Que si el sol estaba alto
Mauricio León Valle
Que si el sol estaba alto o bajo, o si las palomas revoloteaban o se habían ido a alguna otra plaza en busca de nuevos horizontes, eso es irrelevante en la historia.
Podría narrar cómo el hombre caminaba por San Marcos añorando los besos de la mujer, derramando lágrimas por todos lados, casi gritando que volviera, que lo perdonara, que las cosas cambiarían -pero, vamos, nadie se pone a gritar en una plaza pública y menos en un país que no es el de uno; o bien, podría describir el último encuentro de esta pareja, de cómo se gritonearon, se besuquearon y se volvieron a gritonear, de la bofetada que le propinó ella y las cuatro mesas del café que destrozó él en la rabieta. Gritos -claro, a una persona sí se le grita, sobre todo en un idioma que no entienden los locales -, lágrimas, amenazas, manoteos y todas esas cosas que, en estos casos, se dan entre hombres y mujeres.
Podría describir las ganas que le entraron a él de arrojarse al agua, dejarse llevar por la corriente y terminar en algún lugar de los Balcanes, pero a fin de cuentas sólo fueron deseos y no lo hizo porque nadie hace esas cosas.
La historia es sencilla, y, en realidad, contar que si ella se sintió devastada por la separación y se enfrascó en una relación con un gondolero turco poseedor de un arma de calibre descomunal por puro despecho es inútil, porque resulta que esto no cambia nada, pues el hombre seguía dando paseos físicos en San marcos y oníricos en las entrañas de ella, porque soñar no cuesta nada ni hace diferencia alguna a las mañanas en que ella se quedaba en la cama hasta que el sol -nuevamente - staba alto en el cielo.
Que si él caminaba entre palomas y ella dormía entre turcos es igual.
Ellos -simplemente- se dejaron porque así lo hacen los hombres y las mujeres.
Venecia no tuvo la culpa.
