Gibraltar 1933

Juan Manuel Pizarro

La madrugada del 18 de junio de 1933, los italianos Lorenzo Grimaldi y Vitorio Pinazzi caminaban hacia el extremo del muelle de la Bland Lines, en donde les esperaba un hidroavión modelo Saunders-Roe Windover. Llegaron a Gibraltar un mes antes, procedentes de la turbia pero deslumbrante Nápoles. Lorenzo, expulsado de la Escuela de Aviación por indisciplina reiterada; Vittorio, hastiado de la mediocridad de los bajos fondos napolitanos, ansioso por ascender al estatus que otorgan la pitillera de plata y el traje de alpaca.

-Vamos vittorio, no te retrases, que ya deben de estar al caer. No comprendo por qué siempre caminas detrás de mí.

-Así me cubro la delantera, Lorenzo. No te enfades. Además, el avión no puede despegar sin nosotros- dijo vittorio, tirando al suelo una colilla consumida hasta las uñas.

El aspecto de ambos era similar al de cualquier trabajador de los astilleros, pero debajo del mono grasiento y de la gorra descolorida se ocultaban los cuerpos de dos individuos con problemas. Apenas les alcanzaría el dinero para una semana más, y comer, para ellos, era secundario, acostumbrados a comer poco, ligero y mal, pero lo que era impensable e inadmisible que ocurriese, era el quedarse sin cuartos para tabaco y cervezas en las tabernas de la Main Street. En cuanto al dueño de la pensión, le darían esquinazo en el momento oportuno. La solución a esta penuria, a esta mala vida aceptada por incompatibilidades con la normal, tenía alas y motor. Si no ocurría ningún imprevisto la suerte de ambos ascendería hasta el cielo abierto, dejando en tierra los aprietos y un lastre de míseras monedas.

El hidroavión les causó una primera impresión favorable. Tenía buen aspecto, salvando algo de corrosión en el encastre de las alas. Lorenzo no había pilotado un hidroavión en su vida, pero imaginó que poca diferencia habría con un avión convencional. Su carácter optimista y osado supliría la falta de experiencia. Vittorio confiaba en él, y además, sólo era un avión. El mismo optimismo que les hermanaba, en su caso a veces se tornaba inconsciencia. En ningún momento se le pasó por la cabeza que la operación pudiera salir mal.

-¿Te quedan cigarros, Lorenzo?

-Sólo tres, y será mejor que los guardemos para más tarde- le contestó éste en un tono neutro, mecánico. Su atención iba dirigida al mar, a la aún inmóvil y somnolienta bahía.

-Pero es ahora cuando necesito un cigarro, no más tarde- insistió Vittorio, tirándole de la manga del mono.

-Pues te aguantas.

Faltaban cinco minutos para que llegara la barca con el cargamento. Lorenzo se impacientaba al mismo ritmo que se encendían las primeras luces de la ciudad. El sol naciente ascendía poco a poco por la ladera opuesta del peñón y ya recortaba su arriscada silueta. En teoría, la noche anterior se ultimaron todos los detalles. El cabecilla de la operación trató en todo momento de tranquilizarles. Era un genovés nacido en Gibraltar, con modales británicos y la apariencia de un andaluz acomodado. A Lorenzo y Vittorio les parecía cómico el italiano que hablaba, un italiano recién sacado del baúl de los bisabuelos, arrugado y con un regusto a alcanfor. Más que hablar, leía en sus recuerdos.

Todo estaba arreglado y no había por qué preocuparse. "¿El hidroavión? Nada, unas deudas con un colega tangerino". Y que no, que nadie les negaría la entrada al muelle, "el dinero es la mejor llave maestra y no hay mordaza que lo iguale". El único inconveniente fue que no quiso desvelar el tipo de carga que iban a transportar. No le dieron excesiva importancia, al fin y al cabo el trabajo de ellos consistía en llevarla hasta Sevilla, en donde les pagarían la otra mitad del dinero pactado.

-Bien, ahí vienen Vittorio, ¡nuestro dinero!- exclamó Lorenzo al ver cómo se acercaba una embarcación a remos.

En pocos minutos ésta recorrió los escasos doscientos metros que separaban el puerto de la boca del muelle. El azul plomizo de la noche se diluía gradualmente. Era hora de despegar. El peñón no contendría por mucho más tiempo la imparable escalada del sol. Muy pronto su luz se derramaría ladera abajo inundando la bahía y entonces las sombras de Lorenzo y Vittorio no valdrían ni una libra esterlina cada una.

Los secuaces del genovés actuaron con celeridad. Vestían como dos pobres marineros, con las boinas caladas hasta los ojos, como buscando un anonimato apresurado, para la ocasión. Uno de ellos abrió el candado oxidado que encadenaba al hidroplano, y el otro, ayudado por Vittorio, metió en el compartimento de carga doce cajas de madera con remaches metálicos.

Lorenzo ya esperaba a los mandos, tenso, con una expresión triunfante en la mirada. Al parecer, había perdido el miedo a ser descubierto, pues, de buenas a primeras, le gritó a Vittorio que montase, y reía, y continuó gritando que de Sevilla volarían hasta la América. Los portadores de las boinas saltaron a la barca, asustados. El italiano se había vuelto loco. "A la América, Vittorio, a la América". Encendió el motor y acto seguido un cigarro para celebrarlo. Vittorio, para hacer realidad ese sueño, le gritó estúpido, que aún les tenían que dar el dinero, y esto fue lo que le dijo a los de las boinas, en castellano, "dinero, dinero", contagiado de la alegría de su amigo, acentuando la sagrada palabra uniendo los diez dedos de las manos. Uno de ellos le entregó a Vittorio un sobre abultado y le recriminó la falta de profesionalidad, y que no le cupiera duda de que iba a dar parte al genovés, y que eran unos italianos de mierda. Ni esto último ni lo anterior lo entendió Vittorio, aunque imaginó el significado por el tono empleado. ¿A qué tanto miedo, si en cien metros a la redonda sólo estaban ellos y los peces? Subió al hidroplano y Lorenzo le dio a fumar la mitad de su pitillo.

El pequeño Saunders, trazando una curva cerrada, se separó del muelle y salió a mar abierto. En ese instante ya eran visibles la ciudad de Algeciras y sus montes. El sol coronaba la cima de la Roca. Cuando el hidroavión alcanzó la velocidad adecuada se levantó de la superficie prendido de espuma, hambriento de aire, como un albatros que sale de caza.

-Manuela, habrá que encender el fuego. Está amaneciendo.

-Sí, Juan, ya me levanto- contestó Manuela aún del otro lado, incorporando a su cuerpo las primeras sensaciones del día; la luz intuida a través de los párpados, la respiración cadenciosa de Juan, la tibieza del colchón de lana...

La habitación en la que despertaron Manuela y Juan tenía forma rectangular pero con las esquinas redondeadas, y sólo dos ventanas diminutas, ojitos de buey, por las que se colaban dos columnas de luz, que venían a confluir casualmente en la palangana de latón. Su altura podía medirse con un bostezo de Juan. Si éste se desperezaba sus dedos alcanzaban el vértice del techo a dos aguas, construido con ramas de enea superpuestas. Las dimensiones de la habitación las imponía en realidad el mobiliario, que no era otro que una cama, un arcón de madera de cerezo, la pieza más fina y lujosa del ajuar de Manuela, y una silla.

La estrechez y carestía de la habitación, llamémosle ya cabaña, eran compensadas con creces si se echaba un vistazo a través de los ventanucos: alcornoques, quejigos, fresnos, rododendros, y un omnipresente manto de helechos. Un poco más abajo discurría el arroyo del Tiradero, de donde obtenían el agua más pura del valle de Ojén.

Este arroyo fue motivo de discusión entre ellos pocos días antes, por la triste razón de que era el único lugar donde podía acudir Manuela para verse reflejada. El espejo de mano en el que se peinaba normalmente, hacía ya dos semanas que eran meros cristales rotos recompuestos por Juan con muy buena intención pero con escasa funcionalidad. Desde que se casaron, dos años atrás, ninguno de ellos volvió a verse de cuerpo entero en ningún espejo. Juan le prometió uno nuevo pero le pidió paciencia. El carbón picón les aportaba lo imprescindible. Un espejo significaba robarle horas al día, darle una cuchillada al bosque, pero éste no necesitaba contemplarse en ninguno.

-Venga, mujer, que nos coge el sol aquí en la cama- dijo Juan, remolón, zarandeándola por la cadera.

-Pues que nos coja, hoy es sábado.

-Los sábados también se come, reina. ¿O es que quieres subir al monte por mí?

No, no quería subir al monte, sólo deseaba estar un ratito más en la cama, estirando esa modorra que sigue al despertar, como le había gustado hacer desde que era una niña. Juan le consintió cinco minutos, tiempo que dedicó a acariciarle la espalda con sus manos fuertes y rugosas. Nunca dejaba de sorprenderse al ver el contraste que hacían éstas con la piel blanca y tersa de su mujer. Allí, en su espalda, recobraban la humanidad que perdían cuando trabajaban.

Manuela se dio la vuelta y encaró las caricias de su marido. Aún mantenía los ojos cerrados.

Sus manos eran las manos de un carbonero, y de tanto tratar con el negro elemento, habían adquirido algunas de sus propiedades, además de una cierta y desagradable semejanza; su piel estaba cuarteada por finísimas grietas en las que se incrustaba el hollín. Ni el agua del arroyo, la más pura, era capaz de eliminarlo. Juan no le daba importancia, era algo natural. Al contrario, se sentía orgulloso de ellas, pues talaban árboles, cortaban ramas, prendían fuego; transmutaban la vida del bosque en calor para las personas. Manuela, después de abrir los ojos y de responder a las caricias con caricias, transcurridos cinco minutos de jadeos y achuchones, dio muestras de que aquello era cierto. Era otra forma de obtener carbón.

Una repentina explosión les separó y miraron instintivamente hacia los ventanucos. Se levantaron de la cama acelerados por el temor a que se repitiera, pero no se volvió a producir otra detonación. Ninguno de los dos sospechaba cuál podría haber sido la causa, pero sabían que se trataba de algo fuera de lo normal. No oyeron ruido alguno que les alertara; la explosión se produjo segundos después de que ambos hubieran alcanzado el orgasmo. Juan se puso pantalones y botas a toda prisa y salió disparado.

Una fina y oscura columna de humo, dos colinas valle abajo, le indicó el camino a seguir. Cuando estuvo a cien metros de la humareda, y jadeando por segunda vez desde que se despertara, la incredulidad se adueñó de su rostro. Una extraña avioneta, envuelta en llamas, yacía en lo alto de la colina como una enorme cigarra accidentada. Juan corrió hacia ella para socorrer a los tripulantes, pero no hizo falta. Tuvo tiempo de ver, en la pelada ladera opuesta, a dos hombres huyendo del siniestro. Uno de ellos cojeaba mientras el otro lo sostenía por la cintura. "Eh, vosotros", les gritó. Miraron hacia atrás, sorprendidos de que alguien en aquel lugar hubiera acudido con tanta rapidez, pero siguieron adelante con más ahínco. Poco después desaparecieron tragados por la arboleda. Juan sospechó que fueran contrabandistas, si no hubieran esperado para recibir ayuda, malheridos como iban, al menos uno de los dos.

Al mirar al suelo su sospecha adquirió consistencia. Se agachó, y sus perplejos dedos cogieron un botón de nácar. Había cientos, miles de botones de nácar esparcidos alrededor de la avioneta. En algunos sitios incluso se podían coger a manos llenas. En ese momento llegó Manuela, jadeante también, con los ojos llenos de preguntas. No había tiempo para responderlas. Manuela se quitó el delantal, lo extendió en el suelo y poco a poco lo fueron cubriendo de la increíble cosecha caída del cielo. Cada botón de nácar significaba una futura imagen en el futuro espejo de cuerpo entero que iban a poseer. Las llamas no eran ya tan violentas, pero empezaban a extenderse por los cardos borriqueros.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Nov/01