José Luis

Javier Munguía

 

Su padre le armó un escándalo a Juliana el día que supo de José Luis. La misma Juliana se lo dijo, enfatizando que era un buen muchacho, cariñoso, lindo. El padre, furioso, antes que nada dijo que no creía que el tipo fuera la persona indicada para ella; luego, preguntó quién era, de dónde era, cuándo lo había conocido; por último, le advirtió a la hija que le había prohibido tener novio hasta que terminara la carrera.

Juliana lloró, pidió, hizo berrinche: nada bastó para convencer al padre, quien le advirtió a la hija, luego de gritar, mover las manos, ponerse rojo, romper un vaso, que tenía que dejar al noviecito y dedicarse a los estudios. Juliana estaba a punto de argüir que le iba muy bien en la escuela, pero el padre gritó un se acabó que dio la discusión por terminada.

No se volvió a tocar el tema en casa de Juliana en los próximos días. José Luis volvió a suscitar la discusión el día en que el padre, mientras la hija estaba en la escuela, entró a su cuarto a buscar unas llaves y se encontró con la rosa sobre la cama, el sobrecito, la tarjeta: Te amo, Juliana. José Luis.

Por la tarde, ardió Troya. Juliana explicó, ante los gritos del padre, que ella no veía nada de malo en que un novio le regalara una rosa a su novia; el padre explicó que José Luis no era nada de Juliana, ya le había él advertido; Juliana se alteró, y luego de llorar un poco, repuso que era lo suficientemente grande para decidir si quería o no tener un novio; el padre replicó que no sería lo suficientemente grande hasta que se mantuviera sola, que, mientras tanto, había que estudiar y obedecer, que no se hablara más del asunto.

La rosa fue a dar al bote de la basura; la madre entró al cuarto de la hija, poco después, y la encontró llorando. Le dijo que no se preocupara: si quería al muchacho, las dos le harían la guerra al padre. Juliana se entusiasmó y respondió que no sólo lo quería: lo amaba, era el hombre de su vida. La madre le dio un abrazo y un beso en la frente y salió discretamente del cuarto.

Desde entonces, Juliana podía hablar por teléfono con José Luis mientras el padre no estuviera, y mostrarle los regalos que con frecuencia recibía del novio a la madre: osos de peluche, rosas, chocolates, tarjetas, cartas. La letra de José Luis era extraña, había advertido la madre: como demasiado rígida, de trazos perfectos, había algo de artificial en ella. Cómo iba a decir eso, replicó Juliana, como bromeando, si todo lo que decía José era en serio; además, su novio era cálido, amorosísimo, del mismo modo que su letra; a ella le gustaba. En sus cartas, la madre leyó muchas veces que José Luis amaba desesperadamente a Juliana, que no tenía ojos para otras mujeres, que su novia le parecía la chica más linda del mundo, entre otras delicadezas. A la madre José Luis le parecía exageradamente efusivo en sus manifestaciones de amor escritas, pero estaba secretamente complacida: siempre quiso para su hija un hombre que la amara de aquella manera. Lo demás, poco importaba.

Las llamadas entre José Luis y Juliana siempre las hacía ella, arguyendo que José Luis temía llamar y toparse con la voz severa del padre, quien le diría que qué Juliana, ahí no vivía, con lo cual José Luis, un hombre muy sensible, se sentiría mal. Le dijo la madre a Juliana que le diera a José Luis los horarios en que el padre no estaba, para que llamara sin problemas: ella quería charlar con él, presentarse, al menos por teléfono, conocer un poco, al menos por ese medio, al hombre del que estaba enamorada su hija. Juliana respondió que le diría a José Luis, aunque ella no creía que aceptara.

Siempre que llamaba a José Luis, Juliana le respondía sus atenciones a grandes voces, diciendo que ella también, que lo amaba más que a nadie en el mundo, que era su chiquito, y linduras de esas. La madre pensó, pero desechó del inmediato el pensamiento, que había algo obsceno en el entusiasmo exagerado de su hija.

Una tarde, llegó Juliana desolada a su casa. Le preguntó la madre qué le pasaba: había discutido con José Luis, mami, habían terminado. ¿Pero cómo si se amaban tanto? Ya veía, mami, había veces en que las cosas, aun entre los enamorados, no funcionaban. ¿Por qué habían discutido? Ya ni sabía, mami; por tonterías, seguramente. Luego, José Luis le había reclamado a Juliana que tuvieran que andarse escondiendo siempre, como si fueran prófugos o algo parecido, él detestaba eso, no pensaba seguirse prestando a ese ridículo juego: Juliana debía hablar con el padre, enfrentarlo. Juliana le había reclamado: bastante había hecho con ocultarte al padre lo suyo, su madre la había apoyado muchísimo, cómo podía él saber lo que era ocultarle a tu propio padre dónde ibas, mentirle que estudiarías en casa de una amiga cuando ibas al cine con tu novio, él no valoraba el esfuerzo de Juliana y de su madre. En esas condiciones, había dicho José Luis, lo mejor era terminar, pues él no estaba dispuesto a seguirse escondiendo sin ser culpable de nada, que era ridículo, que el padre era un viejo tonto... Juliana le gritó que no le dijera así, que fuera lo que fuera era su padre, y que quizá tenía razón, no podían hacer otra cosa mejor que terminar.

La madre consoló a Juliana, le prometió que las cosas se arreglarían y se propuso hacer labor de convencimiento con el padre.

Todos los días que duró el pleito, Juliana se veía decaída, comía poco, dormía menos, se le habían formado unas bolsas moradas debajo de los ojos. La madre la abrazaba fuerte y le decía que no se preocupara, que las cosas, muy pronto, se arreglarían.

El padre preguntó, colérico, que si aún existía el José Luis ese; que se iba a decepcionar mucho, dijo, si la madre había estado solapando, a sus espaldas, ese noviazgo que no iba a ninguna parte. Respondió la madre, contraria a la actitud sumisa que generalmente adoptaba, que a ella no le hablara en ese tono y que con esa actitud se iba a quedar solo muy pronto, y salió del cuarto y luego de la casa.

Los días siguientes, el padre padeció la ley del hielo que le aplicó la madre para rendirlo. Cedió a los tres días: por favor, que lo disculpara, le dijo a la madre, no volvería a hablarle en ese tono, pero debía entender que Juliana era una niña, no era conveniente que a esa edad tuviera un noviazgo que además no iba a ningún lado, siendo el novio seguramente un irresponsable, un vaguito de esos de su escuela, un hippie. En primer lugar, replicó la madre, ¡Juliana tenía 22 años! Ya no era ninguna niña. Segundo: a José Luis él ni siquiera lo conocía, pues no se había querido dar la oportunidad. Ella sabía, por Juliana, que era un hombre amorosísimo; ¿no quería él para su hija un hombre que la amara mucho, que la comprendiera, que la respetara?

Sí quería, respondió con la cabeza gacha el padre, pero también temía mucho por Juliana, que cayera en las manos de un mal hombre, que la engañaran, que diera un mal paso, estaba en la edad peligrosa, la madre debía entenderlo. ¿No confías en la educación que le dimos?, replicó la madre. Debes tener confianza en su hija, debes respetar sus decisiones, seguro ha escogido bien; si no es así, ella se dará cuenta por sí sola, no necesitamos prohibirle ni imponerle nada. El padre convino, a regañadientes. Le dijo a la madre que estaba bien, que vigilara muy bien a su hija, que pusiera a prueba al noviecito; pasado un tiempo, lo dejaría venir a su casa a hablar con él. Que no le dijera nada de esto a Juliana, no quería mostrarse débil ante la hija.

La madre, por supuesto, se lo contó a la hija apenas pudo, y las dos se abrazaron. José Luis está muy contento, según le dijo Juliana, quien empezaba a dormir mejor, a comer animadamente, a cantar de cuando en cuando, con esa voz linda que tenía, tan parecida a la de la madre.

Hubo un pequeño incidente cuando el padre encontró en la mesita de su cuarto un chocolate; debajo, había un recado: ¡Gracias, papi! José Luis te manda este modesto regalo. Te queremos. Le devolvió el chocolate y la nota esa misma noche a Juliana, diciéndole que si quién era ese señor, que él no lo conocía. Juliana se atrevió a decir que José Luis era su novio. Cuál novio, se alteró el padre, Juliana no tenía novio, él no le había dado permiso todavía. Pero si mi mami me dijo..., se atrevió Juliana, y el padre: lo que haya dicho tu madre no importa ahora, te digo que no tienes novio y no tienes novio, se acabó. Juliana hizo berrinche y lloró un poco.

¿Qué pasa, viejo?, habló con el padre la madre poco más tarde. Te advertí que no iba a aceptar abiertamente que Juliana tuviera un novio; las cosas no son tan fáciles, terminó el padre. Cuida mucho a Juliana, aconséjala, adviértele; yo no quiero saber nada mientras no sea el momento.

De este modo, cada vez que Juliana le llamaba a José Luis y el padre escuchaba sus expresiones de amor, sus manifestaciones indiscretas, preguntaba a la madre con quién hablaba Juliana. Con Rosa, respondía la madre, o con Cristal, o con Rita. El padre se tranquilizaba y trataba de hablar más alto, más fuerte, para no escuchar qué le decía la hija al tipo que se la robaba.

Habló con Juliana la madre y le dijo que iba siendo hora de conocer a José Luis; por lo pronto, el padre no accedería, pero lo convencería para que lo hiciera muy pronto, para que José Luis viniera a la casa, ya vería Juliana cuán pronto. Mientras tanto, por qué no iban a comer ella con la hija y el novio a algún restaurant del centro, a uno de comida china, por ejemplo. Juliana arguyó que José Luis estaba muy ocupado con la escuela aquella semana, ya sabía mami que era un alumno brillante, muy dedicado a sus estudios; además, habría que preguntarle si accedería conocer sólo a la madre, no sabía cómo reaccionaría ante la obstinación del padre. La madre le aconsejó que al menos se lo planteara, que esa entrevista se estaba volviendo inaplazable; que luego de conocerlo, ella tendría más armas para convencer al padre.

José Luis estuvo muy ocupado esa semana y la siguiente; le había dicho a Juliana que no sabía cuándo podría entrevistarse con la madre, pero le mandó decir a ésta que le agradecía la invitación, que muy buen detalle de su parte, se nota que quería mucho a su hija, él la amaba, señora, de eso que no le cupiera la menor duda.

El padre seguía sin querer saber de la relación entre el tipo ese y su hija; a veces la encontraba leyendo, entusiasmada, breves notas, seguro cartitas de amor, en papelitos blancos, azules, rosados, verdes, amarillos. Le preguntaba el padre, sabiendo cuál era la respuesta, qué leía, ante lo cual respondía Juliana que un aviso de Rita, o una broma de Cristal, o un chiste de Rosa, y el padre, por alarmar a la hija, preguntaba si también él podía leerlo, ante lo cual Juliana se ponía encarnada y respondía que cómo creía, papi, eran cosas privadas.

Por fin, la madre convenció al padre de que conociera a José Luis, quien todavía andaba muy atareado con la escuela, había dicho Juliana, pero se daría tiempo en caso de ser los dos padres con quienes se entrevistara y en la casa que compartían con Juliana, lo cual estaba muy difícil, ¿no, mami?, se preocupó Juliana. Respondió la madre que se lo dejara todo a ella. El padre cedió porque amaba a su hija; entendía, luego de aquel prolongado estira y afloja, que no podía imponerse de la manera en que lo había hecho; sabía, por lo que le había contado la madre, que José Luis era un buen muchacho. De modo que podían concertar la entrevista. Sólo le pedía un favor a la madre: que se lo dejara decírselo él mismo a la hija, sabía que le daría una satisfacción muy grande. Entró a su cuarto y le encontró hablando por teléfono; le dijo espera a la voz del otro lado de la línea mientras el padre se sentaba en su cama. ¿Con quién hablas, hija? Con Rosa, respondió una nerviosa Juliana. Ah, bien. Tengo que hablar contigo, esperaré a que termines tu llamada. Luego, le dio un beso en la frente que sorprendió a la hija, salió del cuarto.

La voz de Juliana se escuchaba más fuerte, seguro sospechaba cuál era la noticia y se lo estaba comunicando al muchacho, pensó el padre. Se sentó a esperar en la sala. Juliana seguía hablando, el padre estaba empezando a impacientarse, a sentir que a su hija se la estaban robando. Despejó su cabeza de ideas inútiles, llamándose a sí mismo tonto, y fue entonces que se le ocurrió la travesura: descolgar el teléfono y escuchar la llamada que sostenían José Luis y su hija. Por fin escucharía la voz de ese muchacho que tantos problemas le había traído con la esposa, con la hija, y que tanto bien le había hecho, cierto.

Se quedó sin habla, sin saber qué pensar, qué sentir, qué hacer, al descolgar el auricular y escuchar a una Juliana amorosísima, que le contaba a José Luis lo feliz que estaba por el padre, quien por fin lo había aceptado; que repetía insistentemente que lo amaba, que nunca había amado a nadie antes de él pero sabía que a nadie podría amar igual después; que respondía a preguntas no formuladas, claro que iban a celebrarlo, donde él quisiera, no, no, que eligiera él, a ella le daba igual con tal de estar con él; que dirigía sus palabras al vacío, a la nada, a una línea de teléfono del otro lado de la cual no había nadie, nada.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 15/Jun/06
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