El Vecino
David Olguín
El hombre común, vestido con un pulcro traje oscuro y un suéter con cuello de tortuga, declara asombrado: ¿Qué les puedo decir? Vivo desde hace cuarenta años en el mismo edificio y jamás había visto algo así...
Siempre he sido afecto a la gente tranquila y correcta. Así eran mis vecinos. En las juntas de condóminos, que por lo general desatan pasiones, nosotros, por el contrario, terminábamos brindando con rompope y contando chistes... decorosos, para nada vulgares. Hay edificios donde impera la discordia, gritos y majaderías, la ley de -perdonen el uso del vocablo- joda al vecino, como dicen los patanes -nuevamente disculpen el uso de ese tipo de terminajos. Vamos, no me espanto ante las desviaciones inherentes a la convivencia humana, pero yo soy una persona que busca en la cordialidad una coraza ante la desventura. Lo pueden notar en mis modales, ¿verdad? A pesar de lo sucedido, contengo mi ira como buen cristiano que sabe perdonar... Señoras y señores, mis modales son mi orgullo y los adquirí desde pequeño. Fui un niño ejemplar. Aquí crecí, soy honorable y por eso lo repito: jamás, nunca, ni en sueños notamos algo que pudiera anunciar los lamentables acontecimientos que han cubierto de oprobio a nuestro edificio y, ante todo, a un servidor... Estoy sorprendido; no me explico cómo pudo ocurrir algo así... De veras, nos rodeaba tanta paz... no sé, tanta que siento el deber de expresar que ellos eran el alma del edificio: gente buena, atenta... A mi mamá -yo vivo con mi anciana madre- siempre le cedían el paso, le ragalaban flores y la más joven de las hijas del Pastor, una muchacha que obedecía al hermoso nombre de Nadir, con frecuencia le ofrecía dulces típicos de su tierra -los famosos Milkiway que tanta maledicencia han desatado en la ciudad. Nosotros somos católicos y al descubrir que ellos eran evangelistas, preferimos -educadamente, por supuesto- retirarles el habla. Pero los adornaba tal gentileza que despertaron en mi madre un espíritu de tolerancia nunca antes visto. Venían de Chattanooga, Tennessee; oirlos hablar su español cuatrapeado era una delicia. Además, no pasaba un día sin que demostraran ser exageradamente caritativos y, vaya, cómo decirles, gente normal, como uno, como ustedes, así nada más, normal pero sumándole a ello una educación pulida y buenas costumbres a toda prueba... Mi mamá y yo sabemos de eso porque, con toda la humildad del caso, soy una de las personas mejor educadas de la ciudad y todo se lo debo a mi santita. No sólo en términos cívicos o académicos -soy maestro de Humanismo en la Universidad La Salle-, sino en principios morales. Soy célibe -y no me avergüenza confesarlo. Como dice mi querida madre: "tienes un tesorito que te dará intereses de virtud al paso de los años"... Los Campbells, así se apellidaban, recibían a mucha gente en su casa y eso nos inquietó. ¿Cómo lo supimos? Mi madre y yo tenemos, desde siempre y por razones de seguridad, la costumbre de asomarnos por la mirilla de la puerta cada vez que alguien sube o baja la escalera. También nuestras ventanas están perfectamente situadas para supervisar los cuatro departamentos del edificio. No me malentiendan. Lejos estamos de interferir en la vida privada de los demás -salvo que el buen consejo y la mejor intención lo requieran-, pero como somos, respectivamente, presidenta y tesorero de la junta de condóminos, sentimos el deber moral de velar por todos y cada uno de los aspectos materiales y espirituales del edificio. Por eso afirmo que nunca nos dimos cuenta de algo que rebasara los límites de la decencia. En aquel entonces, sólo nos intrigaba tanto movimiento de gente en el departamento del Buen Pastor, de modo que mi madre me conminó a investigar. Siendo un asunto de capital importancia, actué de inmedito. Primero subí subrepticiamente a la azotea para observar, durante un mes y a distintas horas del día, las actividades en su departamento. Los vi orar alrededor de la mesa antes de tomar sus sagrados alimentos. Vi a las guapas hijas comentar la Biblia durante horas con su madre que, a pesar de rayar los cincuenta años, tenía el rostro de una virgen. Durante varias noches, por más que acerqué un largo tubo al que amarré un amplificador, jamás pude detectar en mis audífonos el menor ruido relativo a la vida sexual de la pareja o a la de los hijos e hijas en soledad. Es más, pensé que Nadir, púber en edad de merecer, estaría más propensa a tentaciones de esa índole y pude, a pesar de mi afán, comprobar el error de mi suposición. Inclusive descubrí que dormía con un ropón negro y cubierta desde el cuello hasta los talones. ¡Toda la familia era la castidad misma! "Alabado sea Dios", me dije entonces sin saber todavía las sorpresas que depara la vida... Me inventé, por otra parte, una actividad que me permitió llevar a fondo mi investigación: retocar con pintura el barandal de la escalera. Me detuve, con especial cuidado, en el de su piso. Pronto pude constatar algo que inundó mis ojos de lágrimas y me hizo recordar aquel viejo himno de mis mocedades: "Lasallistas, fieles Lasallistas, combatid por vuestro ideal; sea la base de vuestras conquistas una sólida liga fraternal". Los visitantes, "la misteriosa y malévola gente" -como en un principio mi madre y yo pensamos- eran seres humanos de clase humilde que entraban sin nada al departamento del Pastor y salían, veinte minutos después, con una bolsa de súper que contenía una lata de sardinas, dos kilos de arroz, leche en polvo y una lata de chiles. ¡Qué admirable! Estaba frente a una obra piadosa conservada en el más estricto anonimato. Ni siquiera el Movimiento de Acción Social de la fraternidad es tan reservado en su afán de predicar la ayuda desinteresada. "¡Dios mío, y son evangelistas!", me dije con júbilo ecuménico... Después de una semana de observaciones minuciosas -revisé hasta su basura-, pude afirmar que sólo había visto una rareza: de día, en el cuarto de Nadir, tenían montado un telescopio. Los hombres de la familia, encabezados por el Pastor, observaban el cielo de cuando en cuando y luego se reunían en la mesa para consultar la Biblia. "¡Horas de estudio y devoción!", pensé. "¡Qué gente tan buena!" Una semana después, cuando le rendí el informe a mi madre, hasta ella quedó sorprendida. Mi santita suele ser muy mal pensada, pero ante una prueba de piedad tan contundente, jamás volvimos a sospechar. ¡No cabe duda que la ingenuidad rondaba nuestras almas! Y si ahora resulta que los Campbells eran unos locos fúricos y que mi madre y yo nunca nos dimos cuenta de algo, sólo se puede atribuir a la hipocrecía, la más miserable de las miserias humanas. ¿Quién se iba a imaginar que gente tan noble se suicidaría colectivamente? ¿Quién, a ver, quién tira la primera piedra? Nadie, ¿verdad? Yo pensaba, por ejemplo, que el telescopio los hacía sentir más cerca de Dios. ¡Qué craso error! ¿Cuándo iba yo a pensar que esperaban el aerolito que anunciaría la nueva Era, la del Jaguar, según ha salido a la luz como parte de su macabra filosofía? ¿Quién se hubiera imaginado que el asqueroso Pastor, cuyo sueño era fundar la nueva raza divina antes de su partida, inseminaba a las gatitas y albañiles que entraban al departamento? ¡Y todo a cambio de unas cuantas monedas y una pobre despensa! ¡Herencia infame! Pobres diablos que se ven orillados al pecado por falta de medios y de moral... Yo soy una persona casta. Ni en sueños he pensado en aberraciones, sodomías, incestos, cruzas de hijo contra madre o padre contra hija como las que, al parecer, se imputan a los Campbells. Y mucho menos me hubiera imaginado que el Buen Pastor agarraba parejo: inseminación para todos. Hijos, hijas, esposa, criadas y albañiles... ¿Tanto horror entre gente normal, conocedora de la palabra de Dios? Yo jamás he tenido pesadillas. Mi sueño es sereno y limpio: pastizales y corderos, por lo general. Les juro que nunca escuché los gritos, ni los aullidos de las víctimas, como me acusan los infectos vecinos del 401. Desgraciados... en cuanto llegó la policía sacaron el cobre y traicionaron a la presidencia de la junta de condóminos. ¡Monedas falsas! Cuán versallescas parecen ahora aquellas tardes de rompope y humor. ¡Hipócritas y mil veces hipócritas! "Pregúntenle a Los Espiones; ellos deben saber", así se expresaron de nosotros. "Los tenemos bien checaditos: saben todo, como la policía". ¡Sabandijas puercas...! Yo se los juro, de veras... jamás escuché ningún descuartizamiento. El cuarto de Nadir estaba arriba del mío, en el 301. No saben cuántas noches de insomnio pasé mirando al techo. Nunca oí nada. Lo juro. Toda esa parte del drama me parece el pésimo guión de una mala película... ¿serruchos, sierras motorizadas, mutilaciones y sadismos inconfesables? ¡Fantasías amarillistas! Digo, si fueran ciertos tales crímenes, nos hubiera llegado el olor, ¿no? La infeliz matrona del 401 dice que no olí la descomposición porque a eso huele mi madre... Paciencia católica, Dios mío... La cretina se atrevió a decir a los judiciales que ha visto varias veces, por la mirilla, -¡vieja espiona!-, que mi madre se orina en los calzones... Perdonen, esto sí me rebasa... (Llora). Segun ella, tocineta miserable, a eso se debía mi olfato permanentemente enrarecido. ¡Raza de víboras! (Pausa). En todo caso, si es real tanto crimen, yo lo afirmo una y otra vez: ni mi madre ni yo, aunque hayan encontrado en nuestro departamento el equipo de audífonos y cámaras, nos enteramos de algo. Es más, el día que la portera dio aviso a la policía, cuando salieron, además de los Campbells, los cadáveres de cuarenta, ¡cuarenta -paso a creer-!, cuarenta personas, mi mami y yo estábamos en el Parque México. Así que a mí muy poco me consta. ¿Tantos cadáveres de un departamentito de ochenta metros cuadrados? Digo, puede ser, pero que se los crea su abuela. ¿Y Nadir, la casta Nadir? Los medios ahora propagan que era una ramera redomada. Según ellos, metía a su cuarto a cargadores y a todo peatón que se le cruzara por la calle prometiéndoles abluciones y albricias. ¡Mentes corruptas e infectas hasta el tuétano! Se atrevieron a publicitar que la muchacha conservaba las lubricidades de sus amantes en un cáliz consagrado. ¿Se lo imaginan? ¿Creen capaz de eso a un ángel de dieciséis años? ¡Eso sí que yo, por lo menos yo, no lo puedo creer! ¡Todavía tengo algo de fe en la humanidad! Ella era casta... Se los juro. La espié hasta el cansancio y jamás vi algo. Las acusaciones de mis vecinos son repugnantes... eso de que yo, "El Espión", me enchufé por ambos lados en una orgía, es la acusación más infame que me pueden hacer. Nadir me encantaba... yo no puedo ver a una mujer ni en pintura -salvo a mi santita-, pero con ella me entusiasmé castamente porque era un ángel. Soñaba en convertirla al catolicismo. ¿No creen que si yo hubiera sabido que se metía con cualquiera, ahí mismo, en un dos por tres, hubiera trocado la más notable de mis virtudes con tal de yacer un ratito en su rosa inaccesible? ¡Lenguas bífidas! "Los de la sopa", como también les decíamos mi mami y yo a los Campbells, se suicidaron por seguir uno más de los fundamentalismos, milenarismos y demás errores que aquejan al espíritu contemporáneo. Daban la impresión de ser normales... como usted y como yo. ¿Cuándo me iba a imaginar que Nadir era la hermana chiquita del Pastor y que el desgraciado santón la profanaba? Ah, pero eso sí, todos como jauría a señalarme: "pregúntenle al Espión, sáquenle la sopa al voyeur". ¡Bien se mira el tipo de películas cuatro equis que frecuentan! Voyeur yo... ¡miserables! Y lo peor, el colmo de la infamia, una atrocidad urdida por los medios sensacionalistas, una burda trama monetaria y amoral es aquello de que mi madre, mi santita, mi venerada mami, fue víctima de las vejaciones. "¡Viejita violada!", decía el periódico de ayer. "¡Cabecita blanca, sacerdotisa de la secta!", el de antier. "¡La abuelita le atoraba!", el de hoy. "¡Dulcesitos satánicos!", el vespertino. ¡Qué canallada! ¡Un truco publicitario! ¿Droga en los dulces típicos? ¿Participación en rituales mientras el pobre hijo daba leccioncitas de Humanismo? ¡Falsarios! Los Campbells fueron victimas de su propio fanatismo, pero dudo que hayan sido criminales y, mucho menos, que Nadir drogara a mi Cabecita de algodón para involucrarla en sus orgías. Eso de que "la ruca" fue víctima de los walpurgis de una Semíramis, comprueba la degradación y el amarillismo de los otrora honorables comunicadores. Y aquello de que los dulces típicos, los mentados Milkiways, además de droga, estaban bañados en lubricidades de hombre, fruto de la perversión de Nadir, es la peor porquería que se haya dicho en la historia del periodismo. ¡Qué manera de ganar dinero y arruinar una reputación! ¡Qué viva muestra de que los Campbells, desventurados suicidas, desastrados orates, eran unos santos inocentes comparados con los siniestros mercachifles de la prensa y la televisión! Ante este loco mundo, esta ferocidad humana de fin de siglo, no me queda más que decir unas palabras que, desde pequeño, me enseñó mi pobre madre profanada y que ella, a través de mi persona, manda a los medios como su divisa ante la adversidad: "Per aspera ad astra et semper fidelis!"
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Mar/01