El año de Rubén Martínez

Ernesto Murguía

Mira, no sé si te acuerdes. Todo empezó la temporada 94-95. El año en que los Lagartos de Piedras Verdes fueron finalistas. El año de Rubén Martínez.

Le decían el Turbo por su manera de desbordar por la banda. Era tan rápido y habilidoso que algunos comentaristas le llamaron también el "Maradona" mexicano. No sé si sería para tanto; lo único que puedo decirte es que fue el mejor futbolista contra el que he jugado en mi vida.

¿Te molesta si pido una cerveza?

Poco después de terminado el torneo se anunció su salida de los Lagartos. Aunque se supone que la transferencia del Turbo estaba arreglada -toda la gente del medio sabíamos que los Borregos Rojos de Jalisco, ciudad donde nació Martínez, ya habían soltado un billete-, a la mera hora resultó ser el Club Continental quien se quedó con su carta. Nadie supo cómo le hicieron, pero dicen que hasta el mismo Martínez se enteró del movimiento por la televisión. Y cuando lo hizo puso el grito en el cielo.

Al otro día declaró que prefería dejar de jugar un año antes de vestir la camiseta del Continental. Alegó que los futbolistas no eran objetos ni mercancías, pero a mí se me hace que lo que más le dolió fue que, a pesar de ser un fanático del equipo, los Borregos lo traicionaran y lo vendieran al que se supone era su peor enemigo.

Después de eso se armó un relajo: que si lo soltaban, que si no lo soltaban, que si dejaba de jugar. Hasta la FIFA tuvo que intervenir. Al final, como la bronca era contra el Club Continental, éstos dijeron: "Bueno, si no quiere jugar con nosotros no hay problema. Estamos en la mejor disposición de llegar a un acuerdo con Martínez y ayudarlo a fichar con el equipo que más le convenga."

Dos días después resultó que lo habían vendido a los Coralillos de Peña Pobre, equipo que estaba quebrado y con un pie en la Segunda División. A los dueños de su carta no les importaba perder una buena lana con tal de desquitarse del Turbo.

Todos estábamos seguros de que Rubén iba a tener que doblar las manos, pero en una conferencia de prensa declaró que nunca se había sentido más contento y que iba a poner su máximo esfuerzo para que los Coralillos lograran el título.

-¿El título? -preguntaron extrañados los reporteros. El Peña Pobre estaba en el último lugar de la tabla, quince puntos abajo de los Jaguares, mi nuevo equipo. Pensar en esos momentos en el título era lo mismo que creer que había mujeres encueradas jugando futbol en Marte.

El Turbo sonrió. Más tarde, en las noticias, varios periodistas dieron a entender que estaba loco. Algunos hasta soberbio y vanidoso lo llamaron. Muy pronto se tuvieron que tragar sus palabras.

Oye, ahorita ando medio corto de lana. ¿Me disparas otra chela?

Aunque parezca increíble, de la mano de Rubén Martínez los Coralillos tuvieron el mejor inicio de temporada que habían tenido en su historia: ¡Ganaron seis juegos al hilo y no perdieron el invicto hasta la jornada trece! Nadie podía creer lo que estaba pasando. Todos los jugadores, supuestos cartuchos quemados, estaban jugando como en sus mejores tiempos. Era como si la magia de Rubén hubiera embrujado al equipo.

Obvio que, jugando así, no sólo no tardaron en rebasarnos, sino que estuvieron varias semanas en el superliderato. Si no hubiera sido porque el Turbo se resintió de una vieja lesión en la rodilla y tuvo que descansar tres partidos, seguro quedan en el primer lugar general. De cualquier forma, el equipo de Peña Pobre fue el primer clasificado de su grupo y el segundo del torneo, únicamente abajo del Club Continental.

Así, mientras en la última jornada nosotros nos salvamos del descenso de puro milagro -terminó yéndose el Unión Ejidal, que tuvo una temporada infame-, los Coralillos se prepararon para empezar la liguilla.

En las eliminatorias, el Peña Pobre dejó fuera a las Panteras de Querétaro, al Real Mérida y al Deportivo Santa Fe. Ya para nadie era una sorpresa que el equipo les estuviera pegando a los grandes: habían demostrado tener los tamaños para ser campeones. Para colmo, en el partido por el campeonato iban a enfrentar nada menos que al Club Continental, el superlíder de la competencia y primer favorito.

¡Imagínate! Hubo hasta golpes en la taquilla a la hora de comprar los boletos, y no encontrabas a nadie que no estuviera pendiente del partido. El Club Continental llevaba ya diecinueve años sin ganar el título, y la afición, los jugadores, los directivos, y por supuesto, los cronistas vendidos de la televisión, ya se hacían con la corona.

El partido de ida quedó empatado a dos goles y todo iba a decidirse en el partido de vuelta, en el estadio del Continental. Se supone que los locales saltaron a la cancha como favoritos. Sin embargo, los de Peña Pobre dieron el partido de su vida. Todos jugaron por nota, pero el que se robó la noche fue Rubén Martínez: anotó dos goles y dio los pases para otros dos. Como dicen, lo bonito del futbol es que siempre te da revanchas, y la del Turbo fue de lo más dulce: el marcador final fue un contundente 4-1 y los Coralillos se alzaron campeones.

¿Algo más fuerte? Bueno, para mí una cuba campechana está bien.

Al empezar la siguiente temporada a todos nos sorprendió que Rubén se quedara otro año con los Coralillos. Si en el torneo anterior su carta se cotizaba alto, ahora estaba por las nubes. Dicen que hasta el gobierno del estado cooperó con una lana para que los dueños del equipo le llegaran al precio, aunque claro, esto nunca se demostró.

Mientras el Turbo estaba en el mejor momento de su carrera, yo firmé un contrato de risa por una temporada más con los Jaguares. Y no creas que te digo esto por ardido. Aunque tuve buenos momentos, siempre me faltó suerte. Quizás las cosas habrían cambiado si alguna vez hubiera llegado a un equipo grande, pero lo dudo. Para entonces llevaba más de doce años de profesional, que no son cualquier cosa, y nunca fui un jugador modelo. Ya sabes cómo es esto: te empiezan a caer algunos pesos, te deslumbra la lana y crees que mujeres, vino y amigos van a durar para siempre. Luego vienen los descalabros y... bueno, a esas alturas de mi carrera debo decirte que las piernas ya no me respondían como antes, y que yo mismo sentía que el tren ya se me había ido.

Una tarde venía llegando a mi casa cuando dos tipos de traje y muy arreglados se acercaron a mí diciendo que querían hablar conmigo para proponerme un negocio. Entramos a una de las fondas de la cuadra y me explicaron que algunas personas -no mencionaron quiénes, pero ni falta hacía- estaban muy molestas por la forma en que se les habían dado las cosas el último año. Sentían que la culpa era de Rubén Martínez y pensaban darle una lección. Nosotros recibíamos a los Coralillos en dos semanas y querían que, después del partido, Rubén no volviera a jugar en mucho, muchísimo tiempo.

Yo había escuchado rumores de casos así, pero creía que eran puros cuentos. Ahora, con los dos tipos de traje frente a mí, no sabía qué pensar. No voy a decirte que yo era el futbolista mejor intencionado de la liga: a lo largo de mi carrera, muchas veces me pasé de la raya a la hora de meter la pierna. Pero de plano, lastimar a un jugador a la mala, era algo que nunca se me había ocurrido.

Estuve a punto de mandarlos al demonio, pero cuando me hicieron la oferta me quedé con los ojos cuadrados: ¡era más de lo que yo había ganado en los últimos tres años! Para entonces, aparte del alcohol, también le estaba entrando a la coca, y el dinero ya no me alcanzaba. Si no hubiera sido por eso...

Me les quedé viendo sin saber qué contestarles. Los tipos dijeron que me tomara mi tiempo para pensarlo, y que ellos se pondrían en contacto. Luego salieron de la fonda.

Todo el fin de semana estuve dándole vueltas al asunto: por un lado, necesitaba la plata; por el otro, estaban Rubén Martínez y el juego. Si aceptaba la oferta nunca más podría volver al futbol. Con la suspensión y la fama de carnicero que me esperaban, no iban a querer jugar conmigo ni mis cuates de la colonia.

No tomé la decisión sino hasta el lunes siguiente. Al final de la práctica el entrenador se acercó a mí y me dijo que como ya no entraba en sus planes iba a mandarme a la filial de tercera división. La noticia me dejó helado. Le pedí que me aguantara, que todavía me quedaba mucho por darle al equipo. Él me ofreció una última oportunidad: para demostrarle que aún podía jugar como en mis buenos tiempos iba a entrar desde el principio en el siguiente juego. El partido contra los Coralillos de Peña Pobre.

-No vayas a defraudarme -dijo antes de entrar a los vestidores. No sé, no quiero embarrar a nadie, pero hubo algo en su voz que me hizo pensar que no se refería precisamente a mi rendimiento en el campo.

Esa misma noche recibí la llamada de uno de los tipos de traje y le dije que aceptaba. Unas horas más tarde se estacionó una camioneta frente a mi casa y me entregaron el dinero.

No quiero abusar ni nada, pero... ¿puedo pedir otra cubita?

Cuando llegó el partido, el estadio estaba hasta el tope. Lo que sea de cada quien los Coralillos, con Rubén Martínez, se habían vuelto un imán de taquilla. El público se amontonaba en las tribunas para ver de cerca al Turbo, sin saber que ese día iban a ser testigos de su último partido.

El primer tiempo se me fue como agua. Yo había pensado en dejar pasar los primeros veinte o veinticinco minutos, en lo que se calentaba el juego, para empezar a cazarlo, pero después no tuve ninguna oportunidad. Cuando empezó el segundo tiempo el plan era que si las cosas se ponían difíciles o no encontraba el momento adecuado, me hacía el desentendido y regresaba la lana. Sin embargo, no tuve que esperar ni cinco minutos: en un rebote el balón quedó dividido a media cancha y el Turbo y yo le entramos con todo al taponazo. Cuando escuché que la pierna de Rubén hizo ¡crack!, supe que todo había terminado.

Los dos quedamos tirados en el piso. Entraron las asistencias de ambos equipos, y después de unos minutos se llevaron a Rubén en una camilla. Lo que pasó a continuación es lo más extraño que me ha sucedido.

Luego del encontronazo, fingí que estaba lesionado y que no podía moverme. La verdad es que sí me había llevado un buen golpe, pero nada del otro mundo. Cuando retiraron al Turbo me levanté cojeando, ayudado por el doctor y el masajista. Al ver que me incorporaba el árbitro se acercó corriendo. Ya me lo presentía: casi podía verlo sacando la tarjeta roja, mandando mi carrera a la chingada. No obstante, cuando estuvo frente a mí se me quedó viendo... ¡y me preguntó cómo estaba! No hubo tarjetas ni reclamaciones. Nada. Salí del campo, y como se supone que no podía seguir, se hizo el cambio y fui llevado directo a los vestidores. Yo creía que sólo era cuestión de minutos para que todo el mundo se diera cuenta de lo que había hecho, y que de un momento a otro, miles de personas iban a romper la puerta tratando de lincharme. Sin embargo, nadie entró y el doctor siguió revisándome. Una vez que hubo terminado, regresó a la cancha. Me quedé solo, pensando en Rubén Martínez, tirado en el pasto, con la pierna como de trapo.

Terminó el partido y los jugadores regresaron sonriendo. Habíamos ganado 1-0. Nos bañamos, nos vestimos y salimos del estadio. Afuera, varios periodistas me estaban esperando. Intentaron entrevistarme, pero yo bajé la cabeza y no quise contestarles. Antes de irme me pareció escuchar algunos comentarios a mis espaldas; preferí no hacerles caso. Llegué a mi casa, agarré una botella de tequila, me encerré en mi cuarto y me quedé allí, contando una y otra vez el dinero que me habían pagado y poniéndome hasta las madre. Ni siquiera tuve el valor de ver la grabación del partido.

Al otro día, la noticia ocupó la primera plana de los periódicos: Rubén "el Turbo" Martínez, el "Maradona" mexicano, había sufrido ruptura de meniscos. Aunque no lo comentaban abiertamente, todo el mundo sabíamos que su carrera estaba acabada. Después de la operación, con suerte, paciencia y unos cuantos meses de terapia, quizá pudiera volver a caminar normalmente. En cuanto al futbol, ni hablar: la única manera de que Rubén volviera a meter otro gol, era en sueños.

A pesar de que mencionaban mi nombre, los periodistas no me culpaban de nada. Algunos incluso insistían en señalar lo afortunado que era. Como de plano, no entendía lo que pasaba, decidí ver por fin la repetición del partido. Entonces lo comprendí todo.

La escena era dramática. En las diferentes repeticiones uno podía observar en cámara lenta cómo el Turbo y yo íbamos por el balón, y aunque lo de Rubén era grave, se veía que cuando nuestras piernas chocaban era la mía la que se doblaba de manera más aparatosa. Viendo esa imagen, cualquiera hubiera pensado que el lesionado había sido yo. Era un milagro que no lo fuera.

En ese momento supe que nadie me iba a reclamar nada, y que no tenía de qué preocuparme.

¿Otra ronda? Pues nos la echamos, ¡chingue a su madre!

Para pararme el cuello con la prensa y no dejar ni sombra de duda de mi buena voluntad, dos días después fui al hospital a visitar al Turbo. Nunca lo hubiera hecho. Al pobre ya le habían dado la noticia y desde entonces no había querido hablar con nadie. Pensé que a mí tampoco iba a recibirme, pero cuando Martínez se enteró de que yo estaba allí, quiso verme de inmediato. Entré a su cuarto y lo encontré acostado, con la pierna enyesada colgada de unas correas. Por más que había tratado de hacerme a la idea, al contemplar a Rubén así, derrotado, con el futuro roto igual que su pierna, sentí que algo se me partía por dentro. Él debe haberse dado cuenta de esto, porque se me quedó viendo, se enderezó lo más que pudo y dijo:

-No te sientas mal, Robles...fue un accidente. Me tocó a mí, pero tú también estuviste a punto de fregarte. Dios te dio la oportunidad de seguir jugando, y a mí...

No pudo continuar. Se echó para atrás, con la mirada fija en el techo. Yo me acerqué a él y en ese momento quise contarle todo: que no fue un accidente, que unos tipos me habían pagado, que yo era el culpable de que él ya nunca pudiera volver a patear un balón. Te juro que hubiera dado todo lo que tenía, cualquier cosa, con tal que Rubén se recuperara. No me importaban ni el dinero ni el futbol ni las drogas ni nada. Lo único que quería era que se levantara y volviera a jugar como antes. Pero era imposible. Me apoyé en su pecho y empecé a llorar. Parecía como si las lágrimas no se me fueran a acabar nunca.

No sé cuánto tiempo estuve así. Cuando me levanté me di cuenta que él también había estado llorando. Lo peor fue que, a pesar de no decir ni una sola palabra, pude ver en sus ojos que me perdonaba.

Ni siquiera alcancé a despedirme. Salí de ahí lo más rápido posible y volví a encerrarme en mi casa. Estuve más de tres semanas poniéndome hasta la madre. Cuando por fin me presenté a los entrenamientos, mis compañeros se acercaron a darme su apoyo y se ofrecieron a ayudarme en lo que necesitara.

Después de eso entré a jugar en dos o tres partidos, pero era obvio que ya no la armaba. Había perdido la fuerza y las ganas de seguir jugando. La gente del medio pensó que era por el trauma. La verdad es que ya no me importaba nada. Mi carrera, al igual que la del Turbo, había terminado.

Me retiré antes de que acabara el torneo y me dediqué a gastarme el dinero y tratar de olvidarlo todo. No fue tan difícil, al menos en lo que a noticias se refiere. Si al principio aparecía uno que otro reportaje sobre Martínez, después de un tiempo no se volvió a mencionar el asunto. Nadie supo ni qué había hecho ni a dónde había ido.

Eso pasó hace cuatro años. Aunque nunca más he vuelto a ver un partido en mi vida, me enteré de que esa misma temporada el Club Continental por fin salió campeón. Para lo que me interesaba.

Desde entonces he andado de aquí para allá, tomando con los cuates y metiéndome de todo. A veces, cuando estoy muy pasado, me acuerdo de Rubén, desbordando por la banda, como sólo él sabía hacerlo. Entonces hago todo lo posible por olvidarlo, por pensar en otras cosas, pero no siempre puedo...

¿Que si quiero otra copa? Claro que sí. Todas las del mundo, mi buen... Todas las del mundo...


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Jul/05
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