Fábula de las dos Anas

Ricardo Martínez Cantú

Hasta su decimosexto cumpleaños, Ana estuvo convencida de que la imagen que aparecía cada vez que ella se asomaba en un espejo era nada menos que la suya propia. Y aunque no se consideraba una persona vanidosa, lo cierto es que no tenía más remedio que reconocer que nunca había visto, en toda su vida, ninguna criatura más hermosa que la que le salía al encuentro cuando se peinaba por las mañanas frente al tocador o cuando se veía reflejada en la fuente de los tritones, ubicada en el centro de la plaza principal, frente a su casa. Cabellos negros con iridiscencias azules y piel morena acanelada; ojos de profundidad abismal, nariz perfectamente simétrica y una boca siempre sonriente... con un pequeño lunar cercano a la comisura izquierda.

En su decimosexto cumpleaños, su padre -que era un hombre de fortuna- hizo venir a un afamado pintor de la capital para que hiciera un retrato de la muchacha. Cuando el cuadro estuvo terminado y Ana lo contempló, lo primero que se le ocurrió fue que el pintor se había confundido. El lunar aparecía del lado derecho, y era evidente que de ese lado no lucía tan bien como a la izquierda. Su padre le hizo darse cuenta de su error. El lunar de Ana -el lunar real- estaba a la derecha, igual que el del cuadro. La imagen del espejo era la que estaba alterada. La muchacha del espejo no era ella en realidad, era anA, y Ana advirtió -con una resentimiento que nunca había experimentado y que le retorció las entrañas- que anA era la más bella de las dos.

Ana conservó el retrato, pero mandó quitar los espejos de la sala. No quería que las visitas -particularmente sus múltiples pretendientes- conocieran su reflejo y advirtieran que poseía la perfección de que ella carecía.

Así fue pasando el tiempo. Meses después conoció a Rodrigo, un joven de buena familia que se sumó al grupo de sus enamorados. Ana estuvo indecisa en aceptar su petición de matrimonio hasta el día que salieron a remar y ella pudo verlo reflejado en las tranquilas aguas del río Santa Lucía. Entonces supo con quien quería casarse. No con Rodrigo, por supuesto; sino con el reflejo de Rodrigo. Y es que aquella media sonrisa hacia la izquierda que Rodrigo tenía, se veía muchísimo mejor hacia la derecha.

Aceptó, pues, casarse con el muchacho, pero puso además en marcha la maquinación que había ideado para matar dos pájaros de un tiro: convertirse en la mujer más hermosa y casarse con el más hermoso de los hombres. Consultó, para ello, una hechicera y así obtuvo el conjuro con el que podría cambiar su lugar por el de anA. Una vez que Ana estuviera dentro de los espejos, cuando anA -en el mundo exterior- contrajera matrimonio con Rodrigo, ella contraería nupcias con el reflejo de Rodrigo. (¡Qué importaba que no pudiera pronunciar su nombre!)

La suplantación se llevó a cabo y al principio todo marchó de maravilla. anA estaba acostumbrada a que Ana la guiara en todo: en sus pensamientos, en sus decisiones y hasta en los mínimos movimientos y gestos que debía ejecutar. Sin embargo, anA comenzó a darse cuenta de que ahora podía pensar por sí misma y, pensando por sí misma, llegó a la conclusión de que no siendo ya una habitante del espejo -sino del mundo real-, no tenía porque seguir subordinada a las decisiones de Ana. Así fue como empezó a actuar por propia voluntad y Ana -como moradora del espejo- no tuvo más remedio que seguirla.

Al principio fueron cosas pequeñas: decisiones sobre el arreglo personal o sobre los lugares elegidos para pasear. Pero luego llegó el momento de las resoluciones trascendentales y anA fue quien se salió con la suya: rompió con Rodrigo -cuya petulante manera de sonreír a medias nunca le inspiró confianza- y aceptó casarse con Tomás. (Según la versión de Ana: salió a la caza de Tomás sin el menor recato.) Tomás no era físicamente muy agraciado -reconocía anA- y no tenía la impresionante genealogía de Rodrigo; pero tampoco tenía sus ideas insustanciales ni sus triviales propósitos de vida. Además, Tomás era simpático y de buenos sentimientos, ¿qué más podía pedirse?

A Ana, entonces, no le quedó otra salida que casarse con el reflejo de Tomás (cuyo nombre tampoco podía pronunciar). Y tras muchos años de afortunado matrimonio, tuvo que reconocer -a regañadientes y no sin que los celos le retorcieran de nuevo las entrañas- que si bien había conseguido ser la más bonita de las dos, anA siempre había sido la más inteligente.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Feb/00