Húmedad
Beatriz García Marañón
El cuarto de hotel no era precisamente lujoso: la colcha de acrilán dejaba ver su edad en las pálidas flores luidas; no tenía aire acondicionado ni teléfono ni una lamparita para leer de noche. Junto a la cama, una enorme mancha de humedad afeaba la pared. Pero era barato y el mar se metía al cuarto por la ventana, con todo y atardecer. Desde la terraza podía mirar toda la playa donde pasaría quince días de vacaciones.
Cada noche me desperté sobresaltada con la impresión de que alguien me espiaba. Sedienta y sudorosa por el calor nocturno y el miedo, creía ver entre sueños a un niño viejo que al pie de la cama me observaba dormir. Encorvado, delgadísimo, sus manos arrugadas se extendían hacía mí, como queriendo tocarme o pedirme algo. Sus ojos de niño, la cabeza rizada sin una cana, la piel turgente del rostro contrastaban dramáticamente con el cansancio del cuerpo y las arrugas de las manos. Era una espantosa pesadilla.
Despertaba asustada, empapada, sintiendo su aliento helado y vaporoso, con los ojos huecos clavados en los míos, sin saber si era sueño o era verdad. Tomaba agua de la jarra que cada día alguien ponía llena en el buró. Me volvía a dormir y por la mañana, el sol y el mar borraban mi determinación nocturna de cambiarme de cuarto.
Pasaba todo el día en la playa frente al hotel, leía o escribía; nadaba en el mar; hablaba con los hijos de los pescadores que se acercaban a mirar lo que hacía, intrigados por encontrarme sola siempre. El calor y la humedad me agotaban, la sed no me dejaba. La sensación de tener un grano de sal en la lengua, me hacía consumir litros de limonada.
Por las tardes daba largas caminatas por la playa. Atribuí al ejercicio el que comenzara a bajar de peso. En los primeros días de playa, los shorts bailaban en mi cuerpo. Me bañaba en el mar y temía perder el traje de baño. Me sentía ligera en el agua como una anguila. Nadaba sin cansarme, pero al salir, a pesar de lo mucho que estaba adelgazando, me pesaban las piernas, mis pies quedaban clavados en la arena a cada paso que daba para intentar salir, como si el mar me llamara.
Mi trabajo cotidiano no me permitía la actividad física, así que no me sentí preocupada. Sólo la sed me agobiaba.
Y la noche. Dormía intranquila, acalorada y sedienta. Lo atribuí a la falta de aire acondicionado. Ya no bebía una sino casi dos jarras de agua en el transcurso de la noche. Curiosamente había aparecido un día las dos jarras llenas, sin yo haberlas pedido en recepción. Entonces, me pareció normal, puesto que si me acababa una completa, era lógico que no me fuera suficiente.
Me quedaba dormida de inmediato, conciliando un sueño profundo y pesado. Pero la pesadilla volvía siempre y cerca de la madrugada me despertaba casi gimiendo, sentía entonces un vapor frío que duraba unos segundos. No me daba cuenta de en qué momento me servía y me bebía el agua.
Dos noches antes de mi partida, desperté más pronto, tal vez por la decepción de la vuelta. Lo vi claramente: el cuerpo delgado, encorvado de perfil, las piernas sin pies, la cabeza erguida delineada de niño: era la mancha de humedad en la pared, estaba a un lado de la cama y estirando el brazo podía tocarla. Cuando lo hice, palpitó. No era un sueño, la mancha crecía por la noche y se alimentaba de mí, me veía dormir, me espiaba.
Aterrada quise levantarme, las sábanas tomaron consistencia de goma que se pegaba a mi piel y me impedían moverme; el cuarto se llenó de vapor y en un sopor húmedo quedé cubierta por la niebla.
Al despertar, la sed me ahogaba. Abrí los ojos y miré la cama donde había yacido unos momentos antes. Un joven, aparentemente extranjero, dormía plácidamente. El cuarto estaba revuelto y mis pertenencias eran sustituidas por las del nuevo inquilino.
En el suelo junto a la cama, una jarra de agua estaba vacía.
La sed me agobiaba, no pude más que salir de la pared y beber su aliento.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/May/01