Good boy
Para Alfonso Reyes
y Miguel DomínguezGerardo Martínez
Oye, Moncho. Déjame decirte que cualquiera de los de Coyula se moriría de envidia por ese burro en el que vas montado. Ellos ya quisieran uno, así sea viejo y gastado como el tuyo. Cuando sepan lo que harás con él no se cansarán de insultarte. Pero las órdenes son órdenes y que los demás vayan y digan misa. Porque saben que si alguien se mete en estos moles no le queda de otra más que obedecer o pagar caro su desacato. ¿Verdad que sí? Quién te viera, pinche Moncho. ¿Quién de los de Coyula se quedó con ganas de majearte cuando pasabas calle arriba? Hoy sabrán de qué madera estás hecho, ¿verdad? El que nunca dijo nada y aguantaba las burlas de los compañeros, primero en la primaria, allá en Santa María Huatulco, y luego aquí, en el trajín de las papayas de la huerta de don Salvador. Ahh, a puro vergazo te traían, que hasta los soñabas, ¿verdad?
Cuando sacaste a tu burrito esta mañana te acordaste del maestro Graciano, cuando les leyó la historia del borrico gachupín, aquel tan coquetón: Platero es pequeño, peludo y suave, les leía el maestro. El tuyo es de color marrón y se diría que siempre está cambiando de pelaje. Hoy amaneció cansado y primero estuvo un poco laso para apearse del corral. Es muy viejo y nada más de verlo te acuerdas de lo que le dijo tu mamá a doña Virginia, cuando le contó lo de la amante de su esposo: déjelo, Virginia. A él nomás le queda lo del burro. ¿Y eso qué es?, te preguntase. Y tu mamá le acompletó la frase como para que tú mismo entendieras: el pedo y el rebuznido, doña Virginia. Nada más. Pero tu burrito todavía te aguanta, piensas. Aunque eres un chamaco veo que estás pesado. ¿Cuánto pesas, Moncho? ¿Cuarenta? Para los once años que tienes creo que estás muy bien comido. Eres la envidia de las madres de Coyula.
Ya no falta mucho para que lleguemos al crucero Huatulco. Te recomiendo, Moncho, que te bajes y te estires un poco. Así es, como hacías en la escuela con las tablas gimnásticas. No mucho, Moncho. No quiero que te canses. Vámonos. Llegamos al crucero y pasas frente a la base de los taxis en donde trabaja tu tío. Pasas con disimulo. Nunca ha prestado atención a lo que haces, pero si te ve a esas horas, cuando se supone que deberías estar en la huerta de don Salvador, notará algo raro. Nosotros no queremos eso. Camina, Moncho. Como no queriendo. ¡Rápido!
Estuvo cerca, ¿verdad? No te espantes. Estaba en la tiendita tomando unas cervezas con sus compañeros. De aquí en adelante tendrás mucho cuidado. Los camiones que vienen de Pochutla pasan que hasta descobijan, y los accidentes son sencillos de apelar. Tu burrito como que se queja, ¿no? Nunca le ha gustado caminar por el arcén, piensas, y menos en una carretera peligrosa y transitada como la Costera. Con el par de sacos que además de ti se carga en ancas parece un poco incómodo. Ni modo, borrico. Las órdenes son órdenes. Y por cierto, Moncho ¿Quién te consiguió el trabajo? ¿El hijo de doña Martita? Pero si él estaba prófugo. ¡Ah! haberlo dicho. Fue Román, su otro hijo. ¿Te habrá pagado bien, verdad? ¡Oh, qué generoso! Supongo que eso incluye lo del burro, ¿no es así? Con eso te puedes hacer socio de don Salvador. Nada más que cuidadito, Moncho. Por algo el Ismael, el otro hijo de doña Martita, quiso secuestrarlo. No es de fiar el viejo.
Ya hemos caminado mucho. ¿No lo crees? Pero para qué parar si ya estamos entrando a Santa Cruz Huatulco, nuestro destino. Creo que ya te caigo mal por las molestias que he dado en el camino. Sólo que lleguemos al quiosco de la plaza y acabemos el trabajo puedes irte. Es más, te recomiendo que en cuanto lleguemos te vayas lejos. Puede ser muy peligroso y ahora no hago más que repetir las instrucciones que te dio el hijo de doña Martita. «Lo amarras donde haya mucha gente, enroscas los alambres negros y te vas muy lejos, no entretengas tu camino» ¿No te dijo así Román? Haz nomás lo que te dijo. Mira, ahí junto a los puestos de sombreros, donde están los gringos risa y risa. Méndigos bolillos. A la playa no vamos porque el burro no entra a los hoteles, tú tampoco. Ni modo. Luchamos contra de esas diferencias. Junto al quiosco hay unos como gringos. Un punto intermedio estará muy bien. Exacto. Tú sí sabes. Ese árbol lo mandó diosito solamente para ti. Amárralo y haz lo que se te dijo. Buen muchacho. Good boy, diría el pinche gringuito que toma su helado en la banquita y te ve con ojos de me prestas.
Bueno, Moncho. Ya casi acabamos y ni siquiera sé el nombre de tu burro. Ah, que bonito: Celino se llama. Muy bien. Pero creo que es hora de despedirme. Adiós, Moncho y mucha suerte.
Moncho se acercó a la sombra del árbol y amarró su burro. Volteó hacia todos lados de la plaza y esperó a que se juntaran más personas, luego se dio cuenta de que el gringo de la banca le mandaba unas sonrisas mayatonas. Éste no quería más que invitarle un lemon sherbet al muchacho tan simpático. Se levantó y se dirigió hacia Moncho, con las manos en las bolsas traseras de la bermuda y silbando la sandunga. Estaba el gringo en medio de la plaza cuando Moncho recargó los cables. Él sabía por experiencia que por má cuidado que se ponga siempre ocurren accidentes, mucha más razón con las sustancias peligrosas.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Jul/05
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