Dios del fuego

Óscar Wong

Alina deslizó sus dedos sobre el teclado del piano y la musica iluminó la estancia. Pese al calor del mediodía disfrutaba de la vida; el mundo continuaba su ascenso, aunque a veces acechaba con su rostro carnicero, dejando piedras en el camino. Sus enormes pestañas simulaban alas de mariposas, mientras su pupila se detenía sobre el papel pautado. Un leve mareo detuvo la ejecución de la pieza. Y de pronto vino la sacudida como un manotazo amenazador. El sismo fue breve, aunque prácticamente ya se estaba habituando a sentirlos. Alina suspiró con alivio, observó que todo estuviera en su sitio. Ni un cuadro ni una mota de polvo estaban fuera de lugar. Se asomó a la ventana. En línea recta, calculó mentalmente, el volcán se encuentra a 32 kilómetros de distancia de la capital, a 458 metros sobre el nivel del mar. Contra el azul del cielo, con una altura de 3,930 metros, envuelto en una bruma blancuzca, parece una cabellera, pensó. "Y si el volcán finalmente se decide a..."

Movió la cabeza como sacudiéndose este mal pensamiento. El sol continuaba planeando sobre la ciudad; salvo esa breve sacudida todo parecía en calma. Recordó los comentarios que había escuchado desde siempre: que por el rumbo de Jalisco, allá en Sayula, por las noches se observan luces brillantes y redondas se estacionan en el cráter, a un lado de las fumarolas y luego, después de giros rapidísimos, desaparecen. También platican que a últimas fechas han desaparecido algunas vacas y becerros o que los encuentran muertos, sin una gota de sangre. Sonrió al evocar estas consejas. "Tonterías", se dijo, y volvió a su actividad.

En el centro de la ciudad a anciana reza; luego, dirigiéndose a la grabadora, comenta con voz compungida: "Cuando era niña ocurrió lo del Paricutín, allá en Michoacán; colgábamos las sábanas y se llenaban de ceniza. Yo sí siento mucho miedo", termina teatralmente mirando hacia la cima; agrega una serie de tonterías, luego explica sobre las costumbres de la localidad, del pozole blanco seco, del tejuino. Con un breve movimiento de cabeza agradezco sus declaraciones, apago el aparto, le indico a Chuchín, mi compañero fotógrafo, que tome unas placas y subimos al jeep.

El cabo Muñoz sigue con las historias de los alrededores, refiere que hay una zona magnética en la carretera, por el rumbo de Comala, donde los vehículos, detenidos, se mueven solos y alcanzan una velocidad de más de 60 kilómetros por hora hacia atrás. Asegura que es cierto; pero a mí sólo me preocupan los temblores, las sacudidas que da el vehículo cuando nos internamos sobre la terracería. A 14 grados centígrados, entre cedros altísimos y matas de café, higueras y papayas, la inmensa mole luce mortalmente bella. Un largo río blanco se advierte en su ladera este, señal inequívoca de la lava que ha bajado por ahí en otras ocasiones. La cúpula que tapona el cráter ha subido paulatinamente, derramándose en flujos negros de fuego líquido en 1962, 1976, 1970, 1982 -escucho la voz del vulcanólogo que explica desde la pequeña bocina de la grabadora-, desde 1988 han aumentado los derrumbes de sus frentes. Una y otra vez confronto mis anotaciones con mi memoria. Mis ojos escudriñan a la gente y aunque palpo el miedo, el temor como un susurro que crece paulatinamente, sigo pensando en que es una tontería estar aquí, entre el calor, con estas gruesas botas que molestan, aunque estén listas para ascender por las faldas del volcán, acercarme lo más que pueda,. Lo más sencillo sería hacer las entrevistas y mandar al fotógrafo a que cumpla con su trabajo. Pero en el fondo me siento inquieto, incómodo.

A lo mejor y la de malas el volcán hace su gracia, lo cual, por supuesto, sería magnífico para mi carrera profesional. Ver la erupción, testificar el horror de la naturaleza, darle un giro a mi trabajo. No todos los días hay un cráter a la mano. Desde luego que a veces es bueno combinar la chamba con la diversión. Son gajes del oficio. Anoche, por ejemplo, después de reportarme a la redacción, nos fuimos a echar unos tragos. Un par de rones para olvidar un poco el sabor de la cerveza. La charla de Chuchín, fue la misma de siempre: su mujer, sus hijos que lo abandonaron y que ahora viven en Veracruz, la comadre que continúa dándole lo que su mujer le había retirado, la chavita de la fonda donde come. La música, suave, dulce por momentos. De mucha calidad, por eso buscó con los ojos al intérprete. Una mujer en el piano. Y hermosa, por si fuera poco. Y joven. ¿Alina se llamaba? Confrontó su libreta. Sí, ese era el nombre. Y aunque había charlado con ella la chica no aflojó. Tal vez porque el mugre fotorreportero estuvo maloreándolo. Dos temblores, ligeritos según la chica, acabaron con la diversión. Y tuvo que irse a la habitación con un sentimiento de fracaso.

Siguió revisando las fotos. Cenizas, lava escurriendo por la ladera, el humo negro como un largo penacho. Pero el coloso sigue ahí, rodeado de una bruma azul, como una fiera insomne, acechando a la población. Tal vez muy pronto dé un rugido devastador. Imaginó el magma moviéndose, agitándose como serpiente líquida, revolcándose en el lecho candente, mostrando los colmillos, provocando temblores, terror en la gente. Frente a la fuerza terrorífica de la naturaleza hay un sentimiento de desamparo, de impotencia. Finalmente el hombre, ante el horro primigenio, continúa siendo un pobre animal asustado, una insignificante hormiga ante los gruñidos de la bestia.

Ahora veo la fumarola del volcán cambiando de color, volviéndose más negra instante tras instante, aumentando su calor, agitando las fauces, vomitando fuego líquido, cenizas, arena candente y gases peligrosos; los pedruscos caen raudos y certeros sobre los poblados. El gigante ruge, barrita, pretende levantarse y alzar el vuelo; aunque sigue fijo en la montaña. Los temblores indican sus malignas intenciones.

El agudo ulular de las sirenas pone en acción a los habitantes de la zona. El rápido desplazarse del vehículo policiaco por las empedradas calles, los haces de luz roja que proyecta, así como las órdenes dadas por los walki-talkies ponen el tinte dramático a la evacuación. Arriba el sol se debilita y amenaza con desplazarse sobre el lomerío. El personal militar también se suma al contingente. Tomo nota de o que ocurre: en un santiamén las cosas han dado un viraje violento. La Condición B de los manuales empieza a cobrara realidad. La actividad volcánica es fuerte. Socorristas de la Cruz Roja se mueven con habilidad.

La fumarola del volcán es negra; lenguas rojizas se destacan sobre esa sombra funesta. Otra sacudida me devuelve a la realidad. Miro al fotógrafo y al cabo Muñoz charlando mientras nos acercamos a las faldas del volcán. El calor ha despertado mi sed. Anhelo una cerveza fría, las aguas tentadoras de la alberca del hotel, los bikinis que emergen, el aire acondicionado de la habitación, el lecho que me aguarda junto con la hermosa mujer de largas pestañas y manos de hada que finalmente ha aceptado acompañarme. Sus manos acarician el teclado de mi cuerpo, ejecutan la única melodía que una mujer espléndida como Alina puede interpretar con un hombre. Paso la yema de los dedos sobre su rostro, como un ciego ansioso por conocerla, como si buscara dibujarla con mis ganas.

La beso ansiosa, golosamente; lamo sus pezones mientras el volcán del deseo continúa arrojando el líquido candente. La punta de la lengua ardiendo entre sus labios; lamo el botón de su íntima sonrisa y dejo que me moje, que sus pechos y su vientre y su ombligo se encabriten; yo cabalgo de placer y dejo que ella explote con gemidos de júbilo. Ahora la pradera es verde. La gorra del militar se confunde con la vegetación que nos rodea. El calor continúa intenso, sofocante, mientras la tarde asciende por la ladera y los montículos.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 10/Jul/00