La dársena

para Miguel Ángel Merodio

Javier García-Galiano

El Evangelista Dorado debió zarpar del puerto en la madrugada, pero no lo hizo porque su capitán, el griego Antonish Eferis, había desaparecido. Se trataba de un buque granelero de bandera liberiana, armado en Bremen, que cubría la ruta entre Altamira y Nueva Orleans. Su tripulación estaba compuesta por marineros filipinos, rusos y ucranianos, que no intentaban hablar entre sí, pero que compartían el tedio tomando el sol en la interminable cubierta del barco. Ninguno de ellos pareció extrañarse de la ausencia del capitán, y el ingeniero jefe, Maksin Prychyschyn, sólo le dijo con desgano al práctico que no zarparían.

El capitán Eferis desembarcó por la noche, sin decir nada, llevando un costal. Como se dedicaba al pequeño contrabando de cigarros y vino de California, no se insubordinaron. Sin embargo, cuando su ayudante filipino fue a despertarlo, descubrió que no había regresado a bordo. Sobre su mesa de trabajo estaba la bitácora, el crucigrama inconcluso de un periódico atrasado y un paraguas. De haber revisado el armario, hubiera encontrado ropa vieja.

En la capitanía del puerto ignoraban su desaparición, pero quizá no se hubieran sorprendido, pues no se consideraban esas ausencias como anormales. Cuando le preguntaron por él al almirante Ramiro González, administrador de la Casa del Marino, respondió con desgano que hacía mucho que nadie se alojaba allí. Tampoco en la Unión, como se conocía al sindicato de marineros, tenían noticia del capitán Eferis, aunque en un pequeño pizarrón anunciaban la partida, entre otros barcos, del Evangelista Dorado. Cualquier búsqueda en Altamira habría resultado vana, ya que no había deambulado por sus calles, ni se detuvo en cantinas y prostíbulos, ni pernoctó en ninguno de sus hoteles.

Luego se supo que, dos días antes, el cocinero, un holandés llamado Guus Numan, había desertado después de tener una disputa con el capitán, abandonando el barco sin discreción, blasfemando a manera de despedida y repitiendo que así no se podía trabajar, que sin lo indispensable no era posible preparar nada, que hasta el aceite rancio se había terminado y que él no hacía milagros. Además en esa "panga" no apreciaban su gastronomía.

Antes que anocheciera, muchos marineros filipinos aprovecharon la luz del atardecer para desembarcar con mansedumbre, confiados en que pronto encontrarían trabajo en otro barco. Esas deserciones inquietaron a algunos ucranianos, que temieron que los filipinos los relegaran al desempleo en ese puerto miserable, al ganarles todos los puestos disponibles, pero al final se decidieron por la espera, pues el hecho de que los oficiales permanecieran a bordo podía interpretarse como un signo promisorio.

En Altamira no se encontraba ningún capitán disponible, por lo que, luego de un par de días de espera, Olexander Murashko, un ingeniero naval de Crimea, propuso comunicarse con la compañía naviera propietaria del barco, cuyas oficinas estaban en Chipre y cuyo principal accionista era Costantin Galca, un rumano que practicaba distintos negocios en los Balcanes. El segundo de a bordo, Evgeni Terekhov, que había comenzado a considerar esas circunstancias como favorables porque podían propiciarle el ascenso largamente anhelado, se mostró cauteloso al apoyar la proposición del ingeniero Murashko, pero el maquinista Igor Chesternev, que adivinó sus intenciones de acceder al mando, se opuso aludiendo vagamente a la prudencia, a que quizá habría que aguardar el regreso del capitán Eferis, a que convendría consultarlo con "la Unión", a que "la compañía" ya se comunicaría, a que a la capitanía del puerto le correspondía tomar resoluciones, a que todo se arreglaría con el tiempo, a que no había que precipitarse. La discusión se prolongó en el silencio de la noche, provocando una indecisión mayor. A pesar de los recelos evidentes, nadie se percató de que cinco marineros abandonaban el barco con un cargamento de costales y cajas.

A la mañana siguiente, también Maksin Prychyshyn había desaparecido. En la cubierta, Murashko, Terekhov, Chesternev y Oleg Malafejev comprendieron que sólo quedaban ellos cuatro a bordo del Evangelista Dorado, pero no exhibieron siquiera intentos de conversación, acaso se profirió un comentario aislado acerca de la miseria de la vida. Evgeni Terekhov hubiera querido impartir órdenes, pero únicamente se le ocurrió proponer que fueran a desayunar.

Caminaron por el barco, que en el silencio parecía aún más ruinoso. Su olor dulzón, propio de esas embarcaciones, de pronto se llenaba de humedad. Los largos pasillos mostraban un deterioro antiguo. Muchas puertas estaban abiertas, con los cerrojos inservibles. Algunos escalones se encontraban vencidos y, en los camarotes, el desorden las reparaciones improvisadas se acumulaba opresivamente. No faltaban los vidrios rotos, las goteras ni los muebles vencidos. Aunque firmes, las pisadas de los marineros eran cautelosas sobre el piso desvencijado.

En la cocina, sólo encontraron un plato sucio y un orden impecable de cacerolas, sartenes y cucharones. Antes de decidirse por lo que prepararían, hicieron un descubrimiento atroz: ya no había víveres. Nunca supieron que los marineros ucranianos habían saqueado los alimentos que quedaban, que no eran muchos como lo aseguraron las quejas del cocinero Guus Numan antes de desertar. Sin embargo, una cucaracha se detenían con premura en el plato sucio.

Tampoco tenían dinero porque no les habían pagado desde hacía cinco meses. Por eso se resistían a abandonar el barco, esperando que sus propietarios respondieran por los acuerdos laborales para no perder ese granelero que, si bien evidenciaba cierta descomposición, cumplía con eficiencia la ruta que se le había señalado. Sin embargo, el contramaestre Oleg Malafejev pensaba que el reclamo de su salario quizá terminaría con sus magros ahorros.

Pronto la desesperanza tomó la forma del hastío, al que trataron de combatir durmiendo, aunque no tuvieran sueño y se cansaron de hacerlo. Además el calor hacía más extenuante el reposo, provocando un letargo sofocante, lleno de imágenes vagas y de una intranquilidad sudorosa, de la que era difícil despertar, en el que se inmiscuía la realidad y en el cual el maquinista Igor Chesternev creyó percatarse de que un hombre vagaba con cautela por ese barco abandonado. Intentó incorporarse pero el vulturno y el adormilamiento lo habían debilitado hasta postrarlo en la inopia. Oyó luego voces apagadas en cubierta, que parecían amagar una discusión. Después se escucharon otros pasos y exclamaciones lejanas. Chesternev tardó en reponerse. Se sentía exhausto, sucio y desganado. Quiso adivinar la hora, pero terminó por comprender que en el trópico la luz suele ser indescifrable. Creyó reconocer nuevas voces entrecortadas y finalmente pudo levantarse.

Somnoliento, Chesternev se dirigió hacia las voces sin lograr despertar. En la cubierta, el sol lo confundió permeando su percepción de irrealidad. Por eso necesito de un momento para reconocer al segundo de a bordo, que contenía el enojo que le produjo sentir que no se le reconocía la debida autoridad. El ingeniero Alexander Murashko, por su parte, trataba de impedir una disputa, profiriendo vaguedades con timidez, mientras el contramaestre Oleg Malafejev repetía, de distintas maneras injuriosas, que "ahora sí" se los había llevado "el carajo" o su equivalente cirílico.

Fue después de una de esas imprecaciones soeces cuando, inmerso en su letargo caluroso, Chesternev descubrió al ingeniero jefe de la tripulación Maksim Prychyshyn, que había bajado al puerto para comunicarse con la compañía naviera de Costantin Galca, pero sin obtener respuesta.

Las sospechas se convirtieron en rumores y los rumores terminaron por volverse una certeza: la de Costantin Galca era una empresa fantasma, como muchas otras, a la que ya le habían embargado un par de barcos en Puerto Rico y en Brasil por abandonar a la tripulación. Esos cargueros, al igual que el Evangelista Dorado, se adquirieron a un precio simbólico debido a su antigüedad, por lo que a Galca no parecía importarle perderlos.

Oleg Malafejev veía poco a su esposa, que vivía en Odessa, y le escribía con muy poca frecuencia porque en extrañas ocasiones tenía dinero suficiente que enviarle. Sin embargo, quizá movido por el aburrimiento o por la creencia de que su situación aciaga justificaba su desobligación conyugal, le empezó a redactar cartas con faltas de ortografía, en las que apenas podía inteligirse la esperanza y la desesperanza propias de un marinero en tierra, el recuerdo de su amor lejano, la incertidumbre y el deseo sincero por una cerveza. En ellas describía también sus días ociosos en ese barco anclado, cuyos pasillos ruinosos recorría con desgano, deteniéndose a veces en las bodegas vacías, donde había encontrado una rata muerta, evitando la cocina para no despertar antojos, gastando la imaginación en el puente, asoleándose en cubierta y manteniendo conversaciones apagadas en el camarote del capitán mientras se jugada baraja.

En una de esas cartas, le confesaba a su mujer que comían de la caridad pública. "Una mujer de Stella Maris se preocupa por nuestra alimentación", refería Malafejev queriendo parecer sentimental. "Aunque la comida no es buena, resulta suficiente para evitar que nos rindamos". En otra carta, le aseguraba que la capitanía del puerto de Altamira les había ofrecido pagarles el viaje de regreso a los lugares donde vivían sus familias, pero se habían rehusado no sólo por el dinero que se les adeudaba, sino por dignidad. Varios días después volvió a escribir, sin disimular su entusiasmo, porque el barco había sido embargado para venderlo en una subasta y, según les habían dicho, con el dinero que se recaudara, les pagarían sus sueldos atrasados.

Esas cartas nunca fueron enviadas porque su autor, el contramaestre Oleg Malafejev, consideraba un dispendio gastar en el correo en sus circunstancias.

El maquinista Igor Chesternev, en cambio, prefería entretenerse en el cuarto de máquinas para dedicarse a reparaciones mecánicas menores y a mantenimientos rutinarios. Conocía los desperfectos de esa maquinaria gastada porque había trabajado con ella desde antes de que la compañía de Costantin Galca comprara ese barco minado por el uso a precio de saldo. En el puerto de Riga, se sostenía de manera burlesca que ese granelero había sido adquirido para convertirlo en un "barco de la muerte", es decir; su propietario esperaba que se hundiera con toda su tripulación para cobrar el seguro. Chesternev no refutaba esos rumores bálticos porque había comprobado la resistencia del Evangelista Dorado. Conocía muchos barcos por haber navegado en ellos y en cada trayecto le sorprendía la solidez, ciertamente deteriorada por el mar, de ese carguero. Pero no le guardaba ningún afecto, aunque en el desarme y limpieza de sus piezas volvía a descubrir una extraña perfección caduca.

Chesternev se embarcó en el Evangelista Dorado porque ya no se le consideraba confiable por su edad, aun cuando mantenía una fortaleza natural. El capitán Eferis, al que conoció en el Terezia, el barco en el que se hizo marinero, le había ofrecido ese trabajo que quizá nadie más hubiera aceptado.

El ingeniero eléctrico naval Olexander Murashko, por su parte, fue reclutado por su afición al vodka cuando sobrellevaba los días en las tabernas del puerto de Riga a la espera de un barco propicio. Una noche conoció al ingeniero jefe de la tripulación, Maksin Pryshyschyn, que requería marineros y, ayudado por el alcohol, lo convenció de incorporarse a su tripulación. Cuando conoció el granelero en el que había decidido embarcarse, ya era demasiado tarde para arrepentirse.

Murashko se dedicaba a escuchar la radio de onda corta en busca de noticias y sonidos familiares. Le resultaba difícil hallar señales de Crimea, por lo que por momentos se conformaba con las de Moscú, Petrogrado y Kiev pero no tardaba en volver a su búsqueda infinita, que se escuchaba de manera desesperante en el ocio silencioso del barco. De noche cesaba esa errancia electrónica. Entonces, se podía oír el rumor callado del agua.

En esa quietud abandonada hubiera sido extraño no percatarse de los susurros con los que se sostenía una conversación cualquiera. Sin embargo, aquella noche dos sombras recorrieron el Evangelista Dorado con sigilo, intercambiaron órdenes y recomendaciones, e incluso discutieron sin que se reparara en ellas. Cuando abandonaron el granelero, en el muelle, surgió un brindis seguido de una carcajada.

Se trataba del contramaestre Oleg Malafejev, que ya no le escribió a su mujer para contarle que había desistido de las deudas que tenía con él la compañía de Costantin Galca porque había preferido aceptar el trabajo que le ofrecían en un carguero de bandera panameña: el Ambrosía. Temiendo las recriminaciones de lo que quedaba de la tripulación del Evangelista Dorado, había decidido actuar subrepticiamente. Cuando estaba dispuesta su huida, se detuvo un momento para confesarle sus propósitos al ingeniero eléctrico naval, Olexander Murashko. Sabía que su esposa estaba embarazada y que le convenía tener un ingreso. Sorprendido, Murashko quizá pensó que cometía una traición, pero en el adormilamiento, los argumentos del contramaestre Malafejev, que apenas entendió, resultaron casi tan contundentes como la botella de vodka que había comprado con un pequeño préstamo conseguido por su resolución de embarcarse en un nuevo carguero.

Cuando el ingeniero jefe de la tripulación Maksin Prychyshyn se despertó, el Ambrosía ya había zarpado. Se sabía poco de él, pero era un hombre afable e incluso paternal. Tenía tres hijos y muchas veces había pensado en retirarse. Sin embargo, siempre se imponía un compromiso marítimo para impedírselo. Pensaba que haber sobrevivido sin sueldo representaría un ahorro en cuanto se vendiera el barco y le pagaran lo que le debían. Creía que con ese dinero podía establecer una taberna en Sebastopol. Mientras, gastaba los días armando una reproducción en madera del Evangelista Dorado, el barco en el que aguardaba el devenir de los acontecimientos.

Aquella mañana no se escuchó la radio en una búsqueda ansiosa de una señal familiar. No era mediodía cuando el maquinista Igor Chesternev subió a cubierta, donde se encontró al segundo de a bordo, Evgeni Terekhov sumido en íntimas consideraciones navales, y el cual, al verlo, le hizo un comentario, a manera de orden, acerca de que convendría lavar la cubierta para facilitar la venta del barco. Aunque Chesternev adivinó en esas palabras ciertas pretensiones de autoridad, se dispuso a cumplir la sugerencia porque ya estaba aburrido de limpiar los instrumentos y la maquinaria que, a pesar de su impecable pulimento, no podía dejar de evidenciar su herrumbroso desgaste.

Evgeni Terekhov era viudo. No parecía viejo y poseía una fortaleza que disimulaba su bonhomía, una forma de servilismo inveterado en el que quizá se cultivó un resentimiento callado. No tenía casa, ni ahorros, ni entretenimientos. Sólo le interesaba navegar. Había ascendido en la jerarquía marina menos por habilidad que por persistencia, y quizá nunca había considerado volverse capitán. Ahora dejaba crecer en él la esperanza de llegar a convertirse en el del Evangelista Dorado, en el cual había vivido más de diez años.

Fue después del mediodía, cuando se reunían a comer las magras provisiones de arroz, frijol y atún enlatado que les proporcionaba Stella Maris, cuando Prychyshyn, Terekhov y Chesternev se percataron de que Murashko y Malafejev habían desertado. Sin embargo, no hicieron comentarios, como tampoco hablaban de esa comida repetitiva, que les era tristemente imprescindible, y que agradecían con exagerada sinceridad. Pero, en el silencio, ninguno de los tres pudo evitar un cierto desasosiego porque quizá sospechaban que los presagios les eran adversos.

Aunque no se quejaba, el maquinista Igor Chesternev había pensado muchas veces que en el Evangelista Dorado sobraban hombres o faltaba espacio. Era imposible estar solo porque resultaba inevitable encontrarse siempre con alguien. Incluso en la cubierta sentía cierta opresión causada por la compañía obligada, que con frecuencia derivaba en un hastío enervante. Sin embargo, cuando tuvo que lavar la cubierta en solitario, con la ayuda esporádica del segundo de a bordo, Evgeni Terkhov, la eslora de ese barco le pareció inmensa.

Para el ingeniero jefe de la tripulación, Maksin Prychyshyn, en cambio, que armaba pacientemente un modelo a escala de ese granelero, la cubierta poseía una dimensión mínima. Su copia detallada del barco lo obligó a practicar una observación atenta de él, llevándolo a hallazgos en los que, de otra manera, nunca hubiera reparado. Supo, por ejemplo, que la distribución de las bodegas obedecía a un cálculo preciso para mantener un equilibrio, o que el cuarto de máquinas podría hallarse más cerca del puente. Entretenido en la construcción minuciosa de la copia del barco que habitaba, Prychyshyn dejó de contar los días y sólo reparó en el tiempo cuando terminó su pequeña obra sentimental, lo cual le produjo un desánimo inquietante.

Había una calma abrumadora aquel miércoles de marzo, cuando el maquinista Igor Chesternev vio subir por la plancha al ingeniero jefe de la tripulación, Maksin Prychyshyn. En su gesto se delataba cierto abatimiento. Había pasado la tarde en el jardín de la plaza principal, sentado en una banca, escuchando conversaciones ajenas, entablando amistades esporádicas. Lo apesadumbraba que, desde hacía mucho, se había dejado de hablar del Evangelista Dorado, cuyo desamparo ya no merecía ni siquiera un comentario.

Esos augurios tuvieron un desenlace perturbador cuando la capitanía del puerto dispuso que el Evangelista Dorado fuera trasladado a un fondeadero. Lo llevaron a una rada apartada en el río Tigre, donde la visión de tres barcos abandonados y las partes sobresalientes en el agua de muchas embarcaciones hundidas representó un presagio inequívoco.

El segundo de a bordo, Evgeni Terekhov, el ingeniero jefe de la tripulación, Maksin Prychyshyn y el maquinista Igor Chesternev, todavía permanecieron en el buque granelero. Ningún armador se había interesado por adquirir ese barco embargado, y difícilmente aparecería algún comprador. No era una cuestión de precio, sino que el carguero había dejado de representar lo que llamaban "una inversión".

Una noche, en la cubierta, el ingeniero jefe Maksin Prychyshyn, recurrió al tono confidencial para confesarle al maquinista, Igor Chesternev, que había averiguado dónde estaba el capitán Eferis. Chesternev lo miró con extrañeza porque esa información, desde hacía mucho, le era indiferente. Pero Prychyshyn le refirió que se había vuelto el capitán de un pequeño barco camaronero en Campeche, y le explicó que quizá le convendría ir a verlo, pues siempre le había guardado un afecto distintivo. Luego simplemente le dijo que había llegado el momento de abandonar el Evangelista Dorado.

El segundo de a bordo, Evgeni Terekhov sospechaba que esas sugerencias obedecían a que el ingeniero Prychyshyn pretendía apoderarse del granelero para hacer negocios turbios. Por eso no escuchó su recomendación de aceptar el dinero que les ofrecían las autoridades mexicanas para volver a Riga. Se negó a desembarcar y no se despidió de los dos marineros, a los que ni siquiera vio bajar del barco para dirigirse a tierra en un lanchón desvencijado.

Durante muchos días, acaso un mes, Terekhov aguardó el regreso de Maksin Prychyshyn, que delataría su sucia trama comercial. Muchas veces, imaginó escuchar su abordaje secreto, pero luego se apoderó de él la creencia de que los fantasmas de los barcos hundidos circundantes pretendían invadir el Evangelista Dorado, por lo cual querían expulsarlo perturbándolo con ruidos y suposiciones espectrales. Quizá en sus recorridos solitarios por el barco, él mismo parecía un fantasma errabundo.

Hay quien sostiene que Terekhov empezó a hablar solo y que se mudó al camarote del capitán, donde terminó el crucigrama del periódico viejo que Antonish Eferis dejó inconcluso. Sin embargo, se ignora acerca de qué trataban esos soliloquios. No sería raro que simplemente alimentara la esperanza de que alguna compañía naviera se interesara por ese viejo granelero anclado y le confiara el mando, pero en ocasiones sentía una tristeza vaga que cada vez se prolongaba más.

Sus anhelos y tribulaciones lo llevaron a olvidar que la navegación se funda en el examen atento de la meteorología. Por eso no observó que el viejo barómetro había bajado demasiado, ni reparó en el halo de la luna, ni sospechó de la llovizna que sobrevino después. En un sueño indistinto, creyó que el barco se movía. Luego, lo despertaron algunos golpes, que atribuyó a los fantasmas. Todavía tardó un momento en reconocer la realidad y adivinar que un viento inusual se adentraba en la costa. Intentó volverse a dormir, pero los ruidos herrumbrosos de puertas y objetos lejanos se lo impidieron. Cuando una enorme ampolleta, que siempre había estado en el camarote, se rompió al caerse, Evgeni Terekhov decidió levantarse.

Trató de apresurarse en la oscuridad del barco vacío, pero los violentos movimientos lo obligaron a caminar con cautela, aferrándose a los débiles barandales, avanzando trabajosamente. Afuera se escuchaban golpes contundentes en el casco y el eco de un viento implacable. La desesperación y el esfuerzo lo hicieron sudar sin sentir el cansancio. Por momentos, se creyó perdido en esos pasillos tenebrosos, que en la agitación marítima olían todavía más a óxido, pero, cuando las sacudidas brutales se lo permitían, volvía a identificar el rumbo.

De pronto sintió los pies mojados y supuso, más que descubrió, que el agua penetraba por los ojos de buey rotos de los camarotes, por las escotillas, por las averías y el mismo metal desgastado. Al llegar a la escalera, se percató de que el agua fluía en abundancia, formando pequeñas corrientes dentro del granelero. Se aferraba a los barandales, que parecían ceder en cualquier momento, procurando llegar a cubierta, deteniéndose en cada escalón, recobrándose, previniéndose de nuevas sacudidas.

Cuando alcanzó la escotilla, halló que estaba trabada, por lo que debió recurrir a los más torpes trabajos para abrirla: golpes, empellones, palancas mecánicas, manualidades incómodas, que se hacían todavía más complicadas por los movimientos abruptos del barco. Como intervalo entre los distintos intentos, descansaba para reponerse y pensar en nuevos recursos para abrir esa escotilla por la que se filtraba la lluvia. Quizá consideró rendirse, pero se impuso en él una voluntad natural, aunque imaginó su muerte ahogándose en ese barco abandonado.

Un fuerte sacudimiento, anunciado por un estruendo seco a babor, empujó al segundo de a bordo, Evgeni Terekhov, hacia la escotilla, a la que le pegó con la cabeza, abriéndola azarosamente para recibir un golpe de agua que lo precipitó por la escalera, en choques sucesivos e intercalados con precisión, hasta dejarlo tirado de bruces en el pasillo, sin reaccionar al agua que se anegaba profusamente.

El ciclón duró tres días y devastó campos, sembradíos, palmares, calles y casas, arrastrando árboles, enseres, vacas, bueyes y cadáveres humanos. El Evangelista Dorado no se hundió completamente; la proa sobresalía en el agua, entre la arboladura de embarcaciones menores sumergidas, ostentando su nombre. En la capitanía del puerto de Altamira nunca supieron que en él aún permanecía un tripulante, el segundo de a bordeo Evgeni Terekhov, el cual, pasada la tormenta, nadó hasta la playa, donde nadie le creyó que era un náufrago. Vivió condenado a la inopia portuaria.

No lejos de ahí, en Tuxpán, Veracruz, hubo una cantina con nombre de barco: el Evangelista Dorado. Pertenecía a un viejo marinero ruso llamado Maksin Prychyshyn, que solía referir la historia del último granelero en el que había trabajado, cuya reproducción había armado en miniatura por aburrimiento y adornaba el estante de las botellas. Cuando terminaba su relato, siempre apuraba un caballito de vodka porque lo asaltaba la melancolía, y sólo repetía, a manera de moraleja: "los barcos se hunden más de lo que se cree".


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ago/03