Bebé Rogelio
Carlos Sariñana
Llevaba casi tres años viviendo en el fondo de la fosa. Aberrantemente, su pequeño cuerpecito había encontrado sustento en los trozos de materia fecal que se deslizaban por el complejo laberinto de tuberías oxidadas y que iban a parar al pozo, arrastrados por una cascada de agua sucia.
En una ocasión tuvo la suerte de hallar entre el excremento los restos de un par de pececillos dorados que habían nadado alguna vez en la pecera de alguna familia feliz. Llevaban apenas un día de muertos, pero el ácido úrico que se acumulaba en el suelo y que flotaba en el encerrado ambiente aceleraba el proceso de descomposición. Sin embargo, las pútridas mascotas recibieron una calurosa bienvenida por parte del paladar del niño; su sabor fue un agradable cambio gastronómico.
Y así pasaban los días.
Los sentidos iban adaptándose al lugar. Mientras su olfato se acostumbraba al fuerte y agrio olor de los desechos acumulados, los ojos se le iban atrofiando gradualmente. A sus pies apenas podía distinguir a los gusanos que salían de entre el fango como los delgados dedos de algún cadáver a medio enterrar, y que mordisqueaban con voracidad las bolas de papel higiénico que flotaban en los mares de agua y orina para luego tirarse a descansar sobre las islas de hongo y moho.
De vez en cuando volteaba su mirada hacia arriba con la esperanza de captar aunque fuera un rayo de luz, pero lo único que encontraba era el techo de concreto que le vomitaba por su hocico de cobre el alimento que lo mantenía con vida.
Su cuerpo embarnecía y se fortalecía con el desecho regurgitado; su cerebro crecía con el odio. Imaginaba con ansia el día en que podría salir de su actual prisión.
Entonces se vengaría.
Mataría al hombre que ayudó a darle vida, y a la mujer que lo rechazó abortándolo en la taza del escusado.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/01