Fragmento

Eduardo Gil Moré

El tío Adrián estaba viviendo con la Antonia. Aún no era la tía Antonia, la cosa sólo hacía dos años que duraba, aunque no era descartable que llegase a serlo. El tío Adrián había estado casado con la tía Carmen, pero ya no lo estaba. Claro que, a muchos de los que los conocían, eso les parecía algo así como si un perro quisiera dejar de ser perro: un proyecto de dudosa viabilidad.

Durante mucho tiempo, el tío Antonio y la tía Carmen habían estado dudando entre el fracaso de seguir y el fracaso de romper, dos situaciones separadas por algo tan tajante y doloroso como el filo de una espada. Y al final, ese filo había cortado por la mitad a la pareja.

Desde entonces, el tío Adrián estaba con la Antonia. No estaban casados, pero lo suyo no era un lío, ni, como se decía antes, un "arrimo". Así que, a falta de un término mejor, su relación se veía reducida al rango de preposición: el tío Adrián estaba "con" la Antonia.

Lo que había entre ellos era más que eso, más que una preposición. A pesar de su situación irregular, no admitida, no reconocida, no legislada, se les veía tan contentos, tan felices, tan entregados el uno al otro, que era para preguntarse si no sería la sociedad entera la que iba al revés, la que se movía en la dirección equivocada, y ellos los que habían encontrado el camino correcto. Eso, suponiendo que haya un camino y una dirección, claro.

De Antonia, lo más que se sabía era que lo había pasado muy mal. Y eso posiblemente significase que su alma estaba cubierta por una malla de cicatrices, tan tupida, que no la había dejado crecer mucho. Y así, era una persona simple, un poco infantil, agradecida como los niños, y a veces egoísta como ellos. Y si a veces parecía más buena y más atractiva de lo que realmente era, se debía al reflejo de lo mucho que la quería el tío Adrián.

¿Por qué se querían? No sé. Cualquier explicación de por qué se quieren dos personas resulta, o bien insuficiente, o bien absurda. Así que, puestos a escoger, elijamos una bonita: como el corazón es en definitiva el cofre de los sueños, no está tan mal pensado que otra persona pueda abrirlo, que tenga una copia de la llave por si pierdes la tuya.

La tía Carmen se había tomado muy mal todo el suceso. Entre continuas afirmaciones de que no quería ni hablar del tema, iba desgranando sus propias conclusiones: que era un egoísta y un desagradecido, después de todo lo que ella había hecho por él. Y sobre todo, que si a ella la hubiese querido tanto como al parecer quería la otra, las cosas habrían ido de otra manera. Claro que, en el fondo, sólo era un capricho, y dentro de cuatro días se habría cansado de ella. Pero no quiero ni hablar del tema, añadía.

El tío Adrián tampoco quería hablar de la tía Carmen, pero a diferencia de ella, no lo hacía. Lo más que se le podía sacar era un "Eso es asunto pasado". La familia, es decir, mamá, había intentado echar una mano, con muchas reservas, porque estas cosas son más delicadas de lo que parecen, y en un matrimonio es mejor no meterse, pero a fin de cuentas, la tía Carmen era su hermana, y s había tomado como una obligación intentar que se arreglasen. Al menos, probarlo, que las cosas es más fácil romperlas que componerlas, y cuando se han roto, pues ya está, y cuando ya está, ya está.

A lo que habían llevado esas gestiones había sido una intempestiva entrevista entre mamá y la tía Carmen, en la que la segunda, básicamente, había llorado, aparte de exponer de forma fragmentaria argumentos incoherentes o insinuaciones truncadas, del tipo "si tú supieras" o "cuántas veces". Durante mucho tiempo, más allá incluso de la separación, a la tía Carmen la siguió preocupando mucho más quién era el culpable, que dónde estaba la solución. Hay gente así, incapaz de entender por qué todo les sale tan mal, y por qué los demás se niegan sistemáticamente a cumplir su obligación y a darles aquello a lo que tienen derecho.

Las relaciones del resto de familia con ellos, aquellas costumbres, aquellos sobreentendidos, se vieron sustituidas por otras, por fuerza más triviales, más distanciadas. Debía evitarse, a cualquier precio, mencionar siquiera lo más evidente, lo que todo el mundo estaba pensando. Aquello era un problema, por el momento, y los problemas, o se arreglan, o se evitan. Si se puede, claro, porque al tío Adrián no le quedaba más remedio que asumirlo.

De la Antonia, si alguna vez se hablaba, era para decir que era "trabajadora y muy limpia", aunque fuese dudoso que esas cualidades, y no otras, hubiesen atraído al tío Adrián. Pero había que tomarse esas observaciones como lo que eran, una cortesía, un intento de hallar algo agradable que decir, y al mismo tiempo, transmitir el mensaje de: "No te preocupes. Te dejaremos tranquilo". El tío Adrián pasó a ser un párrafo entero entre paréntesis, un segundo plano, un conflicto larvado sin mediación internacional.

La tía Carmen acabó por adoptar una actitud resignada, pero digna. Era de ese tipo de personas a quienes preocupa más la estética que la desgracia. Antes que nada, no quedar mal. No es una crítica; las vidas de la mayoría de nosotros se apoyan en andamiajes igual de endebles, si no más. Como la del tío Adrián se apoyaba en la Antonia. Como la de Antonia se apoyaba en la sorpresa: la de que le hubiera tocado la lotería sin comprar siquiera un décimo.

Era casi seguro que el tío Adrián no había olvidado a la tía Carmen. Vaya, seguro del todo. Después de tantos años, era inevitable que ella siguiese constituyendo una referencia. La había dejado, pero en cierto sentido, se la había llevado puesta. Y lo único que podía hacer Antonia era cargarse de paciencia y aceptarlo, entender que él, hasta cierto punto, sería siempre un poco "de la otra". Incluso era posible que en la vida que ambos llevaban se respetase cierto detalle, cierta norma, que en puridad no les pertenecía, y que no era más que el eco de algo que Carmen hacía o decía. O precisamente al contrario, que una insignificancia cualquiera tuviese para ellos un relieve especial, sólo porque aquello habría molestado a Carmen, en una pueril venganza. En cierto modo, no es que estuviese entre ellos, sino que en cualquier momento podía aparecer su silueta en el espejo. Tal vez, en esos momentos de intimidad que Adrián tenía con Antonia, por fuerza diferentes de los que había tenido con Carmen, porque no hay dos personas iguales, habría querido a veces que ella fuese la otra, o que la otra fuese ella, que aquello hubiese sido posible en otro momento, en otro lugar. Con otra, con la otra. O con ella, pero antes. Y puede que eso lo hiciese sentir doblemente infiel, doblemente traidor.

Era difícil, desde fuera, saber si a Antonia la quería más, o menos de lo que había querido a Carmen. Y seguramente, desde dentro era igualmente difícil. No creo que estas cosas tengan medida, y desde luego, el dinero que te gastes con alguien o el tiempo que le dediques no lo son. Lo que sí era bastante evidente era que la quería de otra forma, más para afuera. Tal vez debía ser así. Quizá a las personas deberíamos quererlas tal como deberíamos hablarles: de forma que nos entiendan.

Con Carmen, las cosas debían haber sido más serias, más formales, más contenidas, porque no había otro remedio. Puede que sí, o puede que no. Porque Carmen, un buen día, en respuesta a un "¿Cómo estás?" sincero de mamá, explicó cómo la perseguía la pregunta del por qué, hasta haber llegado a hacerse casi amigas, y por lo que respecta a la parte de culpa de Adrián, lo resumió en: "No supo darse cuenta".

No dijo mucho más, porque no quería hablar del tema, pero no costaba mucho adivinar que se había pegado un testarazo contra la realidad. Por desgracia, que un sentimiento sea auténtico, y sincero, e intenso, no lo hace evidente. ¡Pobre Carmen! Ella intentando controlarse para que su dependencia de Adrián no le saliese a los ojos, para conservarla secreta e íntima, y tan bien lo había hecho, que él ni siquiera la había visto.

El tío Adrián no había creído nunca ser especial, y en general no lo era. Pero es que tampoco creía serlo para la tía Carmen. Y ella, a veces tenía un pronto que imponía. El tío Adrián sólo sabía que ella podía manifestarlo, no que ella no pensaba usarlo contra él. Y ella no se había cuidado de explicárselo.

El futuro, en aquel momento, no se presentaba muy halagüeño para ninguno de los tres. Y ellos, aunque los demás no hubiesen pensado deliberadamente en marginarlos, sabían de sobra que no eran una compañía agradable. Porque, cada uno a su manera, eran muy conscientes de su situación, y eso les daba un cierto desencanto, una inquietud, una actitud distante, un "sí, pero". No podían engañarse con tonterías, no podían creer que las cosas les fueran fáciles, no les podía ilusionar la idea de una vida sencilla, bonita y agradable. Sabían que las cosas no iban así, que no les iba a tocar la lotería, que entre sus esperanzas y la realidad había una distancia tal vez insalvable. Y en eso, posiblemente se equivocaban. Porque a la larga, te das cuenta de que creer en milagros es una de las pocas alternativas razonables que te quedan en esta vida. Y que el cínico no es más listo que el ingenuo; sólo está más amargado.

La verdad es que a partir de entonces no tuvimos mucho trato con ellos. Supongo que en el fondo, a ninguno le apetecía tener que mantener la actitud respetuosa y compungida que se consideraba adecuada. Y ellos no necesitaban que se les recordase que eran un problema, para sí mismos y para los demás.

Adrián seguía siendo el tío Adrián, pero la Antonia no era más que una tía virtual. Y la tía Carmen pasó de no querer hablar del tema a no ponerse en situación de hacerlo. Y poco a poco nos fuimos distanciando.

A decir verdad, no sé lo que habrá sido de ellos. Hace siglos que no los veo. Y poco más hay que decir. Esas situaciones, esos sentimientos que los impulsaban y los perseguían durante días y meses, se pueden explicar, o al menos enunciar, en muy poco. La vida pierde mucho al ser traducida a otro medio, y se queda en nada, en casi nada. Cuatro palabras, eso es todo.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Mar/01