Gallofero

Emiliano Pérez Cruz

El sol iniciaba su descenso cuando inició la lluvia. Rodrigo alias el Ronco Rugidor, amodorrado, escuchó cuando el primer automóvil se detuvo justo frente a la entrada de la casa. Contuvo la respiración hasta que el silencio invadió sus oídos y le incrustó un zumbido pertinaz que huyó al sacudir la cabeza.

Entonces estiró la mano hasta la botella de ron que yacía sobre el buró metálico, y vertió un chorro en el vaso que antes volcara sobre el piso de cuadrados rojos surcados por hilillos verdosos de cemento.

A su lado, Airamaná sonreía entre sueños, desnuda, con el cuerpo curvado presionando contra el suyo y el brazo alargado para que él descansara la cabeza. Distendió los sentidos mientras daba un gran sorbo al líquido transparente de sabor dulzón con aroma a limón pasado, que se desparramó por su estómago proporcionándole de inmediato calor a su cuerpo.

Escuchó murmullos de voces, pero por más que aguzó el oído le fue imposible distinguir lo que decían. Se levantó y fue hasta la repisa donde tenía una cajita de hojalata con cigarrillos de mariguana; cogió uno y lo humedeció con la lengua a todo lo largo.

Frotó un cerillo en el costado de la cajetilla y en la penumbra de la habitación su rostro se incendió. Airamaná se agitó en el lecho, solitaria. Ronco Rugidor aspiró el humo y lo contuvo en sus pulmones hasta que la impresión de que la masa encefálica le estallaría y desparramaría por las orejas y por los ojos, le asaltó. Entonces exhaló.

La lluvia volvió tenue, sigilosa, produciendo un murmullo, casi un ronroneo sobre los vidrios de la ventana. Airamaná lanzó un largo suspiro; su piel color tabaco constrataba con el tono pálido, desvaído, de Rodrigo, que volvió sobre sus pasos y se tendió nuevamente en el camastro junto a Elú, la gata siamesa de Airamaná que estiraba sus miembros, mostrando las afiladas garras.

Con gesto indolente, Rodrigo recorrió la lengua húmeda sobre el cigarrillo y lo llevó hasta sus labios gruesos, amoratados, resecos ("tienes boca de mangana", decía su abuelo; "tienes labios de hígado", decía su madre); paladeó el humo, fijando la vista en la espiral blanca que se hacia invisible al topar con el techo de asbesto.

Su mirada fue a dar hasta los ladrillos desnudos donde había colgado aquel dibujo pirograbado en triplay de pino que la Niña le obsequió el día en que abandonó el penal; era un muñequito de la tira "Amor es...", pero vestido con traje de presidiario, a rayas. El texto al pie del dibujo decía: "Amor es...no ser tan res". Puntadas de la Niña: no ser tan res, no ser tan bestia, tan animal como para dejarse atrapar y permanecer tras las rejas.

"¡Qué de volón se pasa el tiempo!", pensó y enseguida pegó un brinco y se descubrió sentado a la orilla del lecho. "Qué güey", sonrió, "clarito sentí que había gritado; chida esta motita... Chida".

Volvió a chupar la punta del pitillo y se inclinó sobre la radiograbadora para acionarla. Las trompetas de la Sonora Santanera se desparramaron por todos los rincones de la habitación; soltó el humo y tarareó acompañando la voz que la bocina arrojaba:

La gata se levantó y fue a pulir sus uñas en la pata del ropero de lunas resquebrajadas que ocupaba la mitad de la pared; el ruido que producía hizo que Ronco Rugidor evocara el banco de carpintero donde alguna vez trabajó en la cárcel: un serrote cortando una tira de oyamel, una lija devastando la cabeza de un tornillo, la lija puliendo la cara de un entrepaño...

Elú se pasea por el cuarto, la cola enhiesta; corre a ocultarse bajo la cama cuando el segundo auto (motor fuera de tiempo, petardos por el tubo de escape) anuncia su llegada.

-Qué se me hace que va a haber movida -exclama Ronco Rugidor como si lo hubiese pensado y va hasta la ventana; intenta mirar hacia el exterior a través de la cortina troquelada; le obstaculiza la vista la cerca de tabiques cuatrapeados (uno sí, uno no), pero no lo suficiente como para advertir la presencia de un vehículo blanco y otro azul marino frente a la casa.

-¿Qué transa con éstos, qué traerán? -exclama para sí y se dirige hasta el ropero donde tiene la escuadra calibre 45; la toma y vuelve a la ventana, con la piel chinita por el frío que ya se desató.

No alcanza a distinguir cuántos hombres permanecen en el interior, pero sí ve bajar a uno de ellos y dirigirse al auto, inclinarse sobre la ventanilla y volver a su lugar.

Los motores se ponen en marcha y los dos vehículos parten por donde llegaron.

-Quieto Nerón, no te me pares de uñas que nada pasó -se consuela y coloca la pistola sobre el buró. Airamaná entreabre los ojos y el corazón le brincotea a Ronco Rugidor como conejo desollado en vida; de la entrepierna de ella emana un olor a tierra recién nacida, a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas...

Ronco Rugidor lo capta al vuelo mientras, a lo lejos, el motor de los autos regurgita hasta perderse en el miserable caserío. En la grabadora llega el turno de Bienvenido Granda y su cadenciosa voz:

Ronco Rugidor aprovecha para alucinarse seis meses atrás, en la calle, a las puertas del penal, recién liberado, valiéndole que Airamaná le sonría desde el centro del lecho, cálidamente, mostrando la dentadura blanca y los hoyuelos que se generan en sus mejillas, y diciéndole:

-Te quiero mucho, negrito, bola de chapopote masticado.

Ronco Rugidor no puede evitar que la risa fluya desde el corazón para desgranarse sobre de Airamaná como cascada de mariposas que al aletear sobre el cuerpo desnudo de ella le enchinan la piel y le erectan los pezones, oscuros como fresas hartas de sol.

Ariramaná, feliz de la vida, no advierte que él no ríe para ella, ni con ella, como tampoco percibe que al apretarse más a su lado y poner la mano que antes descansara junto a sus senos, en el miembro de Ronco Rugidor (ahora con el prepucio arriscado, dejando al descubierto el glande violáceo), éste no responde al tacto ni a la voz que le pide:

-Negrito sandía, dime muchas, muchas picardías. O ya verás. O ya verás...

Porque con todo y risa, Ronco Rugidor está instalado (ay, vuela-vuela pajarito) a media banqueta de la avenida que pasa frente al penal, en una tarde citadina cuyo sol le entra a borbollones por las pupilas; el fulgor le impide ver. Cómo no, si minutos antes, en las oficinas del penal, todo era luz artificial o rayos solares tan prisioneros como él, como la Niña, como todos los demás, los carceleros incluidos.

Ronco Rugidor se encuentra de pie en la calle, deslumbrado por la luz que le brinda un sol que no es el mismo de allá dentro, porque aquél no ilumina a los autos (escasos a esta hora canicular), que ignoran (sus tripulantes) al recién liberado, quien no da crédito -porque así se lo propuso- al hecho de encontrarse fuera de las rejas, de frente al parque; no da crédito.

Prefiere creer que se encuentra en otra sala de la prisión, en un sitio del que nunca nadie le habló, por oscuras razones; una sala para torturar a los prisioneros haciéndoles creer que están libres; y los vehículos, escasos a esa hora del día en que la atmósfera se derrite sobre el asfalto, no eran más -según él- que una escenografía, una película proyectada sobre aquella película (la que muestra el parque) donde macilentos escuincles suben por una escalerilla para lanzarse al tobogán y enseguida adueñarse de columpios y subeybajas y pasamanos, escurriendo gruesas gotas de sudor negruzco a la hora de echar maromas sobre aquella raída alfombra de pasto verde que no podía ser, según la lógica que la cárcel le había impuesto, más que producto de otro verdor: el de la mariguana, que pese a todo su poder nunca le hizo olvidar el lema: "Ver, oír y callar, si las quieres cotorrear".

Ronco Rugidor veía, oía... callaba.

-Que se rían a mis costillas -pensaba-. Que crean que creo me dejaron libre nomás para que Airamaná me canturree: "Negrito sandía, dime muchas picardías... o ya verás..."

Ahora ya sabe que está libre y con ella a su lado, desnuda y desperezándose, pero hacía seis meses no lo creyó, a pesar de que se sintió sofocado al tomar de encima de su litera la boleta donde se le comunicaba su libertad, puta madre:

-¡Libre, libre, libre-libre-libre! -gritó al terminar de leerla y ante el regocijo tristón de la Niña y del Deivid que le escuchaban el corazón desbocado, y le ofertaban un toquecín de mariguana:

-La bachita aunque sea, mi buen, nomás la bachita puedo ofertarle ora que se nos va, porque ya ve que orita anda gruexa la resaca, pero pus ai le va, como despedida, mi Rugidor, porque pus ya sabe: quién nos garantiza que usted y yo, ambos dos, volveremos a vernos allá en la jaula grande, chanchota, chanchísima, que es la calle.

Y entonces a Ronco Rugidor le temblaron las piernas, las rodillas le entrechocaron y luego, ya de salida, ni siquiera sintió el peso de aquella bolsa que le entregaron, la misma en que siete años atrás quedaron, tan prisioneras como él, sus escasas pertenencias: la camisa, el pantalón, los zapatos todavía con lodo de la colonia; ni siquiera, afuera ya, recordaba que se había desnudado en la celda para ponerse un pantalón color caqui, unos calcetines de costura en la punta de los dedos, y una camisola de manga corta del mismo color que el pantalón.

Tom-tamtam-tom: Bienvenido Granda, el Bigote que canta y la grandiosísima Sonora Matancera están ahí, con él volcado en sus recuerdos, diciéndose como seis meses antes que no es cierto, es mentira, es pura piña: no estoy libre, es una finta y ahorita vienen por mí. Aunque no lo deseaba.

Por eso, cuando sintió una mano posándose sobre su hombro, todo su ser se hundió: ya estuvo, de nuevo p’atrás, si estaba convencido de que aquella boleta, aquella despedida de sus cuates, el toque que le ofertó el Deivid, el llanto de la Niña y el dibujo pirograbado, eran pura falsedad, mentira que me fueran a dejar libre, nomás me cotorrearon, ¡me la hicieron gacha, ésos, éééssooosss pinchiiis culeeerooos ojeeeteeesss, jijos de su puta madre: nunca voy a salir de aquí, nunca he salido y por eso chinguen todos a su madre, al fin que ni quería!

Y los autos siguen pasando por su memoria, frente a la avenida, cuando Airamaná lo saca, lo desconecta del alucine mariguanero, lo devuelve al cuarto donde Elú lo mira con sus profundos ojos grises:

-¡Qué te pasa, negrito: qué te pasa! -le grita sacudiéndolo, afianzándolo por los hombros.

Ronco Rugidor suda, tembloroso mira hacia el cielo raso, el humo del cigarrillo es bola de billar que rebota por todas las bandas hasta detenerse, y entonces pasa la diestra por su frente sudorosa y sonríe explicando:

-¡Uta madre, me puse hasta atrás! -y se inclina nuevamente sobre la grabadora, bota la cinta y coloca otra con boleros y cumbias-. Me puse a flotar, reinita, no te aflijas. Ya estuvo, orita me aliviano.

Entonces Airamaná se levanta:

-Qué susto me pegaste, malvado negrito -dice y se dirige al baño cuya puerta da a la recámara. Elú juguetea con las barbas de la colcha roja que cuelgan al pie de la cama. Los últimos rayos del sol vuelven bochornosa la atmósfera de la vivienda.

Mientras se sirve otro trago, Ronco Rugidor escucha orinar a Airamaná, y se imagina que el torrente ámbar le cubre el alma de cálido placer. Empina el contenido del vaso y en su cerebro (caja de ecos, ecos, ecos) la escucha pidiéndole que encienda el boiler para darnos un baño calientito, y él accede y se va respondiendo orita voy, bolita de luz de luna que sale de día, y al paso da un trago a pico de botella y saborea el sabor dulzón del ron y sale al patio.

-Abre las llaves para ver si no te falta agua -grita sin importarle que la llovizna perle su cuerpo desnudo.

-Pon la bomba del agua, porque me cae pura caliente -grita Airamaná, y él obedece. Y se queda viendo la flama del calentador de gas, lelo, hipnotizado.

En el punto donde la llama es más roja aparece su padre, Ezequiel: entra a la casa donde crecieron Rodrigo y sus hermanos, seguido por dos agentes judiciales que le apuntan al muchacho con sus armas, mientras el que seguramente los comandaba le ponía a él, Rodrigo, diecisiete años, la punta de una escuadra calibre 38 súper en la columna, diciéndole:

-Eso, eso: así queríamos agarrarte pichoncito: limpiándote la cara. Pero levanta las manos, porque el resto de la mugre se te va a quitar allá adentro, jijo de la chingada, y eso quién sabe, porque lo puerco ya lo trae uno de nacencia.

Los acompañantes del policía decidieron cachearlo sin separar el revólver de sus vértebras, y sin cesar de hablar, como si temieran el silencio, le ordenaron: que abras las patas, güey, y Rodrigo (ya para entonces Ronco Rugidor) hizo el intento de quitarse la espuma del jabón que le escocía los ojos...

Ahora, el sol que le impedía reconocer el rostro de quien le sujetaba el hombro: su abuelo, quien de pie ahí, en la calle, lo esperaba desde hacía tres horas.

Pero Rodrigo ni se acordaba de él, tan empeñado estaba en descubrir y no sorprenderse por las triquiñuelas de los celadores, quienes seguramente lo arrastrarían aunque no escuchara orden alguna qué obedecer, pero para qué, si ahí estaba la mano sobre el hombro, y el recuerdo de Ezequiel tratando de sostenerse en pie, increpándolo con notables señas de embriaguez:

-Si te lo dije, hijo de la chingada, que ibas a terminar mal -azuzando a los agentes que más se envalentonaban y le descargaban puntapiés en las espinillas sin hacer caso a los ruegos de doña Juana, su madre, que trataba de detener los golpes diciendo:

-Pero si él no ha hecho nada malo, se los juro por la Santísima Virgen que está de testigo -y hablando y jurando hacia lo posible por enjaretarle una camisa, la misma que a la salida del penal le darían prisionera en una bolsa de supermercado que alguien, tan anónimo como los que serían sus compañeros de crujía, le proporcionó antes que cambiaran sus ropas de calle por el uniforme de la prisión.

Alguien, melodiosamente, le ordena con tono de sugerencia:

-¿No quieres tallarme la espalda, negrito?

Y Rodrigo alias Ronco Rugidor, contesta:

-Va, va, guan moment plis, cosita.

Cosita. La palabra queda suspendida, y a ella le agrega: Cosita, si supieras el susto que me paró el abuelo; la desconfianza fue desapareciendo: total, si voy de nuevo para adentro, ¿cuál es el pedo?

Eso piensa y le da valor para reconocer el brazo que lo aprisiona, y siente que desfallece cuando por fin la luz le trae el rostro del abuelo, nada era mentira, ¡voy con la libre! ¡Abuelo, abuelo, qué bueno que vino! Y el abuelo, apesadumbrado, con sendas lágrimas en los ojos al tiempo que retira la mano de su hombro y agacha la cabeza diciendo:

-Ay muchacho, ay muchacho, quizá comparando el recuerdo que tenía de su nieto el mayor cuado ingresó a la cárcel, con esta presencia que sigue siendo del mismo hombre pero más embarnecido; no, viéndolo bien no es el mismo que al entrar en el penal no acabalaba los dieciocho años, pero igual ingresó con los adultos: cuál tribunal para menores.

El viejo no dice nada, sólo se le ocurre estrujar el sombrero de palma con sus manos callosas y entonces, sólo entonces, Rodrigo (el Ronco Rugidor que con otros siete de su misma edad fueron apañados, poco a poco, paso a pasito), Rodrigo abandona los recuerdos y reacciona al grito:

-Prieto cambujo, ¿qué esperas para meterte al agua? No le tengas miedo.

-Ja, Cosita. ¿Miedo yo, miedo al agua? Ja... -exclama Ronco Rugidor y corre a reunirse con ella bajo la regadera.

Cuando dio vuelta a la esquina, Ronco Rugidor sintió que las piernas se le aflojaban. Estaba cerca de su casa y la doble sensación de vacío y deslumbramiento persistía. Por si fuera poco, la congoja ascendió hasta formarle una burbuja amarga y reseca en la garganta. El polvo de la calle se levantaba a cada paso, volvía pardo su calzado, tosco y barato pero nuevo, obsequio del abuelo, único familiar que fue a recibirlo.

El abuelo Venado, en siete años devastado por siete años. En el rostro arrugado destacaban sus ojos negros de perro triste y el gran bigote ahora entrecano. Como siempre, mantenía las mandíbulas apretadas. Vestía una raída chamarra y pantalón de mezclilla azul marino, playera blanca y sombrero de palma. Pero todo el conjunto le quedaba holgado, como si pendiera de una percha.

Quién sabe cuántas horas llevaría en pie ahí, firme a la salida del penal, y las arrugas -que parecían trazos de gis blanco sobre la piel oscura- destacaban con la luz del rojizo sol del atardecer.

-Toma -dijo Venado-. Si quieres vamos a buscar un guáter público para que te cambies. Acabo de ver unos aquí, atrasito -y le tendió una cajita de cartón; Ronco Rugidor, a su vez, le entregó la bolsa de papel en la que llevaba sus escasas pertenencias: un cristo de papel maché, un dibujo pirograbado con la frase: "Amor es... no ser tan res", un cenicero con la bahía de Acapulco impresa a todo color en el fondo de cristal, un ejemplar del Nuevo Testamento y un fólder donde guardaba diversos documentos, incluido el de su liberación.

-Gracias, abue -susurró y no pudo evitar que sus brazos fueran hasta el cuello del viejo y lo estrecharan. Conmovido, el abuelo correspondió al abrazo, y las lágrimas afloraron a los ojos de ambos. Otras personas que aguardaban frente al portón de la aduana, encuclilladas o con la espalda recargada sobre el muro de concreto, apenas si los miraron, y volvieron a ensimismarse.

Cuando se separaron, ambos secaron sus lágrimas y desde ahí, Ronco Rugidor tuvo la doble sensación de vacío y deslumbramiento. La primera, por el mundo de encierro que dejaba tras de sí. La segunda, por el retorno a la calle que desde hacía siete años no veía.

-¿Ya no te has enfermado de la garganta? -preguntó el abuelo Venado, a quien desde pequeño y por su dificultad para pronunciar la "r", Ronco Rugidor llamaba así, por elemental deformación de Bernardo-. Porque tu abuela te mandó unas gorditas rellenas de chicharrón y con harto chile, no te vayan a raspar. Si quieres, buscamos una tienda para que compres un refresco. Por cierto, ten este dinero -dijo y le extendió unos billetes arrugados. Ronco los cogió.

-No, abuelo, me siento sano. Pero al ratito me las como. Primero me quito esta ropa -eligió Ronco Rugidor y echaron a andar...

Ronco miraba hacia todos lados. El aire, la luz, le parecían distintos. Y sin embargo, eran los mismos que respiró en el penal hasta hacia unos minutos.

-Te ves más espigado, hijo -dijo Venado luego de verlo caminar unos pasos delante de él-. Y más clarito.

En efecto, las facciones de Ronco Rugidor eran menos morenas. El pelo corto seguía siendo un poco ondulado. Se conservaba fornido, pero sin grasa. Y se comía con la mirada todo el paisaje urbano: los autos de alquiler que se disputaban el pasaje, los autobuses apretujados, las banquetas cuyas coladeras eran trampas para el peatón; inhalaba cuanto aroma llegaba hasta él y sentía que era delicioso.

Llegaron a los guáteres públicos, pagaron por el servicio y a cambio recibieron un cuanto de plana de periódico a modo de papel higiénico, y entraron. Aunque desde la mañana no vestía el uniforme, sentía que sus ropas llevaban impregnado el aroma del encierro. El abuelo, previsor, le llevó loción y desodorante para las axilas:

-Es para que perfumes la cueva del zorrillo -lo embromó.

Rugidor quería salir cuanto antes de ese sitio, el guáter, que lo asfixiaba con su aroma amoniacal, quemante, así que se frotó con energía, cambió la camisa y los pantalones color beige, tiró los calcetines y se echó encima la chamarra de pana.

-Listo, Venado. Gracias por todo. Deveras.

A Venado los ojos se le llenaron de lágrimas, pero con su paliacate las enjugó en un golpe certero. Fueron hasta la esquina, en la tienda compraron cigarros; Ronco ingirió el alimento enviado por su abuela y se fueron a fumar mientras esperaban un camión o un taxi.

-Qué piensas hacer -preguntó Venado.

-A ver -respondió Ronco Rugidor mientras miraba a una parvada de estudiantes de secundaria revolotear, levantaban polvareda alrededor de un par de rijosos que se tiraban trompadas y puntapiés al otro extremo del parque-. ¿Ya nos vamos, abuelo? -dijo y se levantó sin esperar respuesta.

-Ojalá que ya agarres experiencia, hijo, y que de algo te haya servido esto -dijo el abuelo cuando viajaban en el auto de alquiler. Estrujaba con nerviosismo el sombrero y los bigotes zapatistas se le movían a izquierda y derecha, derecha-izquierda.

Flaco, de rostro enteco y café caoba, el taxista no les quitaba el ojo de encima: Cabrones, ese truco del viejito y el chavo ya me lo han hecho, pero conmigo se las van a pelar, cavilaba y a hurtadillas acariciaba la cacha de su pistola, una Colt 38 Super.

Comenzaba a oscurecer cuando le hicieron la parada. Anocheció cuando llegaron adonde el pavimento comenzaba o terminaba, según se fuera o se viniera. Entre tumbos y sacudidas, el taxista lanzaba maldiciones e incrementaba su nerviosismo.

Ronco Rugidor se asombraba de los enormes cambios que su terruño había sufrido. El recién instalado alumbrado público destacaba más la miseria. Un rock rasgaba el silencio y acallaba el ladrido de los perros, los gritos de los chiquillos, el sonido azul eléctrico de un televisor, las maldiciones de un borracho, las palabras de amor de él a ella, pero no las de él.

El aire llevaba aromas de café colombiano y frituras sobre el comal de un taquero; de quesadillas y tamales, flanes y elotes cociéndose dentro de un cazo; perfume de peluquería y enjuagues de salón de belleza y cerveza en la cantina y agua bendita en la capilla incensada; un mercado entre las sombras hiede a podredumbre, a cadaverina. No hay panteón. ¿A qué olerán los muertos?

Frente a la iglesia, los humeantes puestos de antojitos se multiplicaban.

-Nomás saludo a mi abuela y voy a mi casa, Venado.

-Ai tú verás -musitó el viejo y carraspeó.

Le urgía ver los restos del hogar. No lo creía. Sus papás divorciados. Sus hermanos viviendo donde podían. Los animales muriendo de hambre, con excepción de las perras: todas las perras, tres, estaban criando. Sólo la casa del abuelo parecía no haber cambiado. El taxista paró frente a ella, descendieron los pasajeros y recibió un billete del abuelo; sin decir nada comenzó a virar en reversa.

-Oye recabresto: falta el cambio -le dijo Venado al conductor.

Ronco dejó de embelesamiento ante la fachada y se volvió justo cuando el taxista frenaba para cambiar la reversa. Asomó por la ventanilla para respaldar el reclamo del anciano, pero se topó de frente a boca con el revólver del taxista:

-Sésgate, ratero hijo de la chingada -dijo el conductor mirándole con sus ojillos rasgados, brillantes desde abajo del lacio fleco-. Sésgate o te plomeo. ¡Cúchila!

Ronco Rugidor retrocedió con el estómago encogido y la ira contendida. El abuelo pensó que Ronco recibía el cambio del billete, así es que ya se daba a la tarea de abrir el zaguán cuando escuchó a Ronco lanzar mentadas de madre y correr tras el pequeño auto compacto que sorteó los baches a toda velocidad hasta perderse a la vuelta de la esquina.

-Se peló con el dinero -escupió con coraje y polvo.

-Mierda se le ha de hacer, muchacho -dijo Venado mientras con el sombrero en la mano le señalaba el entreabierto zaguán.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/01