Hombrecitos

A Gabriela Peralta

Armando Ortiz

Un día, un hombre conoce a otro en un café, en el que ambos tuvieron que esperar a un par de chicas que nunca llegaron. Por supuesto se hicieron amigos ante la triste coincidencia del plantón. Esa misma tarde decidieron ir a un bar tres cuadras más adelante y así, entre los dos, intentaron exorcizar el recuerdo de las chicas que no llegaron. La noche ya no la recuerda ninguno, se les fue tomando tequila, cerveza, comiendo frituras, visitando el mingitorio cada diez minutos. Al día siguiente ambos estaban acostados en la alfombra de un departamento de la calle Magistral. La cabeza les daba vueltas, y no lograron recordar si llegaron ahí por su propio pie, o alguien les hizo el favor de llevarlos. Se sentían avergonzados, pero después de las aguas minerales volvieron a la certeza de que las mujeres valían menos la pena que los amigos. Después de eso se hicieron íntimos, y así pasaron varios meses.

Una mañana, uno de ellos, el más joven, se despertó con una sensación que antes no había experimentado. Toda la noche había soñado con el mar. El mar desde todos sus ángulos. El mar visto desde la playa, desde las alturas, visto como lo verían los pelícanos; el mar desde el fondo como lo contemplan los peces; pero también había soñado con el mar picado, con el mar embravecido, con el mar lujurioso, como lo vería un náufrago. Este sueño lo mantuvo impaciente todo el día. Por la tarde intentó leer un poco pero la concentración se le iba, cómo cuando le baja uno al excusado, en remolinos. Había soñado en otras ocasiones con el mar, parecía recordarlo, pero en esa ocasión no pensó en otra cosa. Algún significado debía tener ese sueño, pero, ¿cuál? Al día siguiente, la respuesta le cayó tan de repente, que se sintió estúpido de no haberla advertido antes. Su amigo, ocho años mayor que él, entró a su departamento, y fue entonces que esa sensación de naufragio lo volvió a estremecer.

Después de semejante revelación pasó no sólo un día inquieto, sino que se pasó así todos los días y tardes y noches siguientes. En la universidad no se podía concentrar en clases, en natación bajó su tiempo en los cien metros pecho. Hizo intentos por sacarse a su amigo de la cabeza, trató de no llamarlo por teléfono, de no frecuentarlo tanto, intentó enamorar a la chica (no la del plantón) que, antes que su amigo, le había gustado, no del todo, pero le pareció que no estaba mal la niña. Sin embargo ella se dio cuenta (porque hay mujeres listas, eso no hay que dudarlo) de que el joven la estaba utilizando para olvidarse de alguien. Ella supuso que para olvidarse de alguna otra chica; claro, nunca se imaginó que el muchacho del que comentaba en su casa, tenía unos ojos dulces y una sonrisa sincera y franca, intentaba con ella, olvidarse de un amigo. Le siguió el juego unas semanas hasta que por fin se decidió a hablar con él, quien por supuesto negó todo. Y no que estuviera mintiendo, no. Su amiga le preguntaba por la chica y le afirmaba que ella lo entendía, que recién estamos en el siglo XXI, que en las cosas del amor no se manda (vaya trivialidades), y que si él estaba enamorado de otra no había problema alguno. Él sólo guardaba silencio, miraba la servilleta que su amiga tenía en las manos y pensaba, no podía dejar de pensar, en su amigo; al que por cierto, había conocido en ese mismo café. Su sensación de náufrago lo tomó descuidado, ella advirtió el cambio. ¿Te sientes bien?, le preguntó. No es nada, un poco de estrés, nada serio, le dijo, y se retiraron sin terminar sus cafés.

El otro hombre, el menos joven, había notado los cambios en su amigo. Eran buenos camaradas, le gustaba charlar con él sobre asuntos diversos: política, cine, libros, deportes, mujeres, hombres (¿por qué no?). Pero últimamente lo había notado extraño, estaba muy contemplativo, nervioso. Había advertido cómo su amigo se le quedaba viendo cuando hablaba; cómo a veces, cuando lo descubría en su contemplación, éste, nervioso como colegial, retiraba la mirada turbado y sin poder hilar frase le preguntaba la hora y le decía que tenía que marcharse. Una vez, le sorprendió que en el sauna del deportivo al que asistían juntos su amigo no hubiera querido quitarse la toalla. Esa vez le pareció gracioso su pudor, pero en otra ocasión notó que si éste no se quitaba la toalla, era porque tenía una erección. Eso fue lo que le dio mala espina, pero no quiso sospechar nada, y no quiso porque él se sentía a gusto con su amigo, y ese tipo de suposiciones siempre traen consigo malos entendidos, disputas y enemistades. Tanto que cuesta conseguir un buen amigo y tener que perderlo por simples idioteces, se decía. El día que el joven le presentó a su amiga, la inteligente, él borró todas esas suposiciones alojadas en su cabeza. Cuando los vio tan cariñosamente abrazados, cuando se dio cuenta de que en realidad se comprendían, y cuando comprobó que la chica era una mujer lista, se sintió tranquilo, pero por cierto, también avergonzado.

Así pasaron poco a poco los meses hasta que la chica decidió que no podía más con esa relación; pensó que no era sana ni para el joven, ni para ella misma. Por eso le dijo que no podía seguir con esa situación de fingimiento. Le agradeció los momentos de cariño (sí, así dijo, "de cariño", no de amor), que él le había prodigado, pero afirmó que ya no podían seguir saliendo juntos. El joven se entristeció, porque de alguna manera se había acostumbrado a salir con la chica y así había podido atenuar un poco su sentimiento de náufrago. Ella, para quedar en paz, sólo le pidió una cosa: quería conocer a la mujer que durante todo ese tiempo había ensombrecido su relación con él. Ella, como toda mujer que se jacte de inteligente, había estado indagando por su cuenta sin lograr que nadie le informara nada. Por eso estaba sumamente intrigada. La supuesta amada se le había convertido en una obsesión, tanto que, le suplicó al joven que le revelara la identidad de ella. El hombre joven se sintió desvalido ante semejante solicitud. No quería revelar el motivo de su secreta pasión, pero ella insistió tanto que, débil como estaba, no pudo resistir más y le dio el nombre de su amigo. La chica inteligente lo comprendió todo, al principio se sintió herida en su amor propio. ¿Cómo era posible que el chico de los ojos maravillosos la considerara menos sensual que un hombre? No dijo nada, fijó la mirada en el rostro avergonzado del joven. Recapacitó un poco y recuperó parte de su autoestima. A decir verdad, le parecía menos nocivo para su amor propio que la cambiaran por un hombre que por una mujer. Antes de conocer a su rival, había hecho conjeturas respecto a la apariencia de la fémina que la superaba. Ella misma se había fijado en sus defectos y le empezaba a molestar su aspecto, esto a pesar de ser una mujer bella. Por eso, saber que era un hombre el que le quitaba el sueño a su amigo, la tranquilizó después de todo.

El joven siguió manteniendo su pasión en secreto. Bueno, ya ni tan secreto, porque ahora la chica con la que había salido unos meses sabía de esa desazón y ella se mantuvo discreta y a nadie le dijo nada. Por su parte el hombre, cada vez que se encontraba con su amigo, el amado, intentaba guardar toda compostura, incluso procuraba no tomar demasiado cuando juntos asistían a algún videobar, porque temía que en estado de ebriedad pudieran, aflorar sus verdaderos sentimientos.

El amado se sintió triste cuando su amigo le comentó que había tronado con su chica. Pero fue porque supuso que el joven estaba triste, aunque en el fondo sentía cierto alborozo porque le gustaba tenerlo cerca. El amado, durante las últimas semanas había empezado a advertir su soledad. El trabajo, la familia, los amigos, todo se hacía una rutina insoportable; de cierto, sólo conseguía alivio a su soledad cuando estaba con su amigo, el que en secreto lo amaba. Esa vez, cuando se enteró del truene, le dio un abrazo fraterno y le dijo que no se preocupara. Todavía de manera imprudente lo tomó de las manos y le repitió lo mismo, le dijo que ambos estarían siempre juntos, juntos; como amigos, claro.

Un día, después de tanto pensarlo, el hombre joven decide hablar francamente con su amigo. Cree que lo ha pensado bien y ha calculado cada palabra que le va a decir. Está decisión la ha tomado porque le ha parecido advertir en su compañero, muestras que van más allá del afecto. Una palmada en el trasero, un abrazo prolongado, un susurro en el que casi roza los labios con su mejilla. Esta serie de indicativos le han dado ánimos y por eso, después de tres copas de vino, le pregunta a su amigo si no planea tener una relación con alguna chica. Él le dice que no por el momento. Que afortunadamente apenas tiene 28 años y que todavía puede esperar. El hombre joven, le dice que él si tiene en mente a alguien y que últimamente lo ha venido pensando bien, por eso ha tomado la decisión de revelarle su secreto. El hombre de 28 años se acerca íntimo a su amigo, atento a la próxima revelación. Cierto que en el fondo sabe que la noticia lo afectará, afectará la relación que lleva con su amigo, al que ha llegado a apreciar en verdad; por eso hasta sonríe y se acerca demasiado y lo abraza cómplice. El joven se siente inquieto, parece que, después de todo, las cosas no saldrán como lo tenía planeado. Ha olvidado cada palabra ensayada y se siente como el niño que se aprendió el examen de memoria, pero al que al final le cambiaron el orden de las preguntas. El otro espera impaciente y mientras lo tiene cerca, empieza a sentir las palpitaciones ajenas. Pero si estás helado le dice, y todavía lo toma de un hombro y lo anima a que hable. Y ante la insistencia, porque él nunca ha logrado resistirse a la insistencia, suelta la única frase maltrecha que se le ocurre: "Estoy enamorado de ti". El amigo sonríe sorprendido, debe ser una broma, por supuesto que es una broma, sonríe y sigue esperando aunque el otro no dice nada. Es el silencio prolongado el que le indica que por cierto la broma no es tal. Por eso se retira un poco y en ese momento recuerda las miradas contemplativas, recuerda la erección en el sauna, recuerda la turbación del joven y sus muestras de afecto y se siente estúpido; todavía se siente más cuando recuerda esos abrazos fraternales, esas palmadas en el trasero, esas frases de estímulo; entonces pasa de sentirse estúpido a sentirse culpable, pues concluye en su mente que el responsable de todo es él. El enamorado reacciona, lo mira a los ojos, ahora contempla el desconcierto de su amigo, le parece que desconcertado es todavía mas bello y tal vez por eso intenta tomarle las manos, pero el otro se levanta de su asiento, tiene el rostro distorsionado, los sentimientos confundidos; sin decir nada se aleja.

Han pasado tres semanas desde que el joven se atrevió a confesarle a su amigo que lo amaba. Desde ese día no se han visto; ninguno se ha atrevido a hablar por teléfono siquiera. El más lastimado es por cierto el que ama, éste sufre la incomprensión a su amor de veinte años. El otro, el amado, intenta distraerse pero no lo consigue. Se acerca a sus compañeros de trabajo pero le resultan verdaderamente insustanciales, su familia es tan ajena a lo que siente, casi no tiene amigos y las chicas a las que frecuenta no les interesa hablar de libros, de cine, ni de política. Se siente completamente solo. No sabe qué hacer.

El hombre joven empieza a normalizar su vida. La universidad, los compañeros de escuela, la natación, la familia, todo eso le resulta de mucha ayuda. Empieza gradualmente a olvidarse de ese asunto de que alguna vez estuvo enamorado de un amigo. De hecho recordarlo le causa vergüenza, no quiere ni pensar en eso y cuando por casualidad se encuentra a la única chica que conoció su secreta pasión, mejor da la vuelta, baja la mirada o finge no haberla visto; después de todo aún era joven y esas cosas son lo que se llama "locuras juveniles", o así le parece a él.

Por otro lado, el hombre que está a punto de los treinta (por esos meses cumplió ya los veintinueve), se siente desolado por completo. No se ha logrado sacar de la mente el por qué las cosas tuvieron que pasar así. Se sigue sintiendo culpable por esos gestos paternalistas que tuvo hacia su amigo y piensa que si éste llegó a sentir pasión por él, debió haber sido porque él la fomentó. El caso es que su soledad se agrava a tal grado que un día decide dejarse amar. Sí, por descabellado que parezca, decide aceptar cualquier proposición de su amigo con tal de volver a tenerlo cerca. Y no es que lo desee como hombre, no, en él no hay inclinaciones homosexuales, lo que va a hacer es porque ya no aguanta su soledad, porque la soledad debe de ser peor que cualquier forma de pecado; a esa conclusión llega.

Una tarde, después de natación, el joven, quien se acaba de dar una ducha y por eso lleva el cabello mojado, y ese aspecto de recién bañado lo hace ver más sensual, es interceptado por un hombre de 29 años; después de no verlo por varios meses, éste le parece un desconocido. Pero cuando lo observa detenidamente recuerda su sensación de náufrago, recuerda el mar y sus sueños. ¿Todavía sientes amor por mí?, le pregunta sin mediar saludo. Pero el joven ya no siente esa pasión que antes lo incendiaba, aunque claro, esas cosas no se han de olvidar pronto, y a pesar de que en realidad ya siente superado su amor por él, el joven le dice que sí, tal vez porque supone que es ahora su amigo el que se siente enamorado, y no pretende desilusionarlo, porque él sabe lo que duelen las desilusiones. Así, juntos buscan primero un café para charlar, después un bar para seguir hablando y al final encuentran un lugar para tener sexo, y lo tienen, y cuando terminan, ninguno de los dos se siente satisfecho; el más joven porque en realidad ya no sentía esa pasión por su amigo; y el mayor porque lo que hizo, sólo lo hizo por amistad, por amortiguar un poco la soledad que lo estaba carcomiendo. Pero ambos siguen haciéndolo durante mucho tiempo; aunque ninguno está de acuerdo; pero piensan seguir haciéndolo, sólo para satisfacer al otro.

Del libro Todos los hombres publicado por Plaza y Valdés. Junio de 200)


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 01/Oct/00