Dos galenos

Para Verónica Ochoa

Gerardo Martínez

Enrique se asomó a la ventana y lo vio parado tras la reja. Creyéndolo un nuevo paciente suspendió su desayuno para recibirlo como en el consultorio. El desconocido se presentó como el doctor Cecilio Mendoza, originario de Tenabo y vecino de san José desde hacía más de veinte años. Como muchos del rumbo era de estatura baja, agravada por un cuerpo redondo y un bigote a la vieja usanza, traía un sombrero de fieltro en la mano derecha y un sobre amarillo bajo el otro brazo. Enrique notó en su saludo un titubeo que revelaba nerviosismo; al principio no entendió sus intenciones. Después de varios minutos y bajo los modales indecisos pero sinceros lo descubrió tan común a todos los hombres de por ahí que podía pasar por uno de los tantos pescadores del pueblo. Hasta las nueve, hora en que llegó el primer paciente, hablaron de la vida profesional, de la carencia de trabajo y de cuanto pueden conversar dos colegas de camadas tan distintas: uno novato, como Enrique, y otro más viejo y experimentado, como el doctor Cecilio. Cuando éste salió del consultorio Enrique no pudo ocultar su alivio, y soltó una breve sonrisa.

Los pacientes entonces no eran muchos y Enrique se daba tiempo para trabajar sin prisas. Les bromeaba y conversaba con ellos. Su trabajo pronto daría frutos, para bien o para mal del único dentista que hasta entonces había atendido en todo el pueblo. La primera vez que Enrique estuvo en San José lo acompañaban otras tres personas. Era sólo un grupo de estudiantes y su estancia fue de paso, una mera coincidencia. No estuvieron más de dos horas, las suficientes para arreglar la avería del auto, cuando decidió establecerse allí. "¿Estás loco?, ¿Quién va a pagar por tu trabajo?" Con burlas y presagios intentaron convencerlo, pero no tardó dos años en estar de vuelta, con mujer en cinta y alarmante cantidad de maletas de todos los tamaños. Tenía lo justo para no morirse de hambre en los primeros meses. A tres cuadras del mercado rentó una pequeña casa y adaptó uno de los cuartos como consultorio. Los pacientes tardaron, aunque Enrique no desesperó. Todas las mañanas tomaba un baño de agua fría, desayunaba y limpiaba el instrumental en espera de la ansiada visita. Una tarde cualquiera, cuando el ánimo apuntaba a la traición, llegó el primer paciente. Ese mismo trajo al segundo y al tercero hasta acumular un número modesto pero constante que alimentaba la agenda y sobre todo el jornal de la joven pareja. Clara, su esposa, tenía entonces cinco meses de embarazo.

El doctor Cecilio no perdía la calma por los rumores de la gente: que el joven llegó para no moverse más de allí, y que lo desplazaría muy pronto de su trono. Él aseguraba que era la experiencia el mejor anzuelo frente a las palabras cizañosa de algunas damas, como las llamaba, y que además esa era la mejor defensa para enfrentar los chismes que todas juntas podían urdir en contra suya. Jamás aparentó la indiferencia. Contra los consejos que le daba su mujer frecuentaba a su colega, platicaban largas horas y en la noche jugaban la habitual partida de dominó en los portales del mercado. Era un hombrecillo amable y sin mayor ambición que la de vivir modestamente del trabajo, y que por la madurez de sus dos hijos no deseaba más que abandonar pronto el oficio para dedicarse a las pasiones que lo dominaban desde hacia algún tiempo: la cría de puercos y la lectura de cuanta revista científica o de divulgación le llegaba por correo. Pero ella, su mujer, reprochaba la supuesta desidia. En las riñas le temblaban sus enormes tetas y sus brazos bofos por los aspavientos y los gritos que la dominaban de sólo pensar en la bonanza del muchacho. Estos ataques de celos la emparentaban con una puerca hambrienta, de la que el doctor Cecilio siempre fue la única víctima.

El negocio del doctor Cecilio fue en picada. Las dos o tres muelas que sacaba por semana se redujeron a una o a ninguna en días enteros. Más que el doctor era su esposa la que se irritaba por el éxito del nuevo consultorio. Él creía que lo de su mujer no pasaba de una fiebre, un berrinche pasajero. Su preocupación vino cunado ella comenzó a acosarlo con mayor empeño, le negaba su lugar en la mesa y escupía en su plato; la ducha y la siesta en la hamaca a la sombra de los nanches, donde leía la correspondencia y sus revistas, estuvieron prohibidas. Así nacía la envidia del doctor Cecilio por el joven dentista.

Una tarde apareció frente a la casa de Enrique, sin sombrero y sin el paquete de correos que lo acompañaban diario. Espió a sus antiguos clientes, que se ocultaban tras los periódicos que minutos antes hojeaban en la sala de espera. El doctor Cecilio gesticulaba insistentemente: parpadeaba el ojo izquierdo y restregaba sus manos sudorosas con el pantalón, volvía la mirada hacia ambos lados de la calle. Se sentía amagado, como si alguien o algo lo vigilara y estuviera por lanzarse sobre de él para romperle la cabeza a golpes.

Dos semanas después, como si nada hubiera ocurrido, el doctor visitó el consultorio de Enrique, otra vez sin el sombrero pero con un paquete de varios sobre amarillos bajo el brazo. Entró al patio sin pedir permiso y tocó a la ventana. Sudaba con soltura a pesar de la mañana fresca con que habían amanecido en San José. Alternaba el peso de su cuerpo de una pierna a otra y mordía sus labios acopiando firmeza. Montañas y montañas de basura, pensó Enrique al ver su carga. El doctor Cecilio no esperó ni cinco minutos de la charla desesperada cuando le espetó:

―΅El negocio va muy mal, doctor! ―Enrique no encontraba el modo de salirse del apuro. Las quejas del doctor se alargaron hasta la llegada del primer paciente, que lo escuchó pedir un favor tan desbocado como previsible en un hombre dispuesto a la humillación por conservar lo suyo:

― ΅No atienda a más de cinco a diario, por favor! ―dijo. Paso seguido le obsequió su colección de una afamada revista que cada mes le llegaba por correo. Enrique leyó los efectos de desesperación en sus ojos. Era el hombre más timorato y sumiso que nunca había conocido. En eso versó su última visita, la más breve de todas. Fue un suspiro final, amargo pero laxante para la vida de Enrique y su mujer.

Los cuidados que su mujer necesitaba fueron el pretexto; así Enrique rebajó su horario, aunque los pacientes no bajaron pues contra su antojo lo buscaban hasta de los pueblos vecinos. Le pedían cuanto estuviera a su alcance para no dejarle descanso. Su colega, al contrario, se mantuvo con las mismas nubes negras, cambió su imagen, lucía barba de varios días y el bigote desaliñado. Cuando Enrique lo encontraba por las calles, el doctor le respondía con una mezcla de temor y de nostalgia, rechazaba su charla y con la cabeza gacha desviaba su camino. Se le vio pronto en la calle, con la ropa hecha jirones y sin un fardo de mudas limpias. Dormía en los portales del mercado, a dos cuadras de la casa de Enrique, que a su vez, desarrolló un sentimiento de culpa que lo acosaba a todas horas. Pasaron los meses y el doctor parecía haber vivido en la calle desde chico. Con los borrachos compartía cobijas y el calor de la amistad, cambió los sobres de revistas por botellas de aguardiente, que entibiaban su pena, lo poquito que podían. Si su mujer lo encontraba en pasillo del mercado lo evadía y saludaba a todos con presteza, con la sonrisa de un orgullo histérico. Cecilio reventaba en llanto y corría a emborracharse en la primera esquina.

Un viernes lo vieron por el consultorio del doctor Enrique. Estaba flaco, con los pantalones sucios, pringosos y tenía los ojos rojos. El recuerdo de lo que fue el doctor Cecilio rondaba por la mente de sus viejos clientes. Muchos se conmovieron, se enfurecieron de ver al hombre, al estimado vecino en la miseria. Llegó cerca de la una de la tarde, rondó el consultorio hasta que finalmente se sentó sobre una piedra, en la misma esquina donde meses antes había espiado a Enrique y sus pacientes. En una mano sujetaba una botella y la golpeaba con el borde de la piedra; el tintineo chillante se expandió por todo el centro del pueblo, y no tardó quien saliera inútilmente a reclamar su escándalo. Entre las siete y las ocho de la noche, cuando el último paciente había salido, rompió la botella en la pared y gritó:

―΅Ya sé dónde estás, Enrique! ¡ Aquí te quiero y te doy tres para que salgas! ―Enrique lo vio por la ventana: era el mismo Cecilio Mendoza Cu, originario de Tenabo y vecino de San José desde hacía veinte años. Enrique tomó su bisturí. «¡Uno!» De un movimiento suave pero enérgico apartó a Clara de la puerta y le brindó una mirada de confianza, aunque era conciente de lo osado de su acto y de lo difícil que serían las consecuencias para Clara de salir perdiendo. «¡Dos!» La botella rota pendía de la mano de Cecilio y Enrique sujetaba su arma, oculta en la bolsa de la bata. Llegó a la rejilla sin palabras para a su colega. De la casa salía una luz que se recortaba con su cuerpo, dejando a oscuras el rostro de Cecilio, que oscilaba el cuerpo por la borrachera.

―ΏQué hay? ―no tenía que ser tan parco para mostrar que se moría de miedo. Eran dos retratos opuestos. Cecilio penduleaba la cabeza, daba un paso para atrás, hacia delante y caería en cualquier momento. Enrique jamás lo habría imaginado tan percudido como lo vio esa noche. Cecilio se acercó arrastrando los pies y con un aliento dulcemente alcohólico eructó en su cara. Y dijo:

― Si quieres no me creas, hijo de la gran puta, pero yo... yo...así como me ves de estúpido por el alcohol me se morir en la raya ―sin soltar la botella cayó de cabeza contra la rejilla. El polvo que levantó la caída se asentó sobre su cuerpo. A paso pronto Enrique volvió el camino al interior de la casa, las piernas le temblaban, llamó a Clara y la apuró a empacar sus cosas, pero los movimientos de ella eran más lentos por el peso del vientre. La besó en la frente y se encerró en el consultorio, quería ocultar su miedo. Pasaron una, dos, tres horas y cerca de la media noche casi todo estaba empacado. Escucharon ruidos en la calle. Enrique se asomó y vio un grupo de gente en torno a Cecilio, que seguía tendido. Habían prendido veladoras y una mujer obesa se abría paso entre la turba. Se lanzó llorando sobre el cuerpo de Cecilio. ¡La botella, el pendejo se enterró la botella!, gritó Enrique tirándose de los cabellos. Estallaron gritos parecidos al júbilo, mentadas de madre y amenazas. ¡¿Dónde está?!, gritaban unos. ¡Qué le importa, coño!, respondían otros. Lo buscaban. Entonces supo que siempre estuvo solo en ese pueblo de mierda. El aprecio que le tenía la gente era mentira, la carnada perfecta para hacerse de favores sin mayor respeto que el propio, de satisfacer el hambre y de joder al prójimo. Los gritos aumentaron, se escuchaban insultos, amenazas, oraciones y plegarias. Varios hombres rodearon la casa, traían palos, machetes y arpones. Sin duda intentaban defender a Enrique de los que se cargaron el cuerpo del doctor Cecilio hasta la plaza, quienes se acercaban decididos e injuriaban a los otros. Las mujeres gritaban. Sintió un deseo muy grande de orinar cuando escuchó el grito de la mujer obesa: ¡A su madre!, gritó, y cayó la primera piedra que desató en Enrique el llanto por la lejanía de los suyos y la estampida de pánico que se volvió contra él en un chorro de agua tibia que le mojaba la entrepierna.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Jul/05
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