Los guardianes del rey

Carlos Zugasti

El sol llega al cenit marcando la hora media del día. Las palmeras chaparras, proyectan su sombra estrellada sobre su base y las hojas de la espesura devuelven con sus reflejos metálicos, los rayos de luz enceguecedora.

El lejano rumor del mar recala sobre la playa blanca de arena coralina, acentúa la sensación de tranquilidad que envuelve el ambiente. En el horizonte turquesa el transbordador con turistas enfila su proa hacia Isla Mujeres. Atrás queda este lugar llamado por los antiguos pobladores, la olla de las serpientes. Mientras te espero en el mirador recién construido, me siento sobre el dintel mirando las olas y su devenir. Escucho que un vehículo se detiene. Volteo. Bajan del autobús varias personas. Seguiré esperándote. Miro en diagonal y veo el letrero indicando la entrada a la zona arqueológica y recuerdo cuando llegué por primera vez a este lugar. Ese día, conocer la isla y recorrerla era esencial para lo que sería mi trabajo. Identificar cada vereda, cada sendero y cada montículo eran motivo de interés y atracción. Llegar a San Miguel, suponía adentrarse en la maleza para encontrar la zona arqueológica. En la improvisada oficina del campamento, esa mañana los topógrafos me habían dicho que las ruinas -así las llamaban- estaban casi al final de la isla y se llegaba a ellas pasando un enrejado en que había un letrero en el que se leía: San Miguel, prohibido el paso. Cuando lo ví, entré y manejé por toda la brecha hasta llegar a la duna donde hoy está éste mirador. Bajé del VW Safari y trepé a la parte más alta. Allí vi primero el mar, a mi espalda la laguna, entre ambos, la selva chaparra y densa. Por entre las palmeras subía una columna de humo y junto a ésta, divisé el bloque grisáceo de una construcción, supuse, que allí era San Miguel. Regresé al vehículo y continúe por la brecha. Al acercarme vi entre la maleza una construcción en ruinas, con unos cuartuchos, de piedra blancuzca, sin techo, al lado palapas. Disminuí la velocidad para observar, cuando repentinamente apareció una jauría, que ladraban furiosamente e incrementé un poco la velocidad. Uno de esos perros se abalanzó sobre el vehículo y cayó en el espacio entre mi asiento y la parte trasera. El perro ladraba estruendosamente, lo sentía junto a mí. Me distraje y dejé de ver hacia el frente. Perdí el control del vehículo que se incrustó en un montículo de cortezas secas de coco. Escuché un estruendo. Era un disparo. Los perros dejaron de ladrar. El instinto me hizo saltar del asiento, subí al cofre quedando el parabrisas del vehículo entre el perro y yo.

Alce ridículamente las manos en alto en señal de rendición. De la maleza surgió un hombre sosteniendo una escopeta, apuntándome, mientras les gritaba a los perros en un lenguaje incomprensible para mí. A los gritos de aquel hombre la jauría se alejó; el perro que estaba dentro del vehículo saltó para unirse con los otros. El hombre con su arma se acercó a la vez que iniciaba un interrogatorio. Fue un alud de preguntas. A cada una de ellas, yo le contestaba abruptamente. Todavía sentía miedo y angustia. Mientras le hablaba saqué mi cartera y le mostré mi identificación, lo que para él no significó nada. De la brecha surgió un hombre delgado de considerable estatura, de piel bronceada; con el pecho desnudo. Llevaba una ristra de pescados y un machete. Entonces, mi temor aumentó. Temí que ambos me agredieran. Enmudecí. Hablaron entre ellos, y comenzaron a reírse.

El hombre de la escopeta me habló en forma diferente, y de manera cortés me dijo que se llamaba Gabuch, que cuidaba las ruinas y también ese lugar. Señalo al otro, diciéndome que se llamaba Emilio. Se colgó la escopeta en el hombro e hizo la seña para que yo bajara del vehículo y que lo siguiera. Nos dirigimos hacia la palapa. En el trayecto les gritó a sus animales y los encerró en un corral. Entré a su casucha-bodega. Unos tablones sobre unos troncos de palmera constituían una mesa y sobre ella varios cacharros. Gabuch me acercó una silla desvencijada, mientras que Emilio se acercaba con otra. Como si nada hubiese sucedido, iniciaron una charla interminable y me integraron en ella, después me ofrecieron pescado asado a las brasas, luego un menjurge de agua de coco y un liquido que extraían de una liana que colgaba. La cherna estaba bien cocinada y había que comerla con los dedos. Repetí la ración hasta saciarme. Gabuch me indicó que me llevaría a conocer las Ruinas del Rey. Caminamos un largo trecho y en un recodo vi la zona arqueológica. Era un conjunto de varios edificios, cuyos bloques de piedra habían resistido al tiempo y a la acción disolvente, corrosiva y aniquiladora de la selva. La vegetación había avanzado sobre los muros de piedra. Las raíces de arboles y arbustos habían penetrado profundamente en los cimientos removiéndolos con insospechada fuerza. Una extraña simbiosis se producía entre la madera y la piedra, confundidos por el abrazo asfixiante de la vegetación. Una verdadera red de ramas y lianas envolvía las edificaciones, tornándolas inaccesibles, cortando las sendas y echando un manto de silencio y sombras sobre cualquier rastro humano. Gabuch me llevó hasta un basamento con varios cuartos, o templos, en uno de ellos su fachada estaba decorada con diferentes motivos; en los lados mayores y entre puerta y puerta existía una composición de cuatro grecas que se completaban con dados esculpídos para formar grecas escalonadas dispuestas en simetría vertical y horizontal. En la parte central del friso, en una especie de nicho estaba un personaje que parecía como si vigilara la ascensión a través de las escaleras. Era una escultura de ochenta centímetros aproximadamente que representaba a un personaje de pie. Justamente en su rostro se denotaba la costumbre de perpetuar la individualidad. Sin duda era un rey que miraba como quien lo sabe todo y todo lo calla. Era el misterio hecho piedra. Entre la comisura de sus labios y a medio despegar, encerraba una historia olvidada y un secreto sellado. Un compromiso, o un desafío, un saludo benévolo...todo eso parecía contener su enigmática expresión. Ver aquel rey fue impactante. Atardecía y las nubes de mosquitos pronto me atosigaron y ante mis aspavientos y rasquidos, salimos de aquel lugar. Gabuch me señaló el camino de regreso. Ese día quedó indeleble en mis recuerdos, como si yo lo hubiese descubierto. No he olvidado el contraste grisáceo y oscuro de las construcciones junto al verdor de la maleza. Imaginé la voz de aquel Rey que me decía: Nada queda ya. Completo el fin de aquel destrozo infinito sólo a lo lejos se extiende la selva y el mar. A partir de aquel día supe que Gabuch y Emilio serían mis amigos en aquel Cancún, que años más tarde volvería a ver nacer otra ciudad. Dos años después, entró a la isla un ciclón que nos mantuvo a todos encerrados en el campamento. Fue entonces que unos ingenieros borrachos acompañados de unos albañiles ladinos, penetraron a la zona arqueológica por la laguna y con zapapicos desprendieron aquella bella pieza, la fracturaron y se la llevaron en pedazos. Meses después alguien los delató, los detuvieron y los llevaron con la máxima autoridad de la zona, que era el comisario ejidal. Él los llevó a Isla Mujeres y los encerraron en un cuarto maloliente que servía como cárcel. Después les dictaron sentencia...a los ingenieros los condenaron a pagar una multa; la empresa constructora en donde trabajaban los cesó y el comisario ejidal junto con sus ayudantes los trepó en un autobús rumbo a Mérida. Gabush, pidió al comisario, que los albañiles «que por supuesto no tenían con que pagar la multa» fueran comisionados con él, para chaponear la zona arqueológica y poner unas cercas para evitar los accesos desde la laguna. Una semana de trabajos forzados y escasa comida, hizo que los albañiles se escaparan. A Víctor Segovia, el arqueólogo comisionado en la zona le entregaron los pedazos de la escultura, él las colocó en una caja de madera, que amontonó sobre otras dentro de una bodega en espera de su restauración. Años después como parte de las inauguraciones de hoteles, nuevos edificios y caminos, colocaron placas con los nombres de funcionarios y de grandes personalidades. También se inauguró el museo y se felicitó a todos los arqueólogos y ayudantes por su trabajo. Nombraron al lugar, la Zona Arqueológica del Rey y nadie mencionó a Gabuch ni a Emilio, que fueron sus guardianes por años. Cuando tú llegues, iremos hasta allá, te relataré esta historia. Y cuando visitemos este lugar a la hora del terral, que es cuando sopla el viento del continente hacía el mar, tal vez veamos entre las palmeras el humo de fogata y ten por seguro, que cuando la luna esté en el cenit, escucharás a la jauría ladrando. Gabuch y Emilio se sentaran alrededor de la fogata, comerán su tikinchik, beberán su menjurge y después dormirán tranquilos porque el Rey de Cancun los protege.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Mar/01