Embrujado

Francisco Morosini

Por muchos años fui acompañante obligado de mi abuela. Lo mismo la acompañaba a cobrar su pensión a las oficinas de Petróleos Mexicanos, que a visitar a don Próculo Alor en su rancho, o bien a su consulta con el doctor Ricardo López Pavón, el médico que ayudó a mi madre a traerme al mundo, pues la partera, mi tía Pastora, decía que venía sin cabeza. Mi abuela era una magnífica conversadora, a mis hermanas les angustiaba acompañarla, porque sabían que no avanzaba ni una cuadra cuando ya se había detenido a platicar cuando menos con dos personas, así que sus recorridos se tornaban eternos y la hiperactividad de mis hermanas no soportaban un suplicio como ese. Así que mi paciencia, mi capacidad para abstraerme en asuntos que sólo a mí me interesaban, me hacían el asistente ideal. El tiempo me tenía realmente sin cuidado.

Algunas tardes, mi abuela tomaba su sombrilla y sólo me hacía una seña, yo entendía que deseaba la acompañara, pero no quería que nadie más se enterara, no le gustaba dar explicaciones. Esas salidas un tanto furtivas me interesaban sobre manera. Tomábamos rumbo por calles sin pavimentar y por sitios que en ocasiones me resultaban desconocidos; lo ardiente de la arena nos hacía caminar deprisa, pero no avanzábamos demasiado por lo flojo de la misma arena, se podía decir que casi andábamos sobre dunas. Aun y cuando mi abuela esperaba "la fresca", como ella decía, para salir, el calor era insoportable, el sol quemaba como si fuera mediodía; así que mi abuela no permitía que la escoltara si no llevaba mi cachucha. Después de un buen rato, de pasar por barrios un tanto extraños, de preguntas que formulaba a la gente que encontraba a su paso, por fin llegábamos a alguna casucha construida de lámina de zinc, cuya puerta, por lo regular, sólo era una cortina de tela que constantemente levantaba el viento. Con el mango de su sombrilla, mi abuela golpeaba alguna de las láminas, a fin que alguien de la casa saliera, o bien nos invitara a pasar. Casi siempre, desde el fondo de la vivienda se oía una voz que nos convidaba a introducirnos. La escasa luz del interior -y el excesivo deslumbramiento exterior- impedía por un rato nuestra ubicación. Dos o tres sillas mal hechas, una mesa cubierta con un mantel de plástico, una cama de latón, un altar con profusión de imágenes religiosas y un buen número de veladoras, así como dos o tres calendarios con escenas de santos, resultaba todo el menaje de ese tipo de casas que de cuando en cuando visitábamos. Mi abuela me hacía una seña para que guardara silencio y me abstuviera de preguntar cualquier cosa. Salía una señora ataviada con una bata de material corriente, despeinada y fumando puro. -Qué se te ofrece mi vida, quieres que te eche las cartas ¿verdad? Mi abuela asentía, al mismo tiempo titubeaba, pero al rato ya estaba en gran conversación con la señora, quien manejaba con habilidad un mazo de barajas españolas: -uno, dos, tres, por mí, por mi casa, por mi espíritu. -Hay un hombre en tu vida, uno, dos, tres, ah vaya, el tres de oros, es probable que reciba una herencia y quizá salgas beneficiada; uno, dos, tres, una mujer se interpone entre ustedes. El dos de bastos, surge la duda, no sabe por quién decidirse. Yo ponía la mayor atención, porque hablaban en voz muy baja, a veces ni quería respirar, me interesaba oír qué le decía la señora a mi abuela. Después de un rato, escuchaba que mi abuela abría su monedero, depositaba algún dinero en la mano de la señora y salíamos. -Pinche vieja, es un fraude, no sabe nada, que ve un hombre en mi futuro, la muy desgraciada ¿qué acaso no ve que soy una vieja igual que ella? Que tengo una rival, ah vieja maldita, lengua larga, debía ser escritora, porque lo que tiene es imaginación, la única rival que conozco es la muerte, porque esa sí que me quitó a tu abuelo. Durante todo el camino de regreso a la casa se la pasaba refunfuñando. A mí me tomaba de la mano y me llevaba casi a remolque, así demostraba su furia. Yo reía interiormente, porque siempre sucedía lo mismo. Mi abuela, en realidad, era incrédula sobre esas prácticas, pero le encantaba visitar a las cartomancianas, a las espiritistas, a los magos, a los brujos, quién sabe qué cosas se imaginaba que le dirían, o quién sabe qué le interesaba conocer y pensaba que quizá esos charlatanes la iluminarían.

Entre ella y sus amistades se intercambiaban direcciones, se ponían de acuerdo para las visitas y se contaban sus aventuras: -Qué cree doña Polita, el desgraciado de Juan, el marido de Aurorita, sí el carnicero, anda con otra mujer, dicen que casi anda dejando a la pobre de Aurora, que parece loco, se nota desesperado, que no hace caso de los niños, que ya ni juega con ellos, porque era harto cariñoso; los domingos se iban de día de campo, los llevaba a Las Barrillas o a Tonalá, a veces viajaban a Villahermosa, pero desde que conoció a esa malvada mujer casi ni hace pie en la casa. Ya le dije a Aurorita que vamos a visitar a Pachita, dicen que es muy buena, que ella curó a don Jeremías, andaba igual que Juan, bien embrujado. Cuando don Jeremías llegaba a su casa parecía que se le metía el demonio, porque él mismo reconoce que le daban ganas de golpear a su mujer, no soportaba a sus hijos, sólo pensaba en la otra ¿usted cree? Y Pachita lo curó, dicen que en una jícara le dio a beber quién sabe qué cosas; primero se retorcía del dolor, con desesperación se apretaba la panza, después arrojó una bola más prieta que la yegua de don Julián Padua, cuando la examinaron se dieron cuenta que era una bola de pelos, puso los ojos en blanco y se desmayó. Pensaban que estaba muerto porque dos días estuvo ausente. Cuando despertó no se acordaba de nada.

Mi abuela se acomodó en la mecedora, tomó un sorbo de agua, se aclaró la voz y le dijo a su interlocutora: -ah qué Lucha, dile a Aurorita que no gaste ni un quinto en ver a Pachita, que se ponga lista y que sea más cariñosa con Juan, qué brujería ni qué ocho cuartos, la mujer con la que anda Juan -como cualquier otra- tiene la brujería entre las piernas.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 09/Ene/04