El Plastilador

Víctor Antero Flores

Nunca había pensado amarla en el anfiteatro del hospital. Sus manos se acercaron al cuerpo prohibido de la doctora Circe Rossel. Tentaron su rostro antes mustio y que ahora gemía en goce desbordante. La blanca bata dejó de ser la muralla de respeto y se rasgó. La fría plancha de granito, desnuda, recibió sus pieles en la helada y húmeda atmósfera. Donde los cuerpos sin vida yacen, la vida se revolcó en esbozos, tratando de abrirse camino... y entrar. La encriptada, la ignorada, la frígida ha cedido, abrió las piernas y él la tomó con incontenible urgencia. Sus gemidos fueron como el llamado ancestral del animal que nos domina por dentro. Sus ojos tenían el iris del gato, amarillos, con su línea; la nariz se acható y se volvió verde. Escamas por piel, tentáculos por brazos, agujas por dientes... Violenta sacudida rompió sus huesos, la castigadora se apoderó del cuerpo deseado. ¡A qué hora apareció! La violencia de un tigre lo revolvió sobre el piso, golpes, rasguños y manotazos... La bestia verde lo mataba... Lo mataba. Estaba prohibido succionar el placer de esa mujer... Él pasó la línea, iba a morir si no le quitaban de encima tanta violencia... Violencia...

Sencillamente abrió los ojos. No hubo sobresaltos, ni respingos. La reja estaba enfrente y la oscuridad a sus flancos. La piedra de cantera escurría con una repugnante humedad oscura y brillante, como si miles de alientos soplaran en las paredes, untándolas con su vaho. El techo era un mero asomo de concreto salpicado de sombras y el piso un manchón gris, rayado en claroscuras proyecciones de los barrotes. El foco del pasillo menguaba las sombras y las alargaba en los amarillos ajenos del bajo voltaje. Supuso que el sueño era una reminiscencia del deseo que tuvo por la doctora Rossel, su colaboradora, y que no pudo desahogar por una muralla de moralidad interna que se levantó. Atalaya amorosa y cruel que daba vueltas en su pensamiento con la castigadora verde.

Escuchó los pasos e imaginó cómo el policía de atrás seguía la enorme espalda del inspector Sóctrates Casaroli, viendo su chamarra pobre y gorro de orejeras. Era el mismo hombre que había llegado a su laboratorio a hacerle preguntas. Reconocía sus pisadas; así se escucharon por el corredor de su casa esa misma mañana cuando llegó con la orden de aprensión. Inolvidables, pese al zapateo de sus acompañantes. Caminaban firmes por el pasillo, bajo el foco triste, en aquel socavón húmedo. Los vio llegar. El policía que iba delante sacó la llave y abrió. Entró y abrazó sus muñecas con metal, las fijó a los barrotes del camastro y salió.

-No encuentro un nombre -dijo el investigador del ministerio público-, para usted.

-Me llamo Frido Guisot, si le sirve de algo -dijo sentado en el camastro, recargado en el muro, entre la penumbra.

-¡Cínico! ¡Monstruo! -metió las manos en los bolsillos de la chamarra y compartió la oscuridad que les impedía ver sus rostros-. Estuve en su museo, es asqueroso. ¡Bestia! ¡No tienes miedo de Dios!... Espero que lo tengas de los hombres... ¡No me veas así, con ojos de inocente fingido! Voy a hacer que grites clemencia, que me pidas la muerte... ¿Me tienes miedo?... ¿Por qué? Yo no soy el diablo... El diablo eres tú. Lo que hiciste con tu esposa y con tu hijo... Sólo un demonio lo pudo hacer -dio unos pasos atrás para pensar sus argumentos y prosiguió-. Quisiste ser inteligente con tu cuartada... Idiota, llamar denunciando la desaparición de tu mujer y tu niño... Actuaste muy bien cuando te retractarte y dijiste que sencillamente te habían abandonado... Demente. Según tu fue porque ya no se toleraban...

El prisionero habló apenas moviendo los labios.

-Yo amo a mi mujer... No es la primera vez que se va. Solía regresar al día siguiente. Se arrepentía por las discusiones, clásico... y yo también. Hace dos días recurrí a la policía porque habían pasado tres sin tener noticias. Yo la amo...

-Y, ¿a qué otra?...

Los labios del doctor Frido Guisot hicieron un arco que contuvo. Sócrates Casaroli prosiguió:

-Los pleitos conyugales siempre tienen por inicio otra mujer... u otro hombre.

Los ojos hundidos y en marcados con oscuros redondeles lo fulminaron.

-Mi mujer me era fiel.

-Podemos suponerlo. No hay evidencias. Pero vengo de hablar con tu ayudante o colaboradora. Se queja de que la acosabas.

-¡No es cierto! -pensó un segundo-. No niego que me gustaba. Tampoco que soñé en hacerla mi amante... Pero no sucedió. Ni siquiera me insinué.

-Tu moral -la exhalación seca de Sóctrates Casaroli lo golpeó-. No podías acercarte a la doctora Rossel, porque tu moral te decía que era incorrecto. Si no tuvieras esposa e hijo sería más fácil. Por eso los mataste y los convertiste en las horrorosas momias que guardas en tu laboratorio...

-¡Yo no los maté! -se puso de pie. Las cadenas y esposas le impidieron rodear el cuello de buey del investigador.

-Momias... horrendas momias de cascajo.

-¡La plastilación es un arte!

El ruido crepitante de las esposas en los tubos llamó a los guardias. Se asomaron. No vieron peligro y permanecieron atentos.

-¿Arte? ¿Despellejar un cuerpo humano, arrancarle las tripas con las manos y endurecerlo en posiciones obscenas?...

-¡Nada es obsceno, sino su propio pensamiento!

-Supongamos que sí. Pero... ¿no es más obsceno y desviado desmembrar hombres? ¿Cómo lo haces? ¿Con qué valor?

-Todas las piezas que están en mi galería son cuerpos. Muertos que en vida donaron sus restos a la ciencia. Los quiere ver como hombres vivos. ¿Sabe para qué sirven? Para dar clases a los alumnos de medicina. Sí, les quito la piel y dejó los músculos desnudos. A veces sólo necesito los de las piernas y descarno a ese hombre, quitó los tendones, arterias, órganos, pellejo, músculos y nervios dejando su esqueleto pelón, excepto las piernas -miraba a Sóctrates Casaroli como queriendo experimentar con su cuerpo-. A veces dejo los ojos en el cráneo. Sólo dos ojos carnosos entre tanto hueso, fijos, inertes, velados. Los músculos de las piernas se agitan como gelatina, cuando muevo el cuerpo. Arranco la piel, como si quitara una camisa. ¡Así, un corte en medio y desnúdalo! -quiso hacer el movimiento pero sus manos estaban enmudecidas-. Bájale los pantalones de cuero. Fácil. Corren rápido produciendo un sonido como el del cartón mojado -dio la inflexión correcta a sus palabras con el objeto de fastidiar al investigador con sensaciones d asco y horror-. Luego saco del tórax los pulmones, el corazón, el estómago, las tripas, el hígado, el vaso y el páncreas... Cargo con mis brazos el esqueleto, con la carne colgante y fresca, y lo arrojo a la tina de material hirviente. Dejó que se empape, lo debo sostener con unas tenazas, porque la tina metálica es profunda. Hay que ser cuidadoso, como si bañara un bebé. Necesito la ayuda de otra persona para sacarlo. Sale más pesado, aunque sólo estuvo unos segundos en el plastilador. Luego de que lo extraigo, tengo unos segundos para envarillarlo, antes de que seque y se eche a perder todo el trabajo. Le doy la posición que quiero. Ya la tengo planeada. Siempre hago un boceto y una pequeña escultura de arcilla para guiar la obra con la rapidez que necesito. Hay que sostenerlo de todos los puntos, desde las falanges, hasta la coronilla. Mis manos juegan entre las costillas aún enrojecidas y la cavidad torácica. No parece ser un hombre... Al secar, los músculos, nervios, arterias y órganos conservan su color real. La doctora Circe Rossel se dedica a quitar los pedazos sobrantes para exponer los músculos y nervios deseados. Un trabajo meticuloso... Yo superviso lo que ella hace minuciosamente. No puede haber errores o todo se irá a la basura.

Sóctrates se suena la nariz, conteniendo una involuntaria contracción.

-Hay dos momias en tu sala de exposición. Una mujer y un niño como de doce años... ¿No tenía tu hijo esa edad? Su abdomen fue cercenado en forma de cuadro y ese fragmento extraído, como un cubo, está como flotando frente al agujero, ayudado con... una varilla. Eres un enfermo.

-Esa escultura tiene cinco años en mi galería. ¡Idiota! -sus gritos volaron por el laberinto de mazmorras-. ¡Yo no los maté, yo no los maté!

-Los inmortalizaste en tus esculturas herculanas, pompéyicas -cacareó con una risa-. Te pudrirás en prisión.

-¡Yo no los maté!

Pasos sordos llegaron a la reja. Un joven flaco, con placa y pistola arribó pidiendo hablar con el inspector. Frido vio salir al espaldón. Parecía hablar en silencio con el mensajero. Recibió ciertos papeles amarillos y despidió al muchacho. Su rostro cambió, se aflojó, no sostuvo más la aguerrida tensión que logro ver Frido a oscuras. Se frotó el sudor bajo la nariz y fue directo a él, con cuerpo pesado. Guardó el papel y las manos en la chamarra y luego tomó aire. Frido Guisot sospechó de esas inflexiones. La obviedad le dio una conclusión.

-¿En dónde los encontraron? -se anticipó el prisionero.

-En su auto. Desbarrancados... Murieron.

-... Los pensé desaparecidos, los pensé huidos, pensé muchas cosas... Sólo era cosa de que la ruleta se detuviera -a horcajadas se derrumbó-. Un accidente...

Sóctrates Casaroli sacó un cigarro y lo encendió. Al exhalar habló recuperado su agresividad.

-No fue accidente.

-Me culpará de eso también... -los amarres de acero lastimaron sus muñecas al manotear y sacudieron los barrotes que oprimían.

-Sólo cambio mi teoría y entiendo tu verdadera cuartada. Todo cambia, excepto el que quisieras deshacerte de tu mujer. Ya déjate de lágrimas vulgares. Los peritos encontraron restos de piel, semen y cabellos en tu mujer... Estaba muerta por estrangulamiento antes de caer el coche al precipicio. Creo que el niño no.

El temblor creció en las vibrantes manos aferradas y los ojos inyectados de plasma querían saltar.

-Piensa en su retorcida imaginación que yo mismo violé a mi mujer y, luego de matarla, la coloqué en el auto junto con mi hijo y los arrojé a un desfiladero... ¿Cómo haría yo algo así!

-Fríamente, como descuartizas tus cadáveres. Para corroborarlo ya los peritos pidieron que comparáramos los restos de piel, semen y cabello con los tuyos... Por favor.

Dos Enfermeros entraron a la jaula. Blancos, profanos, ensombrecidos, enguantados. Los vio venir lento, muy despacio, como la muerte, con agujas e instrumentos. Uno de ellos le dio un basillo de plástico. Supo lo que le pedía.

-No lo puedo hacer.

El otro sacó el torniquete, desnudó el brazo de su cochambrosa camisa. La aguja, como un brillante colmillo de narval, se hundió en la vena y extrajo la sangre. Sóctrates parecía disfrutar aquello. Lo desnudaron en busca de rasguños. Encontraron sangre en el cuello y una línea enrojecida. Rasparon con un cristal, cuales barberos sanguinarios. Arrancaron sus cabellos y le hicieron imprimir las marcas de sus dientes en un plástico suave. Recordó cuando fue pasante de medicina; en la morgue del Estado hacían eso con las personas que agredían a mordidas y luego comparaban las marcas con las que tenían las víctimas. Los de blanco se fueron y languidecieron con el foco amarillo.

-El cuello, me lo lastimaron los policías que me detuvieron.

El espaldón fumó y giró su cuerpo de gorila con los ojos inmóviles hacia la puerta. Al mismo tiempo uno de los guardias entró para liberar sus brazos.

-Qué pases pesadillas -se burló Sóctrates y salió expirando bocanadas de humo. Se detuvo, esperó a que la reja fuera asegurada y le arrojó el vaso para la muestra de semen.

El cautivo Guisot miró el recipiente que cayó al piso, recordó la mancha verde de su sueño y volvió a repetir su falsa experiencia. Murió sin morir. El miedo lo envolvió, entró por sus oídos, por su nariz por su boca y le chupó la sangre, dejándolo pálido, traslucido, del verdadero color de la carne. Sintió como se quedaba sin vida, se esfumaba de la realidad, todo se nubló.

Despertó sin abrir lo ojos pues ya los tenía abiertos. Vio que allí estaba la reja abierta, la luz color mierda y la doctora Rossel de pie, con el foco a sus espaldas, siendo acariciada por la luminescencia que delineaba su cuerpo como un toque de ángel. Reconoció sus formas apretadas por el vestido. Estaba cerca, pero no mucho, como si un muro le cerrara el paso.

-Tuvieron que esposarte para dejarme entrar.

-He estado pensando -su voz se inclinaba hacia el lado del delirio-... en un nuevo modelo para plastificar. ¡Atlas sosteniendo al mundo! Será magnífico. No tenemos una pieza que muestre todos los músculos del cuerpo humano. Imagínalo en la parte amplia de la sala, junto al aparato digestivo que sale del hueco estomacal, en ese rincón, a la izquierda la las venas y arterias endurecidas del modelo del sistema circulatorio, a la derecha de la Venus, la de los grandes pechos abiertos como flores con sus glándulas ramificadas y llenas de leche. Allí, en ese hueco del pasillo, en pose de fornido guerrero, levantando la vista hacia el peso que sostiene y sus dedos muy abiertos, sujetando el globo en América y Australia. Las piernas abiertas en compás y fleccionadas... Músculos y más músculos...

-Supe lo que ocurrió con Elizabeth y... ¿Te sientes bien?

-Me siento inocente.

-¿Por qué tan optimista?. Espero que te sientas valiente.

Desabrochó el saco y lo retiró de su cuerpo lentamente. Luego desembarazó un par de botones de su camisa, donde guardaba el substancioso bulto de aquellos pechos desconocidos. Separó las telas despacio y dejó ver el encaje firme que hacía saltar sus redondeces, que temblaban involuntariamente. Se arrodilló y tomó la cara sudorosa, la pasó por su pecho, dejando que las feromonas actuaran. La hizo viajar por su cuello, sus cabellos rojos y le besó los labios succionando con fuerza.

-Dios -Frido se aterró y gimió con desahucio-. Sigo en la pesadilla... Puedes convertirte cuando quieras. Pero mátame de verdad. Mátame y Mátame. No me dejes hecho un muerto en vida.

Sócrates fue alcanzado en el pasillo por el delgaducho oficial. Las celdas, una tras otra, en el estrecho pasadizo, formaban una colección de barrotes tan enorme que el mismo inspector sufría de hastío. El punto de fuga donde brotaban paredes, piso y techo, se perdía en un manchón oscuro. Nuevamente recibió un papel y el mensajero desapareció. Caviló mientras leía. A su mente llegó la imagen de Frido Guisot, su monstruo. No había duda, el tipo era culpable, todo era cuestión de tiempo. Tantos casos similares le daban la enorme seguridad con la que señalaba y juzgaba apuntando con su dedo. Trató de abrir aquel sobre al andar; pensaba solamente que confirmaría lo que ya era obvio. Las líneas letradas entraron por sus ojos y contucionaron su cerebro. Se detuvo a pocos pasos de su destino. Leyó rápido y levantó la vista. No necesitaba saber más. Apretó el paso y se abalanzó a las rejas.

Las manos dóciles eran rasguñadoras, castigadoras. Frido no podía obligarse a disfrutar lo que siempre quiso. No así. Los labios femeninos se deslizaban por todo el rostro, comían, succionaban enrojecían la piel. Las temblorosas piernas apretaban y su caderas se movían buscando algo; mientras otra mano, exploradora, intentaba bajar el cierre de los pantalones.

-Felicidades -tronó la voz de Sóctrates Casaroli en el pasillo.

La doctora se retiró y recuperó su saco, queriendo que no se notara su fiebre.

-¡Inspector Sóctrates! -por primera vez el reo sonrió, pesado e irónico-. Viene a atormentarme. Nunca había aparecido en mis pesadillas.

Sócrates rebasó a la doctora que se componía junto al muro sudado.

-Todo cambia, macabro doctor. Encontramos que los restos de piel y cabello no corresponden con los suyos. El semen no podemos saber de quien es, pues... -observó el recipiente en el piso.

-Es mío, amigo -confesó Frido Guisot-. Véame feo y con horror. Lo merece. Yo, señor, aunque tenía mis problemas con Elizabeth, todas las noches le hacía el amor. Y ella se dejaba, muy seria y muda... Odiaba todo de mi menos aquello. El día en que desapareció -su risilla descubrió un asomo de locura-, tuvimos sexo por la mañana.

Un rechinido de dientes provino de la oscuridad, donde las formas de la doctora se parapetaban en un rincón, temblorosas.

-Qué le ocurre, señora -Sóctrates uso su tono acusador-. ¿Celos? ¿Desesperada porque notaba que su jefe se derretía por poseerla? Se le notaba, ¿verdad? Sin duda. Pero era cobarde. Su familia lo detenía. Y a usted le gustaba... le gustaba ser deseada. Sus fantasías fueron imposibles, pero latían con los asomos lujuriosos del doctor Guisot. En su impotencia, cuando fui a entrevistarla, señaló al doctor como un desquiciado acosador sexual. Lo acusaba de lo que no podía obtener. Vaya conclusiones que me ha dado su visita. Sentía celos de la esposa, ocupaba el lugar que usted deseaba.

-Qué quiere decir -la mujer salió de las sombras abrazándose, con voz grave. Luego soltó los brazos para tomar un postura arrogante -¡Explíquese o cállese!.

-Los restos de piel, pertenecen a una persona blanca, como usted, las marcas de mordidas eran pequeñas, como de mujer -la doctora le dio la espalda en ese momento y vio al sometido Frido-... y usted tiene una delicada boquita. Pero los cabellos me han sacado de la duda. Están teñidos... tienen un tinte rojo, rojo hirviente como los suyos.

Los ojos de Circe Rossel, brillantes como los amarillos ojos felinos de la castigadora, pero color ámbar como los focos de la prisión, se fijaron en los del reo que comenzaba a temblar. La delicada mano, con rojas y brillantes uñas, levantó la falda y de allí sacó un objeto. Dio media vuelta, alzó el brazo y dos puntas volátiles y chispeantes, con finos y largos cables metálicos, brotaron para hundirse en el pecho del inspector. La descarga eléctrica lo sacudió, se tragó la lengua y cayó entre boqueos y convulsiones.

La doctora Rossel arrancó los dardos hilados del cuerpo inanimado. Guardó su arma eléctrica. Frido sintió que el alma se le escapaba por los poros. Estaba ante el monstruo de sus pesadillas. Sin conversiones. Habitaba en la subjetividad que sólo su inconsciente pudo reconocer en sueños.

-Pensé que habías terminado la relación con tu mujer. Idiota; pensabas en mi mientras te la cogías a ella... Pude esperar a que salieras por falta de cargos -pasó del enojo al arrebato-. Pero ya no quiero. Te deseo y me vas a tomar ahora, antes que tenga que olvidarte para siempre.

Se arrancó la falda de un tirón y se montó sobre Frido, quien sintiéndose violentado como por los verdes tentáculos de la castigadora, le mordió un hombro hasta que sus dientes se juntaron. Se retiró entre arañazos, bofetadas y gritos. La navaja salió de su pecho y brilló con la luz deprimida que se reflejaba en cebo de las paredes. Destelló con el amarillo y buscó el cuello, como un depredador, como un justiciero y encontró la roca cuando el disparo le destrozó la cabeza del húmero. La clavícula salió por el agujero y todo su ser se estrelló sobre Frido.

Sóctrates Casaroli había perdido el color. El revolver oscilaba en la mano sin fuerza, mientras con la otra sujetaba su pecho. Abrió los ojos con estupor al tiempo que se tensaba y el brazo se desplomó sin más energía, abatido por el dolor. Los policías llegaron en su auxilio y chocaron con la esa escena.

La libertad de Frido Guisot estaba en sus cadenas. Opresoras libertadoras. Merecían las gracias él que comenzó a rezar con su espumosa boca.

La última visión que Frido Guisot tuvo de aquella celda, fue la de los paramédicos llevando por el pasillo amarillo a Sócrates Casaroli, aplicándole oxigeno. Los fieles agentes seguían a la camilla que precedía a la de la doctora Circe, alentándolo.

Amar a la castigadora en el anfiteatro dejó de recurrir en sus sueños. La masa verde se fue. No atacó. Tampoco amo. Ya no podía desear a la doctora Circe Rossel. Una vaga visión lo sacudió. La deseada salía de su claustro acolchonado y lo llamaba. Aún le temía. Él sólo deseaba su propio arte, su ingenuo arte. A ese si lo amaba. Lo habitaba, estaba poseído por este. Plastificar, crear con cuerpos que despellejaba sin asustarse, era su vida.

El anfiteatro de la morgue, muy conocido para él, tenía un nuevo huésped.

-Paro cardíaco. Tenía muy buen cuerpo. -dijo el forense con los papeles en la mano.

-¿Dañaron músculos con la autopsia?

-Procuramos no hacerlo, como usted lo pidió. Están completos, aunque la línea alba tiene una incisión.

-Podré repararlo. ¿Están en orden sus papeles?

-Sí. Donó su cuerpo a la ciencia. Aquí está el acta, el formulario y el permiso para disponer de él.

-Debo reconocer que es un cuerpo espléndido, bien formado. Es una lástima.

-Todo está firmado y usted fue el primero en reclamarlo. ¿Lo llevamos a donde siempre?

-Por favor y que sea pronto, no quiero que se descomponga.

-¿Nombre del embarque?

-Atlas... No, no me haga caso. Póngale su nombre real.

-Sóctrates Casaroli.

Y el forense lo escribió en una tarjeta.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ene/03