El regreso de los héroes no se produjo nunca

Esperaron con la fe tambaleante del enfermo terminal que sueña un remedio milagroso.
Salieron a las calles para proyectar largas miradas hacia el horizonte confundido entre las
inservibles líneas eléctricas entrecruzadas con las ramas de .los árboles secos y el
andamiaje de los cables telefónicos y la televisión fuera de servicio. No lograron, ni
entrecerrando los ojos, divisar la cercanía de los ausentes.
El Libro de las Desapariciones

José Luis Velarde

La ciudad casi estaba desierta.

Los hombres jóvenes, los adultos hastiados, las mujeres que deseaban libertad, los viejos en búsqueda de empleo, las prostitutas establecidas y las que estaban en proceso de descubrirse como tales, los niños que odiaban a sus padres, los locos, los estudiantes, las actrices en potencia, los buenos jugadores de futbol, los triunfadores que desearon ampliar el horizonte de dimensiones pueblerinas, y los fracasados que anhelaban otra oportunidad se alejaron de la ciudad convertida en lote baldío con premura inusitada. Los abandonos fueron constantes durante los años que se sucedieron al término de la década de los cincuenta. La gente se fue atraída por los letreros de neón. Buscaba las promesas ofrecidas por las fábricas, las nuevas urbanizaciones, el seguro médico, los vehículos deportivos, la educación, los estadios y los ídolos de las multitudes congregadas en otros ámbitos, para constituir poblaciones perpetuas donde no se escatimaba la luz y los restaurantes impregnaban la noche de aromas exquisitos.

La ciudad no creció más. La hierba se adueñó de los terrenos descuidados; introdujo semillas y raíces en la tierra y se expandió por los rincones de las casas desiertas. El asfalto no escapó a sus intentos de seducción y pronto fue engalanado con manifestaciones verdes cada primavera, mientras las grietas ganaban espacio en las estructuras más sólidas.

Los dos semáforos de la calle principal se conservaron amarillos, al resistir un poco más que el resto de las viejas pinturas pronto descascaradas en los frontispicios de los edificios y en todos los rincones donde el polvo no fue capaz de protegerlas. La vieja gasolinera dejó de ser verde y blanca ante el gris que la transformó sin remedio. Los ladrillos de la escuela comenzaron a caer y el hombre de la guardia cesó de ponerlos en su sitio cuando la dirección prohibió efectuar reparaciones inútiles.

Los niños ya no visitaron los juegos públicos. La rueda de la fortuna en miniatura fue llenándose de óxido hasta que se colapsaron las cadenas de las que pendían las sillas giratorias. Los sube y bajas se volvieron tan ocres como las láminas de los resbaladeros convertidas en trampas de bordes aguzados. Los pájaros se fueron al advertir que la fuente no tendría más agua fresca en las tardes calurosas que se incrementaron como si la soledad las convenciera de multiplicarse.

Las calles pavimentadas comenzaron a confundirse con las calles empedradas y las simples callejuelas de tierra apisonada cuando los huecos crecieron para tornarlas intransitables. La banda de música no volvió a presentarse en la plaza principal y los niños dejaron de bailar en los atardeceres donde saboreaban elotes y algodón de azúcar, mientras los padres charlaban bajo la sombra de los encinos y los eucaliptos.

El silencio creció tanto que ya no fue percibido con gusto por los que se quedaron. Los que anhelaron cambiar de aires y obstaculizados por una y mil razones distintas terminaron resignándose a permanecer en su tierra natal. Algunos establecieron nuevas empresas como si la ciudad necesitara fuentes de empleo. El dueño de la agencia distribuidora de automóviles inauguró una fábrica de ladrillos junto al río que pintaba de verde una franja intensa que descendía desde la sierra próxima hasta los sembradíos del oriente. Nunca consiguió recuperar sus inversiones. La fábrica quedó desierta, lo mismo que la mayoría de las tiendas de la calle principal y la gente continuó marchándose.

Los sobrevivientes nunca se enteraron de la decisión que llevó a los dueños de los circos a borrar el nombre de la ciudad de sus visitas veraniegas. De pronto se suspendieron los desfiles. Los elefantes dejaron de acarrear delicadas trapecistas que parecían jinetes etéreos. Los payasos no volvieron a caminar con torpeza y enormes zapatos de tres colores. Los bolos desaparecieron en el aire donde era común encontrar las llamas del hombre que comía carbones ardientes en sus ratos libres. El hombre fuerte no levantó más sus pesadas esferas y las marchas del ragtime ya no fueron interpretadas en lugares públicos.

Un libramiento de tránsito se llevó la visita cotidiana de los autobuses y los traileros, poco después de la clausura del aeródromo donde una avioneta fumigadora permaneció sin reclamar por sus propietarios durante más de veinte años. La ciudad también se quedó sin músicos cuando los integrantes del trío norteño que se presentaba noche a noche en la vieja cantina del señor Escutia, fueron convencidos de acompañar a una cantante de mediana voz y trasero abundante en una gira que los llevó a conocer buena parte del país. El otoño del año siguiente los descubrió intentando cruzar la frontera como indocumentados que deseaban encontrar empleo de albañiles en alguna ciudad del sur estadounidense.

Algunos emigrados regresaban de vez en cuando a la ciudad de las azucenas, iban en busca de los padres, los amigos que no se atrevieron a moverse nunca o de las familias y las mujeres que esperaban con lealtad espartana los envíos de dinero que no siempre eran constantes. Algunas mujeres se marcharon llevando a los niños con ellas y pronto tuvieron que conseguirse un trabajo y olvidarse de los abuelos y de otros niños abandonados por los emigrados que no regresaron nunca.

Manuel Hinojosa estaba contento la tarde de agosto de 1967 en que, acompañado por su esposa y sus dos hijos, detuvo el automóvil frente al gris expendio de gasolina donde las moscas se deslizaban adormiladas por las vidrieras manchadas de polvo y de grasa. Los niños y la mujer descendieron sonrientes, antes de quedarse paralizados por la máquina inservible de refrescos caldeados, los anaqueles desiertos y el baño convertido en alcantarilla. Hinojosa miró los rostros ensombrecidos y olvidó las vacaciones y el verano. La familia ya no quiso adentrarse por las calles imposibles rumbo a la plaza que no dejaba de ser verde. Manuel aceleró su marcha al contemplar el restaurante de la esquina con la pintura azul desvaneciéndose en escamas pertinaces, como la piel de un anciano transeúnte desdibujado por la luz vespertina. El automóvil produjo ruidos intensos y agudos, para sustituir la ausencia de las urracas y los pericos que ya se habían alejado de la plaza abandonada, y de los nidos ocultos entre los framboyanes, los nogales y los naranjos que los mantenían a salvo de las ardillas y los huracanes que de vez en cuando deparaba el verano.

El viejo de la piel de lagarto miró avanzar al automóvil con la misma indiferencia con la que había presenciado otras despedidas.

El otoño pareció llegar de pronto.

Los sobrevivientes se acostumbraron a pasar inadvertidos, dejaron de salir a pasear, interrumpieron las visitas, no hubo más fiestas infantiles, no se presentaron en los templos y echaron a los pastores que buscaban congregar rebaños desalentados. Se replegaron como los ejércitos hastiados del combate. Buscaron refugio del sol que descendía en llamaradas cada vez más fuertes y se convirtieron en ermitaños que no tenían tiempo de evocar las ensoñaciones perdidas. No se quejaron cuando la vieja estación de radio de la ciudad interrumpió los programas cotidianos. No supieron cuando fue que dejaron de mandarse saludos y canciones. Algunos ni siquiera se enteraron de la muerte de Carlos Alberto Núñez; el locutor que conocía las vidas y anhelos de todos los vecinos. La radio se despidió en silencio y pronto fue seguida por la televisora que durante un par de años intentó mantener la señal por cable, antes de desistir por la falta de suscriptores. Por ese entonces, suspendió sus apariciones el periódico que tenía un siglo de existencia.

La gente se olvidó de sintonizar las posibilidades de los medios de comunicación foráneos. A nadie le importaba conocer las hazañas de los héroes desconocidos, o los traspiés de la economía nacional. Las señales pasaron de largo y, al ser ignoradas, desaparecieron lo mismo que las oficinas de correos y telégrafos que permanecieron abiertas hasta la muerte del personal sindicalizado. Nunca llegaron los reemplazos. El aislamiento se volvió la norma que fue privando a la ciudad de los contactos con el exterior. Afuera, las guerras se volvieron cotidianas y la muerte se adueñó de las grandes capitales y los puntos estratégicos de los mapas militares hasta que la prosperidad se volvió imposible como los conjuros de los magos.

La soledad y el silencio expandieron sus ámbitos y algunos hombres ni siquiera notaron que la ciudad de las azucenas ya los aguardaba con paciencia infinita.

Los sobrevivientes salieron al escuchar el estruendo que provocó la caída de algunos árboles y el estallido de los transformadores eléctricos. Miraron en todas direcciones y no encontraron explicación alguna. Los recuerdos se manifestaron imprevisibles y los rostros de los ausentes se dibujaron con claridad inusitada, como si una legión de fantasmas regresara desde las profundidades del planeta. Los sobrevivientes entornaron los ojos y extendieron los brazos y encontraron sombras que no pudieron tocar. Las miradas coincidieron en el horizonte, más allá de las inservibles líneas eléctricas entrecruzadas con las ramas de los árboles secos y el andamiaje de los cables telefónicos y la televisión fuera de servicio. No lograron, ni entrecerrando los ojos, volver a percibir la cercanía de los ausentes.

La ciudad estaba desierta.


Otro cuento de: Zona Espacial    Otro cuento de: Túnel del Tiempo  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre José Luis Velarde    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ene/01