El factor mosquito

Juan Manuel Pizarro

Ambos hombres se encontraban en la última planta de un colegio abandonado. La clase en la que se instalaron era perfecta para la misión que les encomendaron. Situada en la esquina derecha de la fachada principal, les proporcionaba una situación privilegiada, ya que controlaban el cruce de dos de las calles más transitadas del centro de la ciudad. Además, el colegio estaba construido sobre una colina elevada, por lo que disponían de una buena visión de las azoteas y tejados adyacentes. Hasta ese día los resultados fueron inmejorables, y las felicitaciones recibidas, paralelas a dichos resultados. Sin embargo, pasadas ya más de dos semanas de acecho y tensión, las promesas de relevo y descanso, quedaban en eso, en meras promesas.

Era mediodía, y el sol, totalmente ajeno a lo que pudiera suceder a miles de kilómetros por debajo suya, castigaba la ciudad con un calor terrible. Apenas había movimiento. Lo habría a la hora del almuerzo, cuando el hambre acampara en los estómagos de los escondidos, cuando el aire se hiciera irrespirable en los refugios, cuando los ojos reclamaran luz.

La confusión y el desorden eran los síntomas característicos que revelaban la dolencia de la ciudad. Y por supuesto la escasez, convertida, paradójicamente, en el pan de cada día. El caos pasó a formar parte de la rutina, es más; llegó a ser la rutina misma, y por lo tanto, inapreciable, invisible para la conciencia.

Era una realidad evidente para todo el mundo. También para K., el cual, siendo estudiante truncado de medicina, percibía los acontecimientos presentes como consecuencia nefasta de una enfermedad. Toda persona que sufre una guerra posee una teoría acerca de su origen, de los hechos que la desencadenan. Y K., en un intento de hacerse explicable lo absurdo, defendía la suya.

Su única duda, su dolor particular e intransferible, consistía en no saber si la guerra era una enfermedad provocada o natural. La mayoría de las veces se inclinaba por la primera teoría, pero otras, decepcionado e impotente, se veía atrapado por la segunda. Su formación le recordaba que a todo ser vivo le llega su hora, ya sea como consecuencia de la vejez, por simple inadaptabilidad o por decreto trágico de la ley del azar.

En las largas horas de espera y vigilancia éste había sido un tema corriente de conversación. Su compañero respetaba su teoría pero la consideraba un ejercicio intelectual que se distanciaba de la realidad. Para él, la guerra, no era otra cosa que una excusa estupenda para el saqueo y el robo. Nuestros enemigos poseen petróleo o cobre, pues a por ellos, a apoderarnos de su riqueza, puesto que no son merecedores de ella, puesto que son cristianos, musulmanes o terroristas. Esto último, opinaba, era la excusa. El fin perseguido era el dinero, o adoptando una forma inmaterial, como un cheque en blanco, el poder.

-¿Quieres que te dé un consejo?- preguntó B.

-Si se trata de un remedio puedes ahorrártelo. He probado todo lo que está a mi alcance. Que ha sido poco, por cierto. Tenemos armamento suficiente para cargarnos a media población, pero nada, absolutamente nada contra esos insignificantes bichos.

-Al final todo se reduce a matar- dijo B., razonando el comentario-. A estas alturas, si te digo la verdad, no sé si participo en esta mierda por propia convicción u obligado.

-Podrías desertar. Muchos lo han hecho.

-No es tan fácil. Además, ¿a dónde quieres que vaya? Si no me cogen antes, claro.

-Cualquier sitio es mejor que este- dijo K., convencido de sus palabras, pero de acuerdo con su compañero en la dificultad que entrañaba escapar de algo tan absorbente como una guerra-. Y a propósito, no me has dicho todavía en qué consiste tu consejo.

-¡Ah!, sí, el consejo. Pues es muy sencillo; sólo has de controlar la situación y...

-Será mejor que no sigas- le interrumpió K.

-Calla, y escúchame. Debes adueñarte de la situación, como te estaba diciendo, y aislarte de lo que te rodea. Tumbarte, cerrar los ojos y esperar el sueño. Tu problema es que te obsesionas. Si te acuestas pensando en el jodido zumbido del mosquito alrededor de tu oreja, estás perdido. ¿No te das cuenta de que, en realidad, lo que estás haciendo es llamar su atención? Y ya tienes dos mosquitos, el imaginario y el real, que, es cierto, lo más probable es que aterrice en tu cuerpo para zamparse su cena de madrugada. Hazme caso, acuéstate pensando en algo alegre. Te parecerá que no paro de decir estupideces, pero, créeme, el primer paso para conseguir algo es desearlo.

K. quiso contestar a su compañero, decirle que sí, que la voluntad es un medicamento muy eficaz para disipar las fobias, que ese maldito mosquito no conseguiría esa noche que perdiera la paciencia, aunque fuera algo superior a sus fuerzas, pero no tuvo tiempo; la realidad les hizo caer de la órbita filosofal a la que habían ascendido.

Una ráfaga de disparos rompió el silencio de la calurosa mañana. Acto seguido tomaron posición contra los vanos de las ventanas y esperaron unos segundos por si se repetían los disparos. Nada. No se oían gritos, ni carreras. Entonces ambos asomaron la cabeza muy lentamente; un ojo, después el otro, como quien anda de puntillas. La imagen que esperaban ver les era familiar, la de un cuerpo sin vida tirado sobre el asfalto, en esa postura trágica y a la vez ridícula del que muere desprevenido. Se equivocaron.

La cena, como cada noche, le dejó a K. el estómago resentido. El rancho indigerible y siempre escaso era otra causa que acrecentaba su ansiedad. Recordó entonces, de cuando era niño, los comentarios de su madre al respecto: "no, K., no debes comer tanto para la cena, que luego tienes pesadillas". Veintisiete años después, la cena era la pesadilla.

A eso de la medianoche llegó el tan esperado relevo nocturno. Bajaron los dos, taciturnos y cansados, al salón de actos del colegio, el lugar escogido para dormitorio. Apenas hablaron. No había mucho que contarse.

Casi la totalidad del salón estaba ocupado por hileras de camastros. Al no tener conexión con el exterior, era el sitio más seguro del edificio. Al menos estratégicamente, pues ningún rincón de éste, ni siquiera los subterráneos construidos, quedaba fuera del alcance de la artillería pesada.

El camastro de k., sin embargo, disfrutaba de una posición si no afortunada, sí al menos peculiar: la escena. Hasta el pequeño y desvencijado teatro escolar había sido aprovechado para colocar en él más unidades de descanso, como se atrevió a denominarlas un superior de principios, sin duda, burocráticos. Las burlas no tardaron en aparecer.

Tumbado en su unidad de descanso, K. encendió un cigarro para, como de costumbre, convocar la presencia de Morfeo. Pero éste, pensó, debía estar muy ocupado en acunar el sueño de los inocentes, o el de los insensibles. Sentía rabia e incluso envidia de aquéllos que podían dormirse como si no ocurriera nada en el exterior. Por ejemplo B., allí estaba, durmiendo plácidamente. Además estaba el factor mosquito, esa criatura del calor y la humedad, ese animal prehistórico en miniatura. En realidad K. sentía fobia por los insectos. Era un acto de repulsa en el que se mezclaban tanto cuestiones higiénicas como estéticas. Le asqueaba imaginar, amplificando la visión, como ese horrible parásito le inoculaba la trompa y le absorbía la sangre. Por otra parte, ¿qué función natural llevaba a cabo el mosquito, cuál era su utilidad? Sin duda la tendría, pensaba K. ensimismado. Después de todo, hombre y mosquito, en aquéllos momentos, se dedicaban a los mismos asuntos: chupar sangre, derramar sangre, perder sangre.

Pasada media hora se dio comienzo a la función de madrugada. Decididamente Morfeo estaba muy ocupado. Su aparición fue esporádica, casi de compromiso, puesto que no pudo alcanzar el sueño profundo. Se quedó a las puertas, en la duermevela, zarandeado por imágenes difusas y sin sentido.

Algo lo subió a la superficie. Un ruido, un zumbido ligero y monótono, y luego un roce molesto en la mejilla derecha. El otro personaje principal entró en escena: el mosquito. Una veloz y contundente bofetada no causó el efecto deseado. El mosquito pudo sortearla y alejarse de la zona de peligro, como un helicóptero que huye de una emboscada. Pero K. no se dio por vencido, ya se había desbocado. Encendió entonces su linterna para no molestar demasiado a los afortunados durmientes, decidido a encontrarlo costase lo que costase. La trama se desarrollaba con normalidad. Hombre persigue mosquito. Ionesco hubiera deseado escribir esa escena. Absurdo.

La sorpresa le iluminó el rostro. Allí estaba, tras haber realizado un descenso en picado, en un extremo de la almohada. K. no se lo pensó dos veces. Otro manotazo, esta vez acertado, acabó con el conflicto. Hombre mata mosquito.

Volvió a la cama satisfecho de sí mismo, como si se hubiera desnudado por segunda vez. No importaba ya el calor, ni la incertidumbre, ni los ronquidos, ni el mal olor. A los diez minutos ya estaba del otro lado, dormido profundamente.

K. venció a su enemigo. De un manotazo acabó con éste y con el resto de sus compañeros, también con su obsesión. La ley natural se había cumplido. Al menos una de ellas.

A la mañana siguiente, un sol radiante asomando por las colinas que circundaban la ciudad, anunciaba a los hombres otro día más de implacable calor. K. despertó con menos ojeras, con una expresión más clara y saludable, como si hubiera despejado de su rostro una ecuación fatal. Asimismo, sus pensamientos eran diáfanos y positivos, ascendentes como la trayectoria del sol.

Desayunó el café aguado de todos los días y esas galletas que muchos llamaban "balas", ya que presentaban la misma dureza y eran fabricadas en la misma proporción numérica. Le extrañó no ver por los alrededores a B. Luego le dijeron que un superior le había llamado para tratar un asunto, pero que se verían en el sitio y hora acostumbrados.

Cuando se encontraron, B. no estaba de muy buen humor. El asunto a tratar era su traslado a otro sector de la ciudad. Al fin y al cabo, le dijo a K., no iba a cambiar en nada su situación, pero que tendría que adaptarse de nuevo a otro escenario y ello le restaría concentración.

Unos disparos cortaron en seco la charla y se apostaron a ambos lados de la ventana para hacer frente al tiroteo. Pero B. no guardó las debidas precauciones. Confiado, asomó la cabeza. No tuvo tiempo de ver nada. Se oyó otro disparo, y acto seguido, un destello rojo, su cuerpo impulsado hacia atrás, su sangre esparcida.

Todo ocurrió con demasiada velocidad para que K. pudiera asimilarlo. Se arrojó tras su compañero gritando su nombre, pero se convenció al instante de que poco podía hacer por él. La impresión le dejó vacío de pensamientos, enajenado. Sólo uno, curioso y patético, acudió a su mente: no tuvo oportunidad de contarle su historia con el mosquito. No merecía la pena revivir otra vez la misma experiencia. La muerte de su amigo le resultó familiar, demasiado familiar.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/01