Futuro
Nole Pornole
Y después de tanto andarle dando vueltas y vueltas me suicidé tontamente cortándome la muñeca flaca con mis dientes.
Fue difícil. Los dientes se resbalan y en vez de serruchar, como quería, golpeaba mi brazo con mi boca una y otra vez, con brutalidad proporcional a mi desesperación.
Cuando la sangre pudo manar por la abertura morada quise recordar a todos mis parientes queridísimos y repasar todos los momentos de mi vida como nunca antes. Por desgracia, me falló la memoria y fue más rápido la sangre que mi cerebro. Mi cerebro se pudrió y grité para impedir que me muriera porque estaba débil y muerto de miedo. La muerte (que es algo muy extraño y no se podría llamar señora porque se tapaba muy bien la cara) me sesgó. Fin de la larga historia.
Mis ojos se cerraron y desaparecí. NO mi cuerpo, sino mi alma. Es como cuando apagas una computadora. Te vas y punto. No hay paraíso, no hay infierno, no hay nada. Si creíste que ibas a regenerarte en el paraíso te fregaste.
Estas cosas no podía pensarlas porque ya estaba muerto. No recuerdo bien cómo pasó. Por muchas horas todo fue confusión y visiones extraordinarias. Recuerdo pinzas, cuchillitos, cosas de metal moviéndose por carritos, instrumentos de mercurio semisólido bombardeando mi rostro. No sabía bien lo que era esa máquina. Era grande, llena de luces, y tenía unos aparatos adyacentes.
Creo que estaba en una cama de gelatina. Pero no se rompía, y yo tampoco me movía. Estaba inmóvil y sentía muy mal.
Después estoy en una habitación muy iluminada. Había gente girando y metiendo lucesitas en los ojos. Yo no tenía albedrío, pero no podía cerrar los ojos. Esos hombres tenían máscaras azules y les colgaba una trompa larga y elástica de la frente. Comencé a sentir miedo.
Extraterrestres. Me quieren torturar, hacen experimentos conmigo, me están insertando un nuevo dedo. Horror.
La silla en que estaba sentado se reclinó por sí sola y senti frío. Una luz roja, como un láser, me congelaba poco a poco. Cerraron las puertas y ventanas de la habitación. Creí que lo que me sucedía después de todo no me hacía daño.
Soñé mucho y muchas veces. Los sueños eran extravagantes, de colores espantosos como los dolores que pulverizaban mi cabeza. Fue una eternidad.
Me desperté tranquilo. Pero no veía nada. Tenía una placa muy pesada y grande sobre mí. Con una ventanita. Quise moverme y me sentí totalmente adolorido, todavía helado.
La tapa de la cápsula roja y negra se abrió lentamente.
Unos hombres, con trajes pardos y plásticos, me ayudaron a salir. No tenía fuerzas para oponerme, además me trataban con delicadeza. Caminé, desnudo, con ellos hasta una habitación con una mesa. Sentado a esa mesa estaba un señor que parecía un médico. Lo miré.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 10/Jul/00