Kabarett

"I cannot love for more than one day;
but one day is enough in the city..."
Streets of Berlin. Philip Glass.

James Martell

El enano Buck se acercó decidido a mi mesa, cargando la gran bandeja que, colocada verticalmente, superaba el tamaño de su propio cuerpo. Entregándome mi bebida, emitió una torva sonrisa, mientras mostraba el diente carcomido asomando sobre su gran labio inferior. Sin preocuparme, le di un trago al espumoso líquido, considerando la entrega de aquella sonrisa subnormal, como un protocolo que el pigmeo realizaba ante cualquier nuevo visitante del establecimiento. Mas antes de retirarse, éste volteó su mirada hacia mí, y recorriéndome con el ojo resbaladizo desde las botas al rostro, se despidió diciendo -en un francés perfecto-: pase una agradable velada, extranjero. Al parecer, mis ojos se abrieron demasiado, extendiéndose más allá de sus comisuras, puesto que desde los labios del enano explotó una risa burlona y convulsiva, con la cual se fue alejando -renqueando- con la bandeja de plata balanceándose sobre su gigantesca testa. En ese momento, el telón se abrió rápidamente, como impulsado por dos desmesurados cables que no pudieran esperar a develar la escena que frente a mí se presentaba. Bajo la cerúlea luz transfigurada de la mica, una figura con sombrero apareció fumando, con la braza del cigarro resplandeciente en el aire contaminado del escenario: el humo y el aliento de los primeros comensales, quienes, sentados en las mesas más cercanas al proscenio, asentían y escrutaban a la figura, como si esperaran encontrar o trazar las líneas, los contornos de una silueta esbelta, femenina, bajo las sombras giratorias. La intensidad de la luz sobre la figura, comenzaba a incrementarse, cuando una mujer pequeña, de mediana edad, se sentó a mi lado, explayando la sonrisa más lastimera y bondadosa que hasta ahora, en mi primera visita a Berlín, había visto. Con la mirada dirigida hacia el escenario, aspiraba por una pajilla violácea la bebida transparente, sostenida por sus pequeños dedos blancos, algo deformes, como si fueran los de un niño pequeño disfrazado ante sus padres y familiares, provocándoles la risa y la ternura que una noche invernal, de fiesta y remembranza puede suscitar. La mujer del escenario aparecía ya, completamente definida, envuelta bajo una naciente luz rojiza que destacaba y acentuaba su traje corto y ajustado, las medias de red y el sombrero, el largo pitillo que sostenía entre los dedos enguantados, mientras abría y cerraba los ojos armoniosamente hacia todos los videntes que la contemplaban y engullían en la nostalgia de sus versos y susurros -como si su voz (la trémula voz alemana de grave acento) los enviara a los tiempos donde habían tenido un hogar y una familia, perros y chimeneas; cuando los hijos y los padres se abrazaban sin el temor a los bombardeos y a las señales de alarma; los tiempos cuando mi existencia aquí era calificada de innecesaria; cuando, sentado a mi escritorio en las oficinas del periódico, escribía y corregía las reseñas y críticas a las últimas obras y exposiciones; cuando entraba mi mujer y me acariciaba el cuello, diciéndome en voz baja que estaría esperándome en nuestra casa, que había salido a comprar vino y pan para nosotros, y que Jacques estaba con su abuela y no volvería hasta el otro día, por lo que podríamos cantar y bailar hasta muy tarde, recordando los años de nuestro noviazgo, junto al río, en la rue donde vivían nuestros padres, cuando corríamos hasta la iglesia, escondiéndonos detrás de una banca, para observar y retratar a los feligreses en nuestros pequeños cuadernos escolares-, las melodías y tonalidades del hogar, que venían a las mentes y gestos de todos los asistentes, incluyéndonos a mí y a la mujer sentada a mi lado, observando y tarareando la balada que ahora expelía la voz desde la tarima, mientras movía sus piernas y brazos en grandes escuadras, señalando y dirigiendo nuestros ojos al norte y al sur -l´oueste et l´est- donde las bombas restallaban, donde mis contactos redactaban telegramas esperando mi respuesta, las líneas que les entregaran nombres y localizaciones, alguna señal que les dijera desde dónde podrían entrar, a quién sobornar y con quién hablar para expandir la Infiltración.

En un momento -no sabría decir exactamente cuándo-, la mujer sentada a mi lado me tomó la mano, besándola religiosamente. Mientras yo la retiraba con algo de repulsión, ella me susurró, en un francés mal pronunciado, que la acompañara, que yo, Herr Gai, debía entrevistarme con otro contacto que ella me presentaría. Aun sabiendo que no existían noticias de ninguna entrevista ni ésta, ni las noches siguientes, -siguiendo un impulso extraño- decidí seguirla. Tomando mi brazo, me dirigió hacia los bastidores, al tiempo que la cantante terminaba de entonar un aria italiana, con un acento perfectamente pronunciado. Al pasar por la roída tela que llevaba detrás del escenario, nos la encontramos avanzando, mientras se deshacía de su peluca negra, descubriendo una larga cabellera, rubia y lacia que le caía hasta la mitad de la espalda. Señalándome a la cantante con su torcido dedo, la mujer se retiró hacia las mesas. Siguiendo la escotada espalda, resaltada por el triángulo ajustado de lentejuelas y terciopelo, penetré por la puerta del camerino. Mientras observaba el pequeño cubículo, lleno de fotografías y postales de la cantante en diversas ciudades del mundo, ella estaba ya despojándose del vestido y las joyas que la orlaban. Pidiéndome que le ayudara -a lo que respondí desabrochándole, con dedos temblorosos, las apretadas cuerdas del corsé- enrolló las medias hacia los tacones, extrayendo los dos bultos de tela y zapato en un mismo movimiento, lanzándolos abúlicamente hacia el imponente baúl que tenía a su izquierda. Señalándome la cama, me pidió que me sentara, mientras ella envolvía, con una ligera bata de seda violácea ribeteada de dorado, su albo cuerpo. Salió un momento, diciéndome que esperara. Regresó al poco tiempo con dos copas largas en las manos, entregándome una y acercando la otra a sus labios pintados de rojo. Comenzó a hablarme del espectáculo, del repertorio, sobre su salario y los sueños de desertar a América, donde -me decía- la esperaba un viejo amante argentino, al que había conocido hacía ya diez años. En un momento de la plática, mi cabeza comenzó a turbarse, un ligero mareo me hizo recargarme en la cabecera, con intención de sostenerme. Caí tumbado; la vista se me nubló, y lo único que pude posteriormente recordar, fue el brumoso rostro del enano Buck emitiendo una carcajada, mientras sostenía en sus deformes rodillas mi cuello, acariciándome el cabello con sus chatas y regordetas manos.

Al despertar, con la quijada y los ojos entumecidos, mi mente bailoteaba dentro de mi cerebro, como si me encontrara sobre una balsa, flotando a la deriva en un mar soleado. Lo primero que mi mirada pudo definir, fue el marco de una ventana; más allá de la cual se levantaba una construcción vetusta, la que después reconocería como la iglesia de X. A mi izquierda, un ligero murmullo se escuchaba -en un acento que me tardé en identificar-, proveniente de un hombre largo y enjuto, vestido de militar, que me miraba desde una silla pequeña, de madera, colocada junto a la puerta. Bajo la gorra, su cabello rubio se destacaba sobre las ligeras entradas de un hombre de treinta años, sobre unos ojos demasiado azules, y unos labios pequeños que asomaban una sonrisa de candidez y conmiseración. Mientras lo observaba, la voz habló, diciéndome:

-¿Quién le dio instrucciones de ir al Kabarett, signore Gai? Usted sabía que no debía ir, la policía alemana estaba vigilando y era demasiado peligroso. Intentamos persuadirlo varias veces. El signore Buck se lo avisó, le dijo que ahí no estaba seguro, que algo podría pasar. ¿Por qué no le hizo caso? ¿Es que no lo recordaba de la fotografía que le habían enseñado en el cuartel?

A todo lo que decía, no supe contestarle; no recordaba que el enano Buck me dijera algo fuera de las buenas noches; tampoco había visto su fotografía antes de conocerlo; mi superior sólo me había dicho que se trataba de un enano deforme, que servía las bebidas. Intenté hablar, pero mi voz -debido a la contracción de mi quijada- apenas salía como gorjeos incoherentes, balbuceos de un niño que todavía no hubiera aprendido su lengua materna. Mientras tanto, el militar seguía hablando, refiriéndome nombres y lugares en los que yo jamás había estado, personajes a quienes nunca había conocido: lo único no ignoto de su discurso era mi nombre, el que pronunciaba siempre con un acento lleno de tristeza y preocupación, como si supiera algo fatal que yo desconocía. Cuando logré hablar -destrabándome un poco la quijada con las manos-, le pregunté su nombre, ya que su voz me parecía, en aquella extraña situación, familiar.

El hombre contestó que su nombre era Fernando, Friederich o Fernandine, como yo gustase llamarlo; dijo que él me había recogido junto con el enano Buck, para escapar de aquel establecimiento, en el cual llevaban trabajando -ficticiamente- varios meses, pero que se había tornado peligroso, desde las últimas semanas. Tal acto -continuó diciendo-, resultaba una desobediencia a sus jefes, la que tal vez le llevaría hacia una condena o una deportación, la cual le resultaba mejor, puesto que, deportado, esperaba poder reunirse con su esposa, a la que había mandado a Argentina a causa de la guerra. Mientras hablaba, una figura pequeña se perfiló por la puerta. Era el enano Buck, sólo que algo cambiado: en lugar del cabello rubio desmarañado, presentaba una bien peinada cabellera negra y corta, aunque -curiosamente- también llevaba ahora una bandeja larga en su mano izquierda, en la cual se sostenían y tintineaban unos platos y un vaso. Sirvió la comida en una pequeña mesa al lado de la cama, y se retiró, renqueando tal cual había entrado. Entonces yo le contesté al hombre rubio -al que elijo llamar simplemente F-, que todo lo que relataba me parecía demasiado confuso; le narré entonces los hechos según yo los recordaba: el otro enano Buck; la mujer con las manos de niño, sentada a mi mesa; la cantante que me había recibido en su camerino, etc. El hombre me contestó que eran alucinaciones, producto tal vez del sedante que tuvieron que suministrarme para sacarme con silencio de ahí. Viendo que yo insistía, se airó, y me dijo que tal vez necesitaba descansar más, que bien podría mi cabeza seguir enredada debido a la droga; que comiera y después durmiera un poco, él volvería unas horas más adelante.

Después de que hubo abandonado el cuarto, me dirigí a donde estaba la palangana y el espejo, dispuesto a lavarme el rostro y a peinarme un poco. Mas al observarme en el cristal, me sorprendí descubriendo algunos cambios en mi fisonomía. Aunque mis ojos, nariz y boca, seguían siendo los mismos, la forma de mi rostro, mi cabello y los huesos que formaban mi cráneo, se habían metamorfoseado considerablemente: la figura de mi cabeza era ahora ovalada, algo aria, cuando antes había presentado siempre una forma redonda, más francesa; mi cabello era rubio, casi blanco, bastante alejado del tono rojizo que siempre había tenido; mis mejillas estaban tupidas con una barba crecida de varios meses, además de que me colgaban unas ojeras y arrugas que jamás había tenido. Impactado por la situación, decidí recostarme, intentando, con toda mi voluntad, recordar qué era lo que me había pasado. Después de una ligera somnolencia, quedé dormido. Al despertar, el militar había regresado, estaba nervioso y se agitaba continuamente alrededor del cuarto. Volvió a interrogarme acerca de lo sucedido aquella noche, haciéndome hincapié en las diferencias entre su relato y el mío. En un momento de la conversación, descubrí que algunas frases las decía en italiano; mas, todavía con mayor sorpresa, observé que las entendía, aun cuando jamás hubiera hablado el idioma, ni siquiera conociera a ningún italiano. Después de varios minutos de re-escuchar su relato una y otra vez, decidí aceptarlo, ya que resultaba mínimo más coherente que el que yo había concebido. Así, mi asentimiento a su historia provocó -además de una sonrisa seca de alivio- la consecuente sentencia: debía yo salir del país en el primer tren del día siguiente, hacia España, donde recibiría las instrucciones para dirigirme hacia América.

Al otro día, todo se hizo como el militar me dijera. Viajé en el primer tren, llegando a Barcelona en la madrugada del siguiente día. Mas, ya en la ciudad no encontré a ningún contacto; decidí entonces dirigirme por mis propios medios, tomando un avión a Buenos Aires. Al llegar ahí tampoco encontré a nadie que me estuviera asignado, aunque sí me puse en contacto con diversos agentes y oficiales europeos. Les mencioné los nombres que me habían señalado, aunque sin éxito, ya que ninguno pudo reconocer algo en la larga lista que yo -maquinalmente ya, después de tantos intentos fallidos- recitaba. A los pocos meses de mi llegada, conseguí colocarme en el servicio secreto argentino. Intenté varias veces, sin éxito, comunicarme con los parientes de mi fallecida esposa, esperando recibir alguna noticia de que ansiaba mi regreso. En este sentido, todo fue fallido; lo único que logré averiguar -al término de la guerra- fue que, en algunas ocasiones, los alemanes experimentaban con las identidades de sus prisioneros, intentando prever las reacciones y consecuencias psicológicas de los cambios inesperados en el ambiente y la biografía de los individuos. Estas historias -sin embargo- jamás me han parecido plausibles, mi hijo nació en Argentina con el mismo cabello rubio-blanquecino que su padre tenía cuando lo concibió, poco tiempo después de conocer a la mujer con quien se casaría, una alemana emigrada a Buenos Aires en los albores del conflicto.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 23/Dic/04