primeros marxistas guadalupanos del país, ya que sólo tras esas negociaciones realizadas a plena luz del día algunos comunistas confesos se atrevieron a ir con sus esposas a la misa del domingo, sin temor a que el señor cura los regañara por seguir doctrinas ajenas a la fe y a la religión verdaderas.

Pero el éxito político más impresionante fue sin duda el llegar a colocar dentro del gobierno municipal, dos que tres infiltrados que, sin bien en algunas ocasiones no eran comunistas comunistas, sí formaban parte de los llamados compañeros de ruta, simpatizantes, amigos y familiares que apoyaban la labor del PCM aun cuando no militasen. Cuando la campaña presidencial de Danzós, Navolato fue el único lugar del estado donde el mitín del dirigente campesino no fue interrumpido por la policía y cuando la candidatura recayó sobre el camarada Campa, la ciudad lucía las pintas más envidiables de toda la zona.

No era para menos. Aun cuando las autoridades habían prohibido las expresiones políticas del Partido la verdad es que los lazos de sangre que unían a la policía municipal con los pintores más afamados del Partido llevaron al traste a la perdición. El Lopus y el Milo eran los sobrinos consentidos del jefe del cuerpo policiaco -constituido por tres maluniformados muchachos que no servían ni para atender un estanquillo- y, gracias a ello, sus actividades clandestinas se mantuvieron impunes.

Los pintores formaban una cuadrilla de ilegales -su agrupación formal se llamaba Comunidad de Arte Clandestino- y, acompañados por un puñado de aspirantes a artistas y militantes probados, salían a la medianoche en busca de las mejores bardas para acabar recalando casi siempre en los muros del ingenio o delante de las oficinas del Seguro Social. En cuatro horas, gracias a su velocidad, ingenio, técnica -para los letreros utilizaban plantillas- y al engrudo preparado en el mismo lugar de las pegas, a base de harina, agua y sosa caústica, levantaban enormes murales que, aun cuando borrados por la mañana, volvían a aparecer al poco rato, gracias a la tenacidad de los camaradas muralistas que por entonces tenían en Siqueiros su mayor fuente de inspiración.

Lopus, muchos años más tarde, se convirtió en uno de los creadores fauvistas más famosos del estado e, incluso, sobre la madera que la resaca arrojaba a la playa, labraba figuras de dioses desconocidos y fálicos. Por su parte el Milo continuó fiel a los principios del muralismo y terminó rotulando camiones, pintádoles paisajes en los guardafangos y frases ingeniosas en las salpicaderas. Al contrario del Lopus, el Milo prosperó, abrió locales en Los Mochis y Culiacán y hoy es dueño de varias refaccionarias. Pero entonces, eran dos jóvenes pintores que, en cuanto veían aparecer a municipales, quienes eran obligados a realizar rondines a causa de las protestas de las fuerzas vivas y revolucionarias, ni siquiera se movían de donde estaban, los dejaban acercarse y sólo entonces les solicitaban su opinión o bien le ponían en la mano un bote de pintura y, convenciéndole de que todos tenían derecho, de que todos podrían, cuando el socialismo fuera instaurado, sacar al artista que llevaban dentro, los animaban a colaborar en su trabajo. Los polis muchas veces aceptaban y otras, simplemente miraban cómo los dos sobrinos concluían su trabajo y luego se iban con el chisme a la comisaría. Pero no se atrevían a detenerlos por que su tío, el Comandante, había dado la orden de que nadie los molestara.

Tiempo después, el profesor Vilchis, de frente al "Central" -porque así llamaba él al ingenio- encontró rastros de aquellas hoces y martillos en rojo y del nombre de Campa, trazado con un amarillo deslumbrante como el sol. El -hijo de comunistas que todos los lunes, cuando Cárdenas, oyó cantar La Internacional en su escuela primaria- caminaba por ahí porque el olor que lo envolvía -una mezcla de jugo de caña, bagazo, humedad y azúcar morena- le recordaba los territorios soñados de la isla, donde más de una vez había estado, compartiendo con sus camaradas cubanos aquel Habana de diez años de añejamiento que era la mejor prueba de que la revolución avanzaba.

Pero eso fue mucho tiempo después, cuando Cuba empezaba a tambalearse, aferrada tan sólo a su orgullo y el seccional de Navolato había desaparecido prácticamente. El profesor Vilchis no fue el culpable pero sí uno de los actores indirectos del drama que dio al traste con el seccional más adelantado y moderno del país. Su actitud procatrista y su pequeña tropa de pioneros, tuvieron mucho que ver en esto.

Porque los pioneros eran otro de los orgullos de don Alberto. Y no sólo porque algunos de sus nietos se encontraban ahí sino porque eran un ejemplo vivo de disciplina, amor a la patria (rusa) y voluntad. Debido a ese orgullo y al mal sabor de boca que le dejó el hecho de que su propuesta de cambiarle el nombre a la ciudad no había prosperado en la sesión de cabildo (donde hizo que sus ediles propusiesen llamar a Navolato Novogrado, como "un homenaje a los 18 millones de heroicos hombres y mujeres que sacrificaron su vida en la lucha contra el fascismo"), se le ocurrió organizar un campeonato de futbol, que a la postre fue la perdición del Seccional. Y él mismo, que se preciaba de practicar la democracia, impuso la regla de que todos los equipos deberían de llevar el nombre de alguno de los mejores conjuntos de los países socialistas: Estrella Roja, Dínamo de Kiev y también de Moscú, Locomotiv, Spartak, Partisan... Es cierto que se les coló el Panathinaikos, pero los encargados de inscribir a los participantes no tenían mucha idea del griego y aquella conjunción de vocales y consonantes les sonó a ruso puro.

Eso sí, pusieron el grito en el cielo cuando el peluquero Zamudio (cuya única desviación pequeñoburguesa era el beisbol y una desmedida pasión por los Mulos de Mahattan que lo había llevado hasta la misma casa que Babe Ruth levantó en el Bronx y que incluso lo hizo mentir acerca de sus principios al contestar aquel cuestionario que el consulado estadunidense en Mazatlán le aplicó a fin de extenderle la visa) y el profesor Vilchis se presentaron con su modesto equipo y se pronunció el nombre que habían elegido, tras buscarlo durante una noche de inspiración en la que oyeron a Los Papines, a Omara Portuondo, a la sin par Elena Burke y a la Orquesta Aragón.

-A Bayamo en coche....

En las oficinas del Seccional Navolato el silencio se aposentó de golpe y porrazo. Tímidamente, uno de los miembros del Comité de Juegos y Entretenimientos que a la vez era vocal del Comité de Finanzas, Jorge Fernández, intervino:

-Pero... ése ni siquiera es nombre de equipo...

-No le hace -insistió el peluquero Zamudio- es una canción popular de un país socialista donde no se juega futbol... Así que para no ponerle el nombre de un equipo de beis, lo dejamos así, tal y como se oye: "A Bayamo en coche".

El nombre provocó algunas molestias, pero sabedores que Cuba y el beisbol eran las obsesiones de Zamudio y Vilchis, los seleccionadores después de discutir con el secretario general del Seccional y de oír algunas de las recomendaciones de don Alberto; luego de proponerles nombres como "26 de julio", "Granma" o "Sierra Maestra" y ante la heroica resistencia del peluquero y el maestro, inscribieron "A Bayamo en coche" en el torneo.

Los equipos partipantes fueron ocho y dio inicio la justa. Se jugaron dos rondas round robin, sábados y domingos, en los campos deportivos de la preparatoria . En esos días, para localizar a "El país de los soviets" y zamparse un coctel de camarón, pulpo, unos ostiones en su concha o los riquísimos callos de hacha, los clientes tenían que llegar hasta el mismo estadio donde don Alberto había sentado sus reales.

El campeonato, que duró tres semanas, fue un éxito y una buena cantidad de público, amigos y parientes, se reunía para ver aquellos pioneros que desfilaban, antes de cada juego, al ritmo de las balalaikas del disco de don Alberto -cuando el peluquero Zamudio propuso "Barras y estrellas" o la marcha de la Marina de John Phil Sousa, recibió un llamado de atención por parte de la dirigencia a causa de sus tendencias abiertamente pro imperialistas- y con un estandarte en donde la hoz y el martillo se encontraban al centro sobre un campo rojo, tan rojo como la sangre.

Don Alberto era fanático del "Dínamo" porque en ese equipo jugaban sus nietos y era, es cierto, el mejor, de ahí que no fuera una sorpresa que llegara a la gran final pasando sobre el "Estrella roja". Hecho que el dirigente celebró con una ronda gratis de agua de cebada. Lo que nadie se esperaba era que "A Bayamo en coche" le metiera cinco goles al "Panathinaikos" y que derrotara al mismo "Spartak" que era, a todos luces, el segundo favorito de aquella tropilla de comunistas. Don Alberto con una ecuanimidad que no parecía a toda prueba, simplemente declaró, salomónico, que así eran las cosas del futbol.

Para el domingo 19 -corría el mes de marzo- , los dos equipos se enfrentaron en el último partido del -así fue bautizado- Campeonato de Amistad entre los Pueblos y por la Distensión Pacífica del Mundo. El árbitro fue uno de los más aguerridos jugadores de la Liga Cañera, lo que le daba cierto aire de profesionalismo aunque como también era sobrino del Secretario General, muchos ponían en tela de juicio su imparcialidad y tenían razón.

Para el minuto 25, los enclenques y poco agraciados pupilos del peluquero Zamudio y el maestro Vilchis no sólo habían destroncado varias veces la defensa del "Dínamo" sino que para todos era más que un hecho que ellos y nadie más que ellos serían los primeros en anotar. Y si esto no ocurrió fue gracias a la oportuna intervención del árbitro, que, sabrá Dios cómo, terminó por marcar un taponazo, que a lo más que llegaba era a tiro de esquina, como si fuese un penal inobjetable a favor del equipo de los nietos de don Laberto. Y a pesar de esta adversidad y el hecho de contar con un jugador menos -el nazareno aprovechó muy bien las reclamaciones para expulsar un defensa del "A Bayamo en coche"-, el equipo del profesor Vilchis no sólo empató sino que le dio la vuelta al marcador, ante la euforia de la fanaticada, el coraje para nada disimulado de don Alberto y la ineficacia del árbitro que, con todo y todo, les alcanzó a anular un gol conseguido en el regateo con la pelota y con todas las de la ley. Se fueron al descanso 2 a 1.

Para el segundo tiempo, el "Dínamo" igualó los cartones. Fue su mejor jugada: un pase retrasado desde el borde del área, cuando todo mundo esperaba que el propio extremo, Alberto chico, fuera quien rematara, éste, que llevaba pegado a su marcador, retrasó para donde entraba Jorgito, quien sólo fintó al portero y disparó a su izquierda, haciendo inútil la estirada. Don Alberto estaba que no cabía de gusto y corrió a lo largo del campo como si él hubiera sido el autor del tanto. Para su desgracia fue lo único que los del "Dínamo" pudieron hacer.

No habían transcurrido ni siquiera otros cinco minutos cuando "A Bayamo en coche" se puso otra vez arriba en el marcador. Y por más que los niños del "Dínamo" pelearon, les fue imposible conseguir el empate. Es más, el árbitro les anuló otros dos goles a los pupilos de Vilchis y, aun así, eran ellos los que se veían dominadores y casi campeones. A dos minutos del final, cuando don Alberto echaba chispas y ya no servía ni siquiera una mísera tostada, el árbitro marcó otra falta en el área a favor del equipo del secretario general. De anotarlo, aquella pena máxima le daba el campeonato pues, en su primer encuentro puesto que el "Dínamo" había mantenido su paso de invicto y era el más puntos y goles había conseguido, lo que de acuerdo a las reglas de la final lo convertían automáticamente en el campeón.

Hoy todos aseguran que la falta nunca existió, que el árbitro estaba tratando de contentar a don Alberto, que fue puro favoritismo. Pero lo cierto es que aquel tiro de castigo fue la perdición del Seccional porque Vilchis, enfurecido ante la actuación del árbitro, retiró a sus jugadores del campo. El nazareno amenazó con declarar al "Dínamo" vencedor por default, pero ya Vilchis había llevado sus reclamos a "El país de los soviets".

-¡Son chingaderas! -le dijo a don Alberto. Si lo que querías era que ganara el equipo de tus nietos, pues no hubieras organizado un campeonato. Les hubieras entregado el trofeo sin que jugaran un sólo partido... Eres un miserable burócrata estalinista... un dictador..., la democracia que practicas no’más la practicas de los dientes para fuera...

La indignación del maestro contagió a las tribunas, poco a poco fueron apareciendo los agravios, el recuerdo de las votaciones amañadas, las amenazas y los chantajes que don Alberto utilizaba en las asambleas para mantener el control del Seccional. Incluso, había llegado a eliminar éstas cuando la mayoría de los asistentes era hostil a sus propuestas. Y el Campeonato Amistad entre los Pueblos devino linchamiento político. A ciertas alturas de la discusión, cuando el partido ya a nadie le importaba, las cosas comenzaron a caldearse y quien pagó el pato fue, por supuesto, "El país de los soviets". Los defensores de don Alberto, que eran los menos, empezaron a retroceder, protegidos por el cuerpo del dirigente que esgrimía el cebollero para mantener a raya a sus enemigos. Se salvaron por piernas, incluso el árbitro. La multitud se dedicó entonces a destrozar pacientemente la carretilla, jugó una cascarita con los bustos de Lenin y Stalin y el globo terráqueo en donde el bloque socialista aparecía pintado de rojo; destruyeron el mural e intentaron prenderle fuego a los restos, sin conseguirlo. Lo único que se salvó fue el trofeo para los vencedores que Zamudio aún conserva en su peluquería. Lo demás se convirtió en polvo y olvido. "El país de los soviets", las banderas, las fotos de aquellos hombres de la esperanza y hasta el tocadiscos de don Alberto, fueron destrozados por los indignados espectadores que, algún tiempo después, abandonaron el PC para convertirse a las más diversas herejías: pemetistas, pepinosocialistas, enfermos y ligosos, los más jóvenes, guevaristas algunos y perretistas otros y hasta algunos hubo que se mantuvieron fieles a la hoz y al martillo.

Don Alberto siguió preparando los mejores cocteles de pulpo y camarón, el mejor ceviche y la más refrescante de las cebadas. También siguió siendo Secretario General del Seccional pero unos meses más adelante fue desbancado por profesionales que el Comité Central envió para echarle tierra al escándalo. Su nueva carreta ya no lucía aquellos adornos y colores que la hicieron famosa entre la gente de la ciudad. Como todas las demás que surcaban la ciudad, la suya fue pintada por completo de blanco y con una placa que el municipio otorgaba de licencia, lo que antes del campeonato, hubiera sido impensable. Así se encontraba cuando los países del Este se convirtieron en pasado reciente, pero dicen que del desastre aquel de la final del torneo, rescató, entre las astillas de "El país de los soviets", el pequeño Sputnik que hoy cuelga de su carretilla como si fuera el zapatito de uno de sus nietos y el disco aquél, regalo de un capitán de la marina mercante de la URSS, que domingo a domingo, en una ceremonia privada e íntima, escucha en silencio mientras que una lágrima le corre por la mejilla.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 02/Feb/02