La luz secreta

Isaí Moreno

Nadie desea viajar por el lado de la ventanilla de un autobús cuando existe la posibilidad de recibir una bala perdida, o intencional. Ivo decidió sentarse al lado de la ventanilla para proteger a Hanna. Al principio no le pareció descabellada la idea de que ella lo acompañara. Miró el territorio a través del cristal de la ventana, después observó a la gente que iba de pie en el pasillo sujetándose del pasamanos y hablando en voz baja. Tomó la mano de Hanna, luego la abrazó y le dio un beso en el cuello. Por un instante se sintió feliz, aunque no se explicó por completo el motivo de aquella alegría cuando afuera del autobús continuaban los peligros al doblar las esquinas. Percibió en su hombro el calor de la cabeza de Hanna, ella le señaló algunos árboles chamuscados que empezaban a tener nuevos retoños verdes. Escuchó cómo le dijo al oído, con el tono ingenuo que él amó desde el principio, que el árbol de su casa continuaba en pie. El conductor del autobús iba despacio, recogiendo a la gente con precaución: hombres o mujeres que levantaban garrafones de agua vacíos, secos, como si estuviesen ofreciéndoselos a la tarde. A través del espejo retrovisor Ivo miró a Hanna quien, siendo muy joven al lado de él, había logrado cautivarlo.

En realidad ninguno de los pasajeros sabía con precisión adonde se estaban dirigiendo. ¿Encontrarían agua para llenar sus garrafones?: eso dependería en parte de la dirección que tomara el autobús y en otra medida del azar. Llegaron a la orilla de la ciudad. Ahí el silencio era igual de espeso que en sus calles, varias casas derruidas cortaban al fondo el horizonte: un cielo dorado a causa del atardecer, poblado por cirros tenues y teñidos del color naranja que les imprimía el sol antes de llegar al punto de ponerse. Tuvimos suerte de encontrar este autobús con gasolina, dijo Hanna a Ivo y él asintió. Entre los ocupantes existía un sentimiento de identificación mutua, el vínculo invisible que surge entre quienes se hallan sorprendidos por la oscuridad de las situaciones difíciles. El autobús había sido tomado por Ivo, el chofer y otros dos hombres en una calle desierta. Iban subiendo a conocidos y desconocidos. Era un vehículo de cómplices en un viaje accidentado, los ocupantes eran conscientes del riesgo de encontrar hombres armados que los agredieran. Pero tenían sed.

En ese instante preciso Hanna estuvo a punto de lanzar un grito. Lo ahogó en el hombro de su novio. El autobús frenó con brusquedad. Estaban a punto de pasar al lado de un edificio derruido por la derecha del camino, uno en cuyas paredes, a fuerza de impactos de mortero se habían abierto enormes boquetes. Los viajeros, inquietos, asomaron por las ventanillas mas no vieron nada. Hanna estaba atenta, tomó con fuerza el brazo de Ivo. El chofer del autobús apagó el motor del vehículo y la radio que llevaba encendida.

¿Qué es lo que hay ahí?, preguntaron con ansiedad los pasajeros. Los demás se llevaron un dedo a la boca para pedir silencio. Ivo miró por la ventanilla con atención y supo el motivo de la inquietud de su novia. Al fijar la vista vio que dentro del edificio, adyacente a una pared agujereada, había una silueta recortada por la penumbra. Aunque el conductor pensó encender el autobús para retroceder unos metros no lo hizo, obedeció al instinto antiguo que es la ley de la inmovilidad que funciona a los animales en peligro. Ivo notó que la silueta se había aproximado más hacia la orilla pero continuaba dentro de la construcción, oculta al lado del rectángulo hueco que antes debió ocupar una cortina de metal. Casi emitió un grito de sorpresa al distinguir la redondez en la cabeza del individuo, como la de un casco.. Se trataba de un hombre con un objeto en los brazos. Debía ser un chetnik de asedio inspeccionando la zona, esperando a los otros: miraba hacia el autobús. ¿Estaría dispuesto a usar el objeto contra ellos? Lo que sostenía en los brazos era alargado, más grueso que un rifle, parecía un lanzamisiles. Los pasajeros experimentaron el pánico que dan los lugares cerrados y la impotencia de encontrarse en sus asientos sin poder hacer nada. Usando su fuerza Ivo tomó a Hanna y la hizo levantarse hacia el pasillo. Basta con que apunte el lanzamisiles hacia nosotros y saldremos volando, dijo en voz alta. Los demás pasajeros se volvieron a verlo. La idea de haberse aventurado en la búsqueda de agua les pareció entonces la cosa más estúpida de sus vidas. Y ahí estaba él, adivinando aquellos pensamientos de la gente presa de su propio miedo. La silueta no se movió. En la penumbra era posible notar que el interior del edificio no estaba totalmente oscuro, parte de la luz del crepúsculo entraba por la parte opuesta de la mole, cuya pared correspondiente debía estar también derruida. La figura permanecía en una quietud total, mirando hacia el autobús durante momentos que por su duración se congelaron.

Algunos de los pasajeros quisieron bajar por las ventanillas contrarias a la posición del hombre, pero sus vecinos los detuvieron con el brazo en un desesperado esfuerzo por evitar la tragedia. Cuando la fatalidad te persigue, se dijo Ivo, de nada sirve correr, va detrás de ti como un depredador veloz e implacable y te da alcance. Temblando de miedo, ciertos pasajeros se tomaron de los brazos. Los demás estaban mudos de un asombro que lleva en sí el germen de aquello que se transforma, con lentitud, en un sentimiento de amargura y decepción, y que a veces, algunas ocasiones, se convierte misteriosamente en rabia.

La figura se acercó más hacia la orilla, con mucho sigilo, los rayos del sol que se infiltraban por los agujeros en las paredes recortaron más la silueta. Ante la luz de la tarde, que luego debería de tornarse anaranjada, casi rojiza al acercarse el sol a su ocaso, Ivo se lamentó, porque en una visión como tal no debería de existir la angustia, sino sólo el derecho a gozar de esa maravilla luminosa esparcida por todo el horizonte.

El individuo permaneció de pie y pegado a la pared, indudablemente al acecho. Después de haberlo observado con atención Ivo concluyó que se encontraba solo. No pudo explicárselo. Luego se le ocurrió una idea inesperada consistente en que, al hallarse el hombre en aquella posición, tenía la espalda descubierta. Poco a poco, sin que Ivo lo percibiera, el sabor pegajoso en su boca fluyó hacia su garganta al mismo tiempo que su saliva. Ese individuo está sin duda solo y desprotegido, se dijo. Las palabras que pensó rondaron su cabeza. El de su interior ya no fue el sonido que causa el arroyo de las aguas amargas, sino uno más amplio, que identificó de inmediato con el caudal de la ira incontenible. No tardó en notar que un pasajero lo estaba mirando, ambos habían pensado lo mismo: el hombre tras la pared desecha se encontraba solo y tenía la espalda descubierta.

Unos pasajeros discutían mientras el señor Adis intentaba calmarlos: Hijos, guarden la compostura, Dios debe estar protegiéndonos, no importa su nombre, es el Dios del que todos somos hijos. Ivo pensó en todos los muertos del exterminio, y quiso manifestar con furia su opinión, deseó gritarles: Estúpidos, buscan a Dios sólo cuando se están muriendo de miedo. Pero de su boca no surgió palabra alguna, toda su ira contenida se concentró en la silueta de afuera que se acomodaba el objeto, el lanzamisiles, en los brazos. Nadie se movió. Él miró hacia el hombre con toda la intensidad de que fue capaz, deseó que se incendiara, que estallase en fragmentos, tantos como las estrellas o las partículas del sol que se movía con lentitud en el poniente. Tragó saliva y lanzó una risa nerviosa, irónica. El señor Adis rezaba en voz baja como si quisiese que la cara de lo divino apareciera para dar calma a todos. Entonces Ivo tomó aire para callar esa risa incomprensible y su mano se dirigió involuntariamente hacia el interior de su suéter. Tocó el mango del cuchillo de cocina que tomó antes de salir en busca de agua, para protegerse él y a Hanna. Devolvió la mirada al pasajero que lo observaba, se vieron un largo instante hasta que el otro asintió despacio.

¡No, no vayas!, le gritó Hanna al adivinar sus intenciones. Ivo se estaba transformado en alguien, o algo, que no era Ivo. Miró a Hanna como si fuera una desconocida. La apartó despacio, pero con decisión. Echó un vistazo a los demás viajeros antes de acercarse a las ventanillas de la izquierda del autobús. Fue seguido por el hombre que lo miró, un individuo grueso, decidido, cuyo cuerpo parecía el de un practicante de lucha grecorromana. Otro más, un muchacho de unos trece años, de movimientos ágiles, se unió a ellos. Descendieron por una de las ventanas ocultas a la visión del militar. Hanna hizo un esfuerzo más por detener a Ivo. La manera en él que la vio, con una mirada casi de desconocimiento, la asustó.

Fuera del vehículo, los tres se tiraron al suelo. Él pronunció en voz baja: Iremos arrastrándonos un poco hacia atrás, por donde veníamos, para que el autobús nos oculte y el hombre no nos vea, luego atravesaremos el camino y rodearemos el edificio pegados a la pared. Mientras avanzaban los tres, el hombre robusto le dijo a Ivo con los labios entreabiertos: Una amiga mía murió por culpa de ellos..., no terminó la frase. Él endureció la mirada. Se arrastraron para acercarse a la pared, cubriéndose entre los escombros como un trío de espías surgido de la ceniza y el humo. El muchacho se movía con gran agilidad. Los otros dos imaginaron que el motivo del chico podía ser más fuerte y doloroso que el de ellos, su ausencia de palabras era un veneno que se regaba por el suelo. Continuaron arrastrándose.

Ivo no lo notó, pero de las comisuras de su boca salía un poco de saliva parecida a la espuma de un animal con rabia.

Rozaron el suelo con el pecho, pasaron sobre desechos de plástico. Él observó la luz vespertina, aún intensa, viajando por sí misma: atravesaba oscuridades insondables, se reflejaba en el aire vítreo hasta alcanzar la evanescencia en su trayectoria inanimada, la cual parecía más viva que inerte. Pensó de nuevo en la mirada dura que le dirigió a su novia y se arrepintió por ello. No supo a qué se debía, pero deseó de pronto estar al lado de ella tomándola entre sus brazos, arrullando su temor como a un niño pequeño para que se desvaneciera, entonces lo único que ante él quedaría sería el cuerpo inocente y cálido de ella. La imagen de Hanna se diluyó cuando Ivo pensó en el individuo tras la pared: un hombre confiado, por eso iban a matarlo, porque estaba solo y a los enemigos solos no se les perdona. Los tres llegaron a la pared y con gran cuidado se pegaron a ella. Rodearon el edificio hasta encontrarse en la parte trasera. Se acercaron con cautela. No había nadie más alrededor y se asomaron con sigilo por uno de los boquetes. El lugar era un almacén abandonado con el techo alto, un rayo de sol entraba impidiendo ver con claridad: se había formado una especie de cascada luminiscente, como una niebla de luz que ocultaba en parte lo que había del otro lado. Tenue como un soplo, frágil, la luz interior produjo en Ivo un débil cosquilleo en sus ojos. Él y sus acompañantes contemplaron la misma silueta, apenas definida, muy cercana al concreto y con el objeto en los brazos. Les daba la espalda. Ivo pensó con rapidez que no debían esperar más. Retrocedieron un poco y se hablaron en voz baja. El chico no contestó nada, sólo se limitó a asentir a las palabras del plan que los otros trazaron: Ivo se levantaría aprisa del suelo, correría con el cuchillo hacia la espalda del chetnik para hundirlo con fuerza, teniendo al otro hombre de retaguardia. Indicaron al muchacho que rodeara el edificio, con mucha precaución y siempre pegado a la pared: debía acercarse lo más posible donde estaba el militar, tomar algunos guijarros y lanzarlos para distraerlo. El chico obedeció de inmediato. Ivo asomó la cabeza por el edificio y divisó una vez más al otro lado. La cortina de luz ante él, que tenía en cierta medida la facultad de ocultar los objetos, le ayudaría en el ataque haciéndolo invisible.

Sus músculos se tensaron. Repentinamente él y su compañero vieron que el hombre movía la cabeza hacia los lados. El muchacho había lanzado los guijarros. Ivo no lo pensó más, impulsado por un instinto primitivo entró por el hueco mayor en la pared, corrió con todas sus fuerzas hacia la silueta sujetando firmemente su cuchillo. Recorrió con celeridad esa extensión que, a manera de bóveda, separaba sus cuerpos y en la que ya no era posible detenerse. El espacio se fue abriendo a su paso, igual a una boca que se lo tragara. Y antes de llegar a la espalda del hombre vio cómo un haz luminoso fue definiendo los contornos. Sintió que comprendía los misterios de la luz. El mismo rostro de la divinidad debía estar hecho de luz, una luz que nacía en el espacio sin forma y sin espacio, que era lanzada hacia todas partes a modo de haces que mutuamente se aniquilaban y generaban, hasta incidir en la esfericidad de los orbes inmensos, nadie sería capaz de ver ese rostro debido a su propio resplandor. Luego Ivo pensó que no entendería nunca tales misterios, porque en ese preciso instante notó cómo las formas del mundo se configuran y juegan a las mutaciones, la silueta del militar, sus ropas, se convertían inesperadamente en las de un hombre común. Lo que parecía la redondez de un casco era la redondez de una cabeza calva, gruesa, resplandeciente por el sudor. Lo que aparentaba ser un arma, un lanzamisiles (¿y estaba seguro él de que conocía realmente un lanzamisiles?), no era tampoco un arma. Sin embargo el impulso que llevaba era inevitable. Quiso detenerse pero no pudo hacerlo. Hubo un instante de sobresalto y reacción en que el individuo giró hacia él. E Ivo, en medio de un relámpago, presintió lo estúpida que era la existencia, pensó en él mismo y en Hanna, ella: la chica a la que amaba y que momentos antes le hablara con inocencia de un árbol que aún seguía en pie. Pensó además en la luz de los crepúsculos que siempre lo habían cautivado... El cuchillo se hundió con un sonido seco, de cuerdas que se revientan. Ambos, el individuo y él, cayeron al suelo en medio de aquel sonido, el impulso fue tal que sus cuerpos quedaron ya no dentro del edificio sino fuera, a la vista de los pasajeros del autobús. Después respiró con dificultad encima del hombre. Miró con pánico y perplejidad. Porque supo que no se trataba de un militar y lo que aquel llevaba era, en lugar de un arma -él gritó al verlo-, un viejo e insignificante instrumento de música. A veces la luz miente y transforma una guitarra desvencijada en un arma de exterminio. De qué otra forma podía explicarse aquello, sólo que la rabia es también un misterio que enceguece y deforma los objetos, a los hombres y al mundo.

Contempló el cuchillo hundido entre las láminas de la caja acústica de la guitarra, con las cuerdas rotas. A pesar de la madera, frágil y delgada en realidad, el cuchillo se hundió en el costado del músico. Percatándose apenas de que tenía la mano rota, Ivo sintió cómo las partículas de aire y de luz, sobre todo de luz, lo golpearon en la cara: una bofetada sorpresiva y caliente que eliminó la sensación de temporalidad. Poco después, deslumbrado y aturdido percibió la presencia de los pasajeros que descendieron del autobús y se acercaron a él. Se había engañado al pensar que acababa de vivir su peor experiencia, porque pese a ello aún le restaba una sorpresa mayor. Hanna, quien se había aproximado con los demás al edificio, abrió con espanto los ojos y, para no dejar escapar un grito, se llevó las manos a la boca al ver el cuerpo de su novio encima del de un hombre inerte que aún sangraba y que, al igual que los pasajeros del autobús, con toda seguridad había sentido miedo y desconcierto cuando el vehículo se detuvo con sigilo. A continuación Ivo notó en Hanna una expresión que al principio quiso interpretar de reproche, aunque no lo era. Tampoco fue de lástima. Sintió el rubor subiendo por su cara. Ya en pleno crepúsculo, antes de extinguirse el sol y ceder el paso a los primeros aleteos de oscuridad, tuvo la impresión de que la luminiscencia débil se volvía más intensa y magnificaba lo que veía hasta casi cegarlo: se trataba otra vez de la luz, de una luz que le pareció nunca haber visto antes, secreta y devastadora, envolviendo su entorno en un halo de brillo y extrañeza. Todo resplandecía para él. El vacío revoloteó en el estómago de Ivo cuando comprendió, justo en el borde de un paisaje de vergüenza y terror, que la mirada de su novia, fija con intensidad en él, era la misma de una jovencita estupefacta cuando, cierta mañana, descubre oculto al tío en quien más confía, escondiéndose para no ser visto mientras inflige daño a un gatito y éste maúlla inofensivo. No quiso pensarlo, pero fue inevitable imaginarse como aquel pariente descubierto y tener conciencia de que, pese a todo lo que hiciera por justificarse, a partir de entonces aquella niña le temería, huiría de él cada vez que lo encontrara.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 23/Dic/04