Historia de Kaadim

A Marian

Agustín Cadena

Hay nombres que se mueven, que viven y circulan entre la gente de mano en mano, de ventana a ventana, por oscuras tuberías; nombres misteriosos, sonoros, fascinantes como el dinero, inasibles como los colores en los sueños de los borrachos. Aparecen un día escritos en los muros, en el metro, trazados con ceniza en las mesas de la soledad nocturna; luego los repiten los jóvenes en canciones tristes. No importa que nadie sepa a quien pertenecen. Un nombre es como un crimen: algo anónimo que si logra colmar, y al mismo tiempo enardecer la sed de mitos de la canalla, entonces crece y crece, se vuelve sólido, parásita ciertas formas de conciencia, dirige o explica ciertas actitudes. Esto sucedió con el antiguo nombre de Kaadim.

Kaadim vivía a la orilla del mar, nadie sabe en qué mundo ni en qué tiempo. Su historia se cuenta lo mismo en Huphy que en la ciudad telúrica de Rehobot-Ir. No todas las versiones son iguales, pero las interpolaciones son fáciles de detectar ya que, en todos los casos, obedecen a necesidades de identificación local o tribal. A pesar de que no está escrita en ninguna lengua, la historia tiene múltiples aplicaciones. Las abuelas la usan para asustar a los niños, los sacerdotes para transmitir su sabiduría cifrada en claves; los hombres de edad viril, para halagar a las mujeres... Yo la escuché en una vieja ciudad mexicana que, en honor del dios oscuro Xipe-Totec, se llama "La Desollada". Ahí, entre los rascacielos destruidos por las últimas revoluciones, entre hogueras ceremoniales y copal y el rock milenarista de las hordas urbanas, escuché por primera vez la historia de Kaadim. Sentado sobre una colina de inmundicias industriales, un anciano fumaba mariguana mientras las palabras salían de su boca igual que escarabajos con alas: "Kaadim vivía a la orilla de un mar de agua blanca...", zumbaba el viejo. La gente lo iba rodeando poco a poco. Traperos inmundos, viejas rameras de los templos, sacerdotes alcoholizados, imbéciles congénitos cuya cabeza, incapaz de comprender la sublime historia de Kaadim, habría estado mejor hecha astillas en medio de una calle... toda esa masa deforme de las últimas ciudades se había acercado para oír al anciano. Él era el contador de historias, el aheda.

Pero esto sucedió hace mucho tiempo. El nombre de Kaadim fue grabado en mil vasijas de alfarero, en las espadas, en las tumbas de los suicidas, en el corazón de los pañuelos y en el lecho de los cobardes. El mundo cambió casi uniformemente. Huphy, La Desollada, la ciudad telúrica de Rehobot-Ir... todo se convirtió en una gigantesca cloaca de iniquidades. Sólo la historia de Kaadim permaneció inmutable, pero a ella se añadieron otras historias, vulgares, unívocas, que hablaban de cosas en lugar de ser cosas, que tenían sentido en lugar de ser sentido. Invadieron como hierbas rastreras el prado de oro de Kaadim. Por eso es necesario representar la historia en algún lenguaje duro, granítico, que no conozco. Antes era posible destruir o dejar que las cosas se perdieran, porque siempre había algo nuevo que llenara los vacíos. Ya no. El vientre del mundo está cerrado. Antes el arte era una ciudad espléndida, más bella y más grande que Babilonia o que Roma o que México-Tenochtitlan; en ella todos los sueños eran posibles y una existencia de perro podía convertirse en el carro del sol. El arte era la niña mimada de todos los reyes de la tierra. Pero un día enfermó. Y el cielo enfermó y se hizo negro; no dejó penetrar ya la luz de lo inefable. Tal vez eso era necesario para alguien. Pero también es necesario que la historia de Kaadim no se pierda, que se escriba en el centro amoroso de las oposiciones, en la frente de los amantes y de los genios, en las letras y en las hipotenusas. Sólo así, más allá de las últimas simientes, más allá de la última muerte, seguirá habiendo un silencio que diga:

"Kaadim vivía a la orilla del mar..."


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Mar/00