La invisible barrera que nos acompaña

Óscar Sipán Sanz

ERA VERANO y una mañana en la que no tenía nada que hacer decidí acompañar a la chica rubia al asilo para visitar a su abuela Petra. El sol quemaba lo suficiente para dejar de ser agradable y la chica rubia y yo nos dirigíamos al asilo. Caminábamos cogidos de la cintura, muy unidos, charlando animadamente, con las gafas de sol sucias y el sudor deslizándose por nuestro cuerpo como un torrente en época de crecida; cuando estás enamorado el tiempo y el espacio adquieren otra dimensión y por eso llegamos en un abrir y cerrar de ojos. Se trataba de una moderna construcción de ladrillo rojo -decorada con planchas caleidoscópicas de aluminio-de cuatro plantas de altura y repleta de amplios ventanales y cuidados jardines. Su situación privilegiada -una inmensa llanura rodeada de campos de cereal y alfalfa-hacía del lugar un paraíso para la tercera edad ya que, además de acercarles al entorno plenamente rural de su juventud, les llenaba de tranquilidad y sosiego. El edificio brillaba como una luciérnaga gigante en un país de invidentes y se divisaba a kilómetros de distancia.

Delante de la puerta principal -había además tres puertas auxiliares-, a escasos metros de la escalinata de mármol blanco, un coche mortuorio se encontraba estacionado; el alegre entorno se veía gravemente amenazado. La chica rubia se desprendió de mi cintura de una forma eléctrica, dio un chasquido nervioso con la punta de la lengua y cruzó los dedos deseando con toda su alma que aquel siniestro vehículo no fuera un taxi para su abuela Petra. Se despidió de mí con un beso rápido y seco y atravesó una selva de puertas de puertas automáticas de cristal. Cuando perdí de vista la silueta esbelta de su figura, me di a vuelta bruscamente y sentí cómo subía un escalofrío sin forma por el ascensor de mi columna vertebral; entonces decidí alejarme. Caminé hacia el ala este del edificio -una terraza con losas de gres rodeada por una barandilla metálica-y me senté en un sencillo y acogedor banco de madera. La visión del coche fúnebre me había producido un desagradable dolor de muelas en el alma y la verdad es que me sentía bastante incómodo allí sentado; algo en mi interior exigía movimiento. Enfilé mis pasos hacia un lateral y me apoyé en la valla que delimitaba la terraza con el jardín. Me quité las gafas de sol, turbias como el agua de una alcantarilla, y abrí los ojos todo lo que pude, intentando abarcar el mayor número de cosas posible. El sol calentaba todavía con más virulencia y en el horizonte una estrecha y descuidada carretera comarcal se abría paso entre los campos. Pequeñas figuras borrosas caminaban por el arcén de la misma en dirección al asilo. De repente, un gorrión macho se lanzó en picado y atrapó al vuelo una mariposa naranja con machas amarillas y negras. La mariposa nada pudo hacer. Lo vi como en un documental.

Apoyado en la valla de metal, pude comprobar cómo las pequeñas figuras -que avanzaban en una interminable procesión-eran algunos de los hombres y mujeres que habitaban aquel extraño hotel. Con un ritmo lento y casi diría doloroso, los ancianos caminaban en rigurosa fila india, como un grupo de boy-scouts perdidos en las brumas de un cementerio. No debían de ser más de quince o quizá veinte.

Con el paso de los minutos y las nubes de calor, fueron acercándose a su destino. Con muchísima dificultad, haciendo grandes esfuerzos, ascendieron la suave rampa que enlazaba la carretera con el asilo. Sus caras, apacibles y bondadosas, me recordaban a los rostros de los niños, extenuados tras un largo día de cumpleaños. Niños mayores de sesenta y cinco años que arrastraban un pasado. Niños ex bomberos, ex amas de casa, ex sargentos de la guardia civil, ex enfermeras o ex artistas de variedades, aunque también ex asesinos, ex prostitutas, ex violadores, ex parricidas o ex navajeros de la peor calaña; las canas y las arrugas implicaban respeto, pero las escorias de la vida pertenecían a cada uno.

Aunque no quise mirar, aunque me forcé a observar la infinita línea del horizonte en vez de apreciar el sufrimiento que aquella pequeña ondulación les producía, acabé volviendo la vista hacia la rampa. Era un espectáculo dantesto y decadente: parecían robots a los que se les estuviesen terminando las baterías. Según iban llegando a mi posición, me saludaban educadamente, entre respiraciones agitadas y palpitaciones asíncronas, y yo les devolvía el saludo con una cortés sonrisa. Cuando doblaron la esquina y se dieron de bruces con el coche fúnebre, dejaron de caminar, como inmovilizados por una fuerza descomunal y cercana, y se reunieron en un amplio círculo. En voz baja, como para no profanar el sueño de los muertos, fueron discutiendo a quién habría venido a buscar la dama de la guadaña.

En su tono de voz se podía apreciar el miedo, un miedo con el que tenían que convivir día a día. Un miedo que sólo desaparecería con la muerte.

Desde mi posición, desde de refugio al lado del jardín, pude apreciar la amargura de sus comentarios y, por un momento, perdí mi identidad, el contorno de mis recuerdos y lo que me pareció más importante: perdí la percepción de mi juventud. Me convertí en uno de ellos, en un pobre diablo que esperaba la muerte jugando al mus, recordando o haciendo pequeñas excursiones; saber a ciencia cierta que el monstruo viene hacia ti y disimular como si la cosa no fuese contigo, de eso se trataba. Lleno de un angustioso nerviosismo, caminé hacia la puerta principal, en un intento desesperado por desprenderme del miedo, viscoso e insondable, que aquel minúsculo grupo me había contagiado. Sentía las manos brutales y despiadadas de Dios en mi cuello -unas manos de largos dedos huesudos y llenos de callosidades-, ahogándome como a un perro, disfrutando con la destrucción de otra de sus imperfectas creaciones de barro y lágrimas. Me ahogaba y no podía evitarlo. Entonces, como por arte de magia, las puertas automáticas de cristal se abrieron y la chica rubia salió con su habitual entusiasmo y agitó la mano en mi dirección. De las profundidades de la entrepierna de mi pantalón vaquero surgió una oleada de calor incontrolable, una catedral de deseo que terminó por ahuyentar de mi lado aquel presagio de muerte. Cerré los ojos, inflé los pulmones de aire puro y me quedé allí, sonriendo, bajo el abrasador sol de agosto, con la extasiante alegría de haber recuperado mi juventud y la sensación de tener que aprovechar mi vida al máximo.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Mar/01