Las ruinas, la nieve y el viento

José Luis Velarde

El enrejado de la parada del autobús era incapaz de abrigar al jovencito que se refugiaba en ella. La nieve crepitaba al paso de los autos como cerillas gigantescas que despidieran su luz mediante los faros que encandilaban a los transeúntes cada vez más escasos. Se acercaba la medianoche que se intensificaba solitaria en aquella acera alejada del centro de una ciudad que bien podría haber sido Nueva York o Chicago.

La nevada era una molestia desalentadora, pero no se trataba sólo de los copos que caían sin detenerse, lo peor era el viento.

Si usted ha soportado una ventisca en Chicago, sabrá a lo que me refiero. No importa cuántos grados marque el termómetro, la temperatura real siempre será mucho más baja por el factor de congelación introducido por ese aire interminable. Es una fiera ululante y helada que viene desde el Polo Norte, sin encontrar un poco de sol que la reduzca y la domestique. Si esta imagen no le parece glacial, recuerde que antes de azotar Chicago, las ráfagas semicongeladas extraen más frío de los Grandes Lagos que en el invierno sólo son refrigeradores gigantescos, por eso el viento se adentra en los huesos hasta ahuyentar todo deseo de salir a la calle. La gente desea permanecer oculta en escondrijos como los osos y dormir hasta que las marmotas señalen el inicio de la primavera. No quiero decir con esto que en Nueva York haga menos frío, no podría terminar de expresarlo sin que me juzgara mentiroso, incluso podría decirme que aquí en Manhattan acaba de registrarse una temperatura más baja, lo único que afirmo es que en Chicago, al menos yo, experimento más molestias. No importa que ambas ciudades se encuentren casi a la misma altura en un globo terráqueo y que el invierno disponga de humedad por todas partes.

Yo hablo de un frío distinto, quizá más interno que razonable. A lo mejor me empeño en volver colectivo un fenómeno que nadie comparte, pero no se vaya. No sin que termine de decirle todos mis argumentos. Mire que en esta noche tan solitaria no me será sencillo encontrar interlocutores que hablen mi idioma y que sean tan pacientes como usted.

Gracias.

Este frío no surge como cruel añadido de la estación despiadada, sino que se multiplica, crece y se instala en el corazón que a veces es como un fuego mal alimentado. Un fuego que humea, pero que no es capaz de calentar al viento que se aprovecha de las ventajas concedidas. Un ramalazo de escarcha por aquí y unos carámbanos por allá. La magia paraliza las coyunturas hasta que uno se convierte en monigote de nieve. Un fantoche discreto con nariz de zanahoria, bombín apachurrado y ojos fingidos con dos pedazos de carbón irremediablemente sombríos. Un espantapájaros misántropo en medio de un jardín cubierto por tres mantos de hielo sin una cosecha que velar en muchos kilómetros a la redonda.

Figúrese usted lo que sentía aquel niño, mientras esperaba un autobús que no llegaría nunca.

Yo le vi retroceder para buscar el amparo de una estructura metálica abandonada un millón de años atrás en cualquiera de esas ciudades que a los visitantes les parecen igual de frías. No sé si se trataba de las ruinas de un edificio de departamentos. Un fantasma que durante mucho tiempo había adquirido vida gracias a los ocupantes. Los mismos que se retiraron conforme el inmueble envejecía y se deterioraba sin que nadie se preocupara por arreglarlo.

¿Las ruinas de un edificio?

¿La carcasa inservible de una nave espacial abandonada por extraterrestres confundidos entre la neblina espesa de la noche que intento recrear con su ayuda?

¿El esqueleto de un dinosaurio surgido de las profundidades de la Tierra?

Ninguna de estas preguntas que planteo sin miedo de hacer el ridículo es despreciable. Bien podrían ser esbozos de respuestas en las ocasiones en que el sentido común se manifiesta inútil. De ese modo, en apariencia circunstancial, podrían revelarse muchas verdades surgidas de meros atrevimientos. Lo malo es que somos muy pocos los que nos aventuramos a construir hipótesis, sobre todo cuando ni siquiera existe evidencia alguna de los hechos que pretenden aclararse. No es sencillo poner en marcha la imaginación y más complicado resulta ejercitarla cuando se carece de recuerdos, pero algunos no tenemos más remedio que forjar una historia tras otra. Quizá porque somos científicos empíricos. Quizá porque nos creemos poetas, o simplemente porque no deseamos estar solos cuando la temperatura desciende tanto como en este fin de año.

No me interrumpa que aún no termino.

A nosotros nos resulta imposible mantener el rumbo determinado por las reglas de la sensatez. Vamos a contracorriente. Algunos interrumpen el viaje. Temen ahogarse.

Yo no.

¿Y quién podría no considerar tal actitud como un símbolo irrefutable de locura.

Por eso no me haga usted tanto caso, ni se preocupe demasiado cuando le hable de asuntos tristes. Debo dejar bien claro que le agradezco su atención y haber compartido una botella de whisky sin echarse a correr entre la ventisca. ¿Puedo pedir una más?

Imagínese que nos fuéramos de aquí y que sólo pudiéramos expresarnos en un idioma desconocido para todos los que nos rodearan. Una especie de dialecto alfacentaurino sin normas académicas ni diccionarios para viajeros intergalácticos con apariencia de terrestres. Un lenguaje sin gestos válidos y sin traductores de bolsillo o artefactos telepáticos. Añada una noche como ésta. ¡Mmm! Será mejor si elige una noche más fría. Una noche donde el viento no dejara de soplar arrastrando copos de nieve tan grandes como un puño cerrado.

¿Me sigue?

Procedemos de un mundo donde el sol es constante y nos cuesta trabajo movernos sobre las superficies heladas.

¿Siente que desconoce esta ciudad?

No reconozco ya puntos de referencia.

¿Usted tampoco?

Desde donde estamos, no es posible mirar construcciones o monumentos que nos permitan ubicarnos de alguna manera. No podemos ver la Estatua de la Libertad o las Torres Gemelas. El estadio de los Cubs languidece tan extraviado como el Yankee Stadium. Central Park es sólo un espacio blanquecino que no se distingue de la explanada solitaria de la fundición abandonada en Chicago. De nada sirve buscar puntos de referencia en el cielo. Las nubes son muy espesas, lo mismo que la bruma adherida a la Tierra.

No se asuste, aún podemos desplazarnos, aunque nos cueste tanto trabajo que sentimos desesperar. En las esquinas de las calles desiertas no encontramos nada que nos oriente. Los negocios están cerrados, además son repetitivos. Vemos una tienda de autoservicio y una gasolinera y un jardín y un puesto de revistas; o un banco, un taller mecánico, un expendio de gasolina y una tienda de autoservicio. Una escenografía reiterada que se repite desde Galveston hasta el Océano Pacífico y desde Texas hasta la frontera con Canadá. Tarde o temprano sentiríamos caminar en círculos aunque nos estuviéramos desplazando en un solo sentido.

¿Verdad que no es nada fácil orientarse? Además, la nevada impediría la visión, borraría los pasos y se metería en los ojos con la misma terquedad con que me cegaba aquella noche en que miré al jovencito desaparecer en la ventisca.

¿Qué ocurriría si nos separásemos tras una ausencia de varias semanas?

De seguro íbamos a vagar sin descubrir pistas que nos llevaran de regreso a nuestra nave abandonada en algún paisaje irreconocible.

Ni siquiera creo que lográramos encontrarnos.

De sobrevivir al invierno, tendríamos que invertir muchas horas en aprender el lenguaje, encontrar un empleo y encubrir una vida que en el interior seguiría siendo tan increíble como las civilizaciones ubicadas más allá del Sistema Solar. Quizá preferiríamos entonces narrar otro tipo de historias. Historias de hombres sin recuerdos que parecieran válidos. Hombres surgidos de los quicios de las puertas para conceder posibilidades mágicas a las armazones recubiertas de óxido repetidas por todas partes. Armazones increíbles como los puntos de vista no siempre recibidos con gusto por los interlocutores pillados en las calles azotadas por el frío. Gente sorprendida por los niños sin rostro que se congelan en las paradas del autobús perdido en Alfa Centauro. Una galaxia menos distante que el sitio fantasmagórico emplazado entre la turbulencia de Chicago y el Nueva York cubierto por la nieve. Un bar parecido a un iglú donde el frío sea tan intenso como durante la noche interminable en que usted me ha permitido contarle esta historia.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Jul/05