Un Jardín de Voces
Alberto Ruy Sánchez
En un antiguo rincón de Mogador, donde dicen que las piedras crecen con la humedad hasta tocar las nubes -y que es lo único que las detiene- hay un jardín de saltamontes que un jardinero hace cantar todo el día.
Un jardinero que rompe con energía todas las plantas que encuentra, incluyendo a las más bellas y extrañas, es siempre una imagen que desconcierta a quienes lo ven por primera vez. Pero es que en este jardín no hay hojas ni flores si no son aquellas destrozadas que ese hombre deja como alimento en las pequeñas jaulas de grillos.
El jardinero sabe qué planta adora comer cada animal diminuto y cuáles hacen que su tono se vuelva más grave o más agudo. Califica y nombra a las flores por sus valores digestivos, es decir por la gama de sonidos que ayudarán a producir digeridas. Como si el único o principal sentido de la vida de cada flor fuera transformarse en un hermoso canto de saltamontes. La flor es al canto lo que la oruga a la mariposa. Transformación asombrosa.
Cada jaula es una obra de arte, una pequeña escultura. El mismo jardinero las ha labrado en maderas finas y ha escrito en relieve una caligrafía con el nombre que él da a cada grillo, nombre derivado de la gama de sonidos a la que pertenece. También esculpe un signo que describe su lugar en el jardín de voces.
Antes de él lo hizo su padre, su abuelo y el padre de su abuelo. Hace cien años eran veinte jaulas labradas las que el bisabuelo mantuvo como un huerto exquisito. Su hijo multiplicó por cinco el huerto y el nieto por diez. Así este jardinero heredó mil jaulas y una pequeña fortuna para mantenerlas. Más el oficio familiar afinado por tres generaciones antes de la suya. En veinticinco años ha hecho crecer el jardín y ya son casi tres mil las jaulas que forman senderos laberínticos. Cualquiera que no sepa orientarse por sus sonidos corre el riesgo de perderse para siempre. Sus gritos de auxilio serían inútiles. Uno más entre tantos.
El jardinero sabe que algunas jaulas puestas al lado de otras hacen que toda la noche se oigan gritos entusiastas de cortejo. Y sabe que al alejarlas poco a poco un tono hondo de dolor se va apoderando de ese canto. La distancia es una cuerda imaginaria de deseos que él va templando.
Antes de salir el sol, cuando una capa lenta de rocío cae sobre las jaulas y deposita dentro de ellas varias gotas gruesas, se oye a los grillos beber. Su silbido se humedece, su felicidad se manifiesta en gargarismos. Si llegan a tomar demasiado antes de que salga el sol, se les oye una involuntaria vibración extraña, como si temblaran de frío.
El jardinero, que se supone es ciego, los conoce por sus ruidos. Poco le importa otro tipo de clasificacción de los animales. Sólo importa distinguirlos por su voz. El ha llegado a identificar con certeza 2633 especies diferentes de sonidos. Tuvo que restarle cuatro a su cuenta este año porque descubrió que no los hacían los grillos sino él: al caminar de prisa, al respirar con dificultad los días calurosos, al suspirar de alegría mientras escuchaba a sus criaturas, al digerir con problemas ciertas hojas y flores que sus animales ya no comían y él no quería desperdiciar.
Un escribano se acerca sigiloso al caer cada tarde para ofrecer sus servicios en caso de que el jardinero tenga que anotar sonidos nuevos. Su lista crece y cada descripción se va afinando. Así, por ejemplo, al lado de Ecos de gota sobre fuego: sonido 1327, se lee esta descripción: "saliva entre los dientes, una súbita ansia de beber, se repite en intervalos de diez gotas, todas iguales".
Pero el jardinero nunca está satisfecho de su anotación con palabras. Por eso ha inventado una especie de partitura con pequeñas piedras de río de formas distintas que coloca sobre una mesa larga. Sabe muy bien que ese despliegue de guijarros, que para otros sin duda sería un tiradero, esa anotación que sólo él entiende, es también un mapa táctil de los sonidos de su jardín. Por las noches se descubre a sí mismo cantándolo. En más de una ocasión su propio canto del mapa lo ha llevado a reacomodar las jaulas, a modificar la composición de su peculiar sembradío.
Conmovido por la intensidad de algunas voces de su jardín y vencido por la vanidad de haberlas logrado, algunos de los sonidos descubiertos por él llevan en la lista su propio nombre. Son sus creaturas. Y las historias que a él le gusta contar sobre cada jaula, sobre cómo atrapó o logró incubar cada insecto, sobre la vida y las costumbres de sus bichos, podrían llenar de certero entusiasmo a quien tenga la suerte de escucharlas, como si Los Cuentos de Canterbury, los del Decamerón o los de Las Mil y una noches se originaran en un jardín de grillos.
Ha llegado a controlar muchos de esos cientos de sonidos de insectos. Puede hacer que se reproduzcan: de cierta manera es capaz de sembrarlos. Experimenta sus mayores alegrías cuando los escucha florecer, madurar.
En ocasiones hasta lo visible, si es de verdad asombroso, se vuelve sonido para este ciego. Eso sucede de diferentes maneras pero en especial con un animal que llegó hasta Mogador en barco desde otra ciudad amurallada de la Guayana ecuatorial. Es una especie extraña de saltamontes alado que reina en su jardín ostentosamente: sus alas, más bellas y brillantes que las de una mariposa Morpho, tienen el doble de tamaño de su inmenso cuerpo.
Para él, ciego de nacimiento como su padre y su abuelo, el espacio no existe si no produce sonidos. La idea misma de un jardín callado es algo que no puede imaginar. Las voces surgen a su alrededor, florecen, forman huertos, crean un ámbito envolvente, sensaciones de lejanía o proximidad, de profundidad y perspectiva sonora, de belleza a distancia y por lo tanto de deseo.
Por eso tal vez hay quienes dicen que el jardinero no es ciego, que sólo cierra los ojos casi todo el día para multiplicar la sensación de caminar entre voces sembradas, florecientes, cosechadas.
Pienso siempre en ese jardín cuando me tocas con los ojos cerrados y tu respiración se altera en la mía. Cuando mi nombre se anuda indescifrable al tuyo en la noche. Cuando ya no sabemos lo que nos decimos y la ternura se nos llena de vocales largas, de quejas, de gemidos, de rasguños con la voz. Cuando te pienso y te escucho como mi jardín de voces.
(*) Este cuento forma parte del libro La piel de la tierra o Los jardines secretos de Mogador, en preparación.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 10/Jul/00