A la deriva
Julio Ramírez
María casi río me alcanzó dando tumbos sobre la balsa de mi cuerpo. Ella estaba gaviota sobre el pantano, pegada a la piel traslúcida del agua, como hoja de papel en mi bitácora.
Tal vez, sin ella, no tendría nada qué contar.
Podría decir que tengo más de treinta años y alguna vez una barca, tres cortes de cuchillo en el cuerpo y un naufragio en el fondo de las algas.
Ella, cuando la vi, estaba más allá de mis manos, con su nuca dejada al azar, sobre la proa libre de su silueta.
Ella pisó las aguas como si fueran un manto de sol dejado por su ocaso y me sacó en vilo, hasta ponerme sobre un charco de sangre purulenta escapada de mis pantorrillas.
Un caimán viejo se acercó para mirar sin decir nada, sin hacer nada. Y pensé que sólo era para verla. Iban a dar las seis untadas al crepúsculo; iban a dar cuando ella dio las horas.
Se me quedó mirando fijamente con sus ojos anacondas en tierra, con sus pupilas arrastrándose en mi cuerpo, hasta que unas pinzas, sus manos, se clavaron en lo que quedaba de mi hombría.
Cuando mi hijo llegó a la tienda, donde a veces me pongo a hacer palabras, para decir del torbellino, no le creí. Juré que había masticado esas yerbas del cenote que hacen soñar, que su madre le había pedido quitarme la botella de mezcal, que nadamás deseaba chingarme la paciencia. Y lo mandé al carajo y me eché al agua camino a cualquier lado adonde ellos no estaban.
Doce tragos después me vi sin remos, enremolinado y con un coraje que me hacía maldecir.
Los patos no tenían tirador y yo no tenía orilla. Sólo esos troncos que me venían alcanzando con su gran tamaño, sus grandes saliduras.
Ella salió seguramente del agua porque de pronto saltó igual a un grano en la piel, me agarró antes de pedirle ayúdame. Y nadó hasta tocar el pasto encharcado en el lodo, hasta que sus uñas anclaron donde estoy aquí.
Tal vez hubiera tenido tiempo para pedirle a mi mujer otro hijo, no nadamás aquél, con los ojos de río iguales a los del vendedor de comestibles que llegaba a nosotros cada mes. Tal vez pude decirle al pequeño que se parecía a mi abuelo por parte de mi madre.
Pero María hundió sus manos entre mis piernas y yo ya no fui más.
Si no, me hubiera muerto, me contó entre las calenturas que me hacían verla convertirse en iguana, que me hacían decirle todos mis secretos, que le volvían la costra del vestido en yerbabuena, que me hacían llorar nomás de verla.
Mi mujer, a lo lejos, parecería un carrizo mal plantado, un poquito quebrado a la derecha, según caminara, pero yo la quería. Pero así la adoraba entre el silencio de los lagartos y el resoplido de los cocotales.
Solos los dos, y mi hijo, nunca pensé en que tuviera otro hombre.
Bajó mi piel como si fuera una culebra que se va a otra casa; la bajó como si se le quitaran las hojas a un tamal. Bajó todo después de quitarme el pantalón sin remordimientos, sin sacarme esos ojos de encima.
Después, sin decir nada, me puso en otra barca.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Dic/99