Servicios profesionales

Eric Uribares

 

Los daños que Flavio Capelo había hecho a otro ser vivo se contaban con los dedos de una mano y, ninguno, iba más allá de la legítima defensa contra algún perro de vecindad. Si aquel día llamó al Servicio de Homicidas Profesionales fue por la curiosidad que le provocaron los avisos de ocasión que ofrecían el servicio de matones expertos como cualquier otro clasificado.

De inmediato descolgó el auricular y marcó sin pensarlo dos veces. Tras un par de tonos, Flavio se puso en contacto con una voz afable de contestador automático.

“Está usted hablando al Servicio de Homicidas Profesionales s.a. de c.v. Si desea conocer nuestras opciones de ejecución, marque uno; si quiere conocer tarifas, marque dos; si necesita hablar con uno de nuestros ejecutivos, espere en la línea”.

Prefirió la primera opción.

“Si desea encargar un trabajo debido a rencillas personales, marque uno; si quiere deshacerse de su cónyuge, marque dos; para homicidios con violencia extrema y tortura, marque tres; si desea escuchar más opciones, marque cero y uno de nuestros ejecutivos hablará con usted”.

En esta ocasión, Capelo se mostró dubitativo y, por un momento, sopesó la idea de colgar. Sin embargo, al ver a su alrededor, algo en la humedad de las paredes, en la melancólica sombra que reflejaba el sofá o, tal vez, saber que quizás aquella fuera la última oportunidad de usar el teléfono antes del inevitable corte del servicio por falta de pago, lo invitó a seguir adelante.

Eligió conocer más opciones.

Un hombre que Flavio imaginó como todo menos un sicario, tomó el auricular.

—Está usted hablando con Erre Uno, ejecutivo del Servicio de Homicidas Profesionales s.a. de c.v. ¿Con quién tengo el gusto?

—Con Flavio Capelo.

—Muy bien, señor Capelo, en qué puedo servirle.

—No estoy muy seguro… —titubeó Flavio y, al hacerlo, se sintió estúpido.

—Bien, señor Capelo, entiendo que esto no es fácil, pero tiene que saber usted que está hablando a un servicio profesional que garantiza seguridad, confidencialidad y múltiples opciones para ajustarnos a sus necesidades. ¿Cuénteme a quién le gustaría… desaparecer?

—No sé.

—Vamos, señor Capelo, todos tenemos a alguien que quisiéramos saber muerto. ¿Su padre, novia, hermana, algún compañero de trabajo incómodo?

Al escuchar aquello, Flavio barajó un sin fin de posibilidades y se dio cuenta que no conocía a nadie lo suficiente como para odiarlo. Además, sería una sensible baja para su lastimado bolsillo matar a alguien sólo por experimentar.

—Verá, sucede que no tengo mucho dinero…

—Ese no es problema, señor Capelo, tenemos planes de financiamiento, meses sin intereses, aceptamos escrituras o papeles del auto.

Flavio volvió a pensar las cosas detenidamente.

—Mmm… mire, me quedé sin empleo, mis tarjetas están saturadas y la casa hipotecada.

—¡Ah!, ya entiendo, señor Capelo, es usted uno de esos pobres diablos que esperan que nosotros hagamos el trabajo que su falta de valor les impide.

—No entiendo.

—Señor Capelo, entre nosotros no hay secretos, usted quiere suicidarse pero no se atreve, y desea que nosotros le echemos una mano. ¿Es eso, señor Capelo? No se preocupe, esa opción cada día es más común entre nuestros clientes. Además tiene varias ventajas como, por ejemplo, sus familiares no se sentirán avergonzados por ello: amanecer muerto causa menor incomodidad que el suicidio. Y bien, señor Capelo, ¿hacemos negocio?

—Ya le dije que no tengo dinero —contestó Flavio inmediatamente.

El ejecutivo le explicó entonces que debido a las características de los clientes que solicitaban el servicio en aquella modalidad, el pago por el trabajo era distinto. En esos casos, el cliente daba su consentimiento para que, momentos después de la ejecución, el departamento de “limpieza” del servicio se llevara el cuerpo para despojarlo de los órganos que fueran susceptibles de tráfico en el mercado negro y, de esa forma, se saldaba el encargo.

—¿Hacemos negocio, señor Capelo?

—No sé. ¿Qué me garantiza su profesionalismo? Hay muchos flavios Capelo en esta ciudad, ¿cómo sé que no se equivocarán? No quiero matar a nadie inocente. No quiero morir de forma tortuosa.

El ejecutivo explicó que tenían una poderosa red de sicarios profesionales en todas partes del mundo, de todas las edades, clase social y profesión.

—Le garantizo, señor Capelo, que somos una empresa de profesionales. Nunca fallamos. Con respecto a su nombre, es cierto que según nuestros registros en este país hay más de mil ochocientos flavios Capelo, pero nos es suficiente con una breve descripción del físico y la fecha de nacimiento para garantizar el trabajo en 48 horas máximo. Además, en recompensa a su miserable vida, y por qué no, también hay que decirlo, esperando que la mayoría de sus órganos se conserven en buen estado, le proporcionaremos una muerte nada violenta. En estos casos trabajamos para hacerlo morir, digamos… con dignidad y, si se puede, incluso nos esforzamos por hacerlo sentir feliz. ¿Hacemos negocio, señor Capelo?

Y fue entonces cuando Flavio dejó escapar un “sí” gutural que le salió del pecho y avanzó lastimeramente por toda su humanidad, se atoró un par de veces en la garganta y se escuchó por el auricular.

—¡Muy bien, lo felicito señor Capelo! Usted ya es parte de nuestro selecto grupo de clientes. Tomaré sus datos y le explicaré algunos detalles del procedimiento.

El ejecutivo anotó la fecha de nacimiento de Flavio, seguida de la descripción proporcionada por Capelo: calvo, un poco obeso y viste trajes baratos sin corbata.

—¿Algo más, señor Capelo?

—No.

—Fue un placer hacer negocios con usted, señor Capelo, y no se preocupe, cumpliremos con nuestra labor, sin torturas y con dignidad. Buenas noches.

Tras dar las gracias, Flavio colgó el auricular y, sin más, bebió una botella de vino barato y durmió profundamente.

Cuando abrió los ojos se encontró de lleno con un sol que traspasaba las cortinas y pegaba en las paredes. Su primer pensamiento fue el recuerdo de la noche anterior e, instantáneamente, un escalofrío le recorrió la nuca. De inmediato tomó el periódico y buscó el anunció del Servicio de Homicidas Profesionales. Descolgó el auricular, esperando que el teléfono aún estuviera en servicio. Sintió un alivio al escuchar el tono. Marcó rápido y nervioso. Al igual que la primera vez, escuchó el contestador automático, pero en esta ocasión oprimió la tecla para hablar con el ejecutivo.

—Buenas tardes, habla Ese Ocho, Ejecutivo del Servicio de Homicidas Profesionales, ¿Con quién tengo el gusto?

—Soy Flavio Capelo, ayer contraté el servicio, quisiera hablar con Erre Uno.

—Lo siento, pero Erre Uno no trabaja hoy, ¿En qué puedo servirle?

—Verá, quisiera cancelar el servicio.

El ejecutivo pidió a Flavio aguardar unos segundos mientras buscaba los datos en la computadora.

—Lo siento, señor Capelo, pero han pasado varias horas desde que solicitó nuestros servicios y, de acuerdo al manual de procedimiento, la orden está dada.

—Usted no entiende, yo no mandé matar a nadie extraño, sino a mí mismo, y hoy amanecí creyendo que no es buena idea.

—No se preocupe, señor Capelo, eso es muy común, cuando sentimos la muerte de cerca creemos que aún vale la pena vivir; si quiere puedo ponerle en la línea a uno de nuestros asesores experto en tanatología para que lo ayude a sobrellevar el momento, o bien, a uno de nuestros psicólogos para que en breve terapia le recuerde lo pusilánime que ha sido su vida.

—Nada de eso, yo simplemente no quiero morir.

—En ese caso, señor Capelo, temo que nada podemos hacer. Nuestros servicios son tan exactos y profesionales que, en estos momentos, seguramente está siendo rastreado por uno de los sicarios. Más aún, no me extrañaría que antes de terminar esta llamada usted haya dejado de existir.

—Eso no puede ser posible, no tienen derecho…

Flavio fue interrumpido de manera abrupta pero en tono afable.

—Si gusta lo puedo poner en línea con la Procuraduría del Consumidor para que interponga una queja, pero temo que la burocracia de esa institución es tan ajena a nuestros procedimientos y operatividad que, seguramente, nosotros seremos más rápidos. Permítame.

Flavio dejó de escuchar al ejecutivo y sus oídos se llenaron de una alegre melodía de conmutador. Segundos después contestó un operador de la Procuraduría. Al escuchar aquello, Capelo no quiso saber más y colgó.

Sin pensarlo, corrió hacia la puerta de entrada y colocó el seguro a los cerrojos. Hizo lo mismo con las ventanas, bajó las cortinas, tomó un cuchillo de cocina y corrió a esconderse en el clóset.

Ahí, entre sacos y pantalones, Flavio analizó la situación y, una vez más, se sintió estúpido. Barajó las posibilidades de su defensa y supo que, agazapado en ese lugar, sería un blanco fácil si el homicida lograba entrar a casa. Corrió de nueva cuenta a la cocina y amarró el cuchillo a una escoba, a manera de jabalina; colocó un sillón frente a la puerta de entrada y se preparó para apuñalar al primer sujeto que cruzara el umbral.

Tras varios minutos, una vez más sintió que aquel no era un buen sitio para organizar su defensa. Decidió aventajar al homicida, espiándolo desde la ventana que daba a la calle. Con el dedo índice corrió un extremo de la cortina y prefirió esperar ahí hasta que apareciera el sospechoso.

Esperó un tiempo que a Capelo le parecieron horas y, cuando la desesperación estaba llegando a su límite, una camioneta de vidrios polarizados se estacionó frente a su casa. Flavio decidió esperar a que ellos dieran el primer paso, pero durante algún tiempo nada sucedió. Por un momento descartó que aquel fuera un vehículo de homicidas. Pensó que no podían ser tan obvios; los sicarios profesionales deberían operar de forma distinta, tal vez fueran francotiradores, o lo intentarían envenenar en algún restaurante, o estropearle los frenos del auto, o hacer que se enamorara de una linda chica que acabara con él justo después del encuentro íntimo. Pero no tan obvios.

Y apenas se consolaba con esta idea, de la camioneta bajó un hombre robusto y, sin más, descargó una ráfaga de metralleta sobre uno de sus vecinos. En cuestión de segundos la víctima cayó al suelo y el homicida subió a la camioneta y se marchó.

Capelo observó todo y permaneció inmóvil frente a su ventana. Su vecino yacía en el suelo, perforado por una cantidad de tiros que resultaba imposible enumerar. La sangre se expandía por el asfalto y los transeúntes que se topaban con el cadáver seguían de frente como si nada sucediera.

Pasaron las horas y el cadáver continuaba intacto hasta que la aventurada mordida de un perro terminó con la calma. Y tras la primera mordida, Flavio fue testigo de un amontonamiento de perros que desmembraban el cadáver y se batían en feroz duelo por las partes suculentas.

Capelo supo entonces que estaba ante unos profesionales y que nada de lo que él hiciera podría salvarlo. Se imaginó un enorme canino comiéndole las entrañas ante la indiferencia de la gente. Y decidió que él no podría morir así, y en un arrebato de dignidad, supo lo que tenía qué hacer.

Cuando analizaba la manera menos dolorosa de morir, otra camioneta se estacionó frente a su casa. El vehículo era parecido al anterior. Flavio supuso que era su turno. Decidió abrir las llaves del gas; de esa manera, pensó, el primer tiro del homicida sería la tumba para los dos y ningún perro comería sus entrañas.

Durante varias horas Capelo esperó con interés que algún sicario bajara del auto. Durante ese tiempo, el olor a gas impregnó cada rincón de la casa. Flavio tosía cada vez con mayor intensidad y sus párpados caían contra su voluntad.

La camioneta seguía en el mismo sitio. De pronto, Flavio sintió la garganta cerrada y un mareo inesperado lo tumbó al suelo. Por algunos instantes, mientras intentaba incorporarse, una esperanza iluminó su rostro: ¿y si por algún error asesinaron a su vecino en lugar de acabar con él? Se propuso entonces cerrar la llave del gas y comenzó a arrastrarse de forma lastimera en un intento desesperado por lograrlo. Durante el trayecto, escuchó un rechinar de llantas y supo que la camioneta se había marchado. Sí, se equivocaron, pensó Flavio Capelo e inmediatamente esbozó una sonrisa antes de desvanecerse a medio camino.

 

 

Este cuento pertenece al libro Ladrón de dinosaurios publicado por Ficticia Editorial y está disponible en la Librería.


Otro cuento de: Cárcel    Otro cuento de: Nota Roja  
   
 Sobre Eric Uribares    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 27/Sep/12