Hechos de la Vida Real
Luis Augusto
Casi a punto de comer el primer bocado de cereal, Andy Pasado se detuvo con la cuchara en la mano. Le pareció que había algo diferente. Para empezar, su pequeño departamento olía mejor. A veces el olor a jabón después de varios días de suciedad se mete en la nariz con el mismo dolorcillo con que se desacalambra una pierna, y eso lo sabía muy bien.
Entre paréntesis, no es que fuera sucio, sino que su horario estaba demasiado saturado. Andy sobre trabajaba para no acordarse de que al dejar de hacerlo la vida sonaba más vacía. Algo así como el silencio ahora en la mesa de la cocina. Un enorme hueco en el aire que dejaba la ausencia de ruidos de claxon y camiones, los rasguños de patitas de insecto en el aluminio del fregador, el griterío de los vecinos porque el niño no se quiere levantar. Ausencia después reemplazada por lo que tardó en reconocer como trinos de pájaro.
Andy se asustó un poco. Fue a lavarse los dientes y en el espejo su rostro no estaba manchado de pasta. A lo mejor hizo limpieza y se le olvidó. Fue a buscar sus calmantes y tal vez por puro masoquismo abrió la puerta del refrigerador, donde los anaqueles llenos de botellas de vino le sugirieron un desvío de la rutina que lo alteraba un poco.
Aún así se tranquilizó al ver que en el reloj casi daban las siete. El mismo reloj, el mismo viejito en bicicleta allá abajo en la calle; eran cosas que tenían para él un no sé qué de salvavidas. Cogió el control del televisor y lo prendió, en un leve reflejo de rata abandonando el barco. Pensaba en las conocidas imágenes de robos y matanzas para que de alguna forma le indicaran que todo iba normal, sin cambios de programación ni de horario.
Las siete uno. De no haber sido por los conciertos de piano y violín en vez de las noticias matutinas, ya estaría tomando el camión. Pero ahí estaba, todavía parado frente a la tele. Negándose a creer que lo estaban bombardeando con imágenes del sol entre las ramas de un pino y Claro de Luna de Beethoven como fondo.
Salió de su casa. El camión se detuvo poco antes de llegar él a la parada y no arrancó hasta que estuvo sentado en los (nuevos) asientos acojinados.
El chofer silbaba la melodía favorita de Andy, que pensaba en varias cosas. Por ejemplo en su novia, trabajando. En su propio trabajo: ¿Cómo un administrador de empresas terminó de cantinero en un bar de vampiros?, incluso era tan ridículo que al principio le añadió un poco de variación a la flojera de vivir todos los días -después todo fue igual-. A veces imaginaba (este vendría a ser el caso) que había sido creado a propósito. Nada que ver con lo que venimos a hacer en la tierra, sino una especie de comodín o edición especial. Y esto no lo pensaba con orgullo, más bien le hacía sentir una presión sobre los hombros.
Andy desvariaba un poquito en ocasiones. Se perdía en la ventana de un camión e imaginaba cosas como esta, porque eran mucho más interesantes que llegar a la barra de un lugar donde un montón de locos presumían su rareza. Como si afilarse los colmillos y practicar ritos masoquistas los convirtieran en una nueva especie o en dioses inmortales. Hoy no desvariaba. Hoy parecía como si el mundo real que a diario se vestía de gris hubiera decidido por una sola vez presentarse de blanco y azul cielo.
Andy temía todo esto: los árboles cuidados y frondosos en la calle, la gente caminando despacio y sonriendo en las aceras ( la que no estaba sentada a la mitad de la avenida con una canasta de pic-nic), el camión deteniéndose exactamente a la puerta del remodelado y recién pintado bar donde trabajaba. El caminar por la banqueta le recordaba la imagen de la espada de Damocles que vio en una revista a los diez años. Algo así como una amenaza flotando en el aire, que tenía que ver con la idea de haber sido creado con un propósito específico.
Específico quedó repitiéndose en su mente mientras el camión se iba. La puerta del bar parecía retarlo a tocarla y pasar. Le decía lo mismo que las escenas obvias en las películas de terror. Un saber desde antes que lo de adentro iba a ser algo así como un kínder o un manicomio (ya ves, los giros en las historias) y aún así tener la mano temblando al empujarla.
¿Qué más se podría agregar? Lo hizo. Abrió la puerta, encontró cualquier cosa. Por que cualquier cosa es mejor que un bar de vampiros. Porque Andy va a ser feliz para siempre, porque vivirá para siempre y tal vez con eso baste.
Con eso, el Andy de este lado (este Andy con una soga al cuello y subido en una silla. Este que sí va a descansar), se consuela de no haber interrumpido jamás su desayuno y puede, con la libertad de la tinta -la única libertad-, sonreír un poco antes de dejarse caer.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 10/Jun/00