Sospechas

Para María Antonieta

Javier Munguía

Siempre había asumido mi ataque de llanto de las mañanas con estoicismo, con naturalidad. Apenas quedaba solo en casa (mi mujer iba, primero, a dejar a Luisito en el preescolar; luego, a trabajar ocho horas diarias en el despacho de los Roldán mientras yo, desempleado, planeaba obras maestras de la narrativa contemporánea en 700 páginas y no escribía una sola), un proceso yo diría que automático me llevaba a la recámara, me desencajaba las facciones y justo empezaba a preguntarme (las primeras veces) qué me ocurría, cuando unos alaridos de dolor brotaban de mi boca y me agitaban el pecho, y yo debía acudir a la cama, cubrirme el rostro con una almohada para no despertar las suspicacias de los vecinos.

Me habitué pronto a los ataques, incluso me dejaba conducir sin oponer resistencia a la recámara, al suelo, a las facciones desencajadas, a la almohada discreta. Hasta la estúpida mañana en que, no bien había podido descubrirme el rostro, y pensado que cada vez me estaba siendo más fácil sobrellevar el llanto, y decidido sentarme de inmediato a mi escritorio y rumiar toda la mañana cientos de novelas que jamás escribiría, hasta que llegaran mi mujer y Luisito y yo me sintiera avergonzado y me ofreciera a hacer la cena, la sospecha me arañó el rostro.

 

 

La siguiente mañana recibí un nuevo zarpazo, y la siguiente otro, y uno más la siguiente. Me lamentaba de que dicha sospecha no lo dejara a uno terminar sus ataques de llanto en santa paz. Entonces lo planeé: la próxima mañana, apenas la sospecha se presentara dejándome ver sus colmillos, le apretaría el cuello hasta que me revelara qué cosa era o quién y qué se proponía. Debieron pasar aún dos semanas para hacerlo, y no porque la sospecha fuera demasiado escurridiza, sino que muchas veces, a punto de apretar su escuálido pescuezo, alcanzaba a vislumbrar que había asuntos que más me valdría no saber. Cuando al fin tuve su cuello entre mis manos y apreté exigiendo respuestas, no tuvo ningún reparo en revelarme sus intenciones.  

 

 

Ella me recordaba de joven, dijo, y apenas podía creer que me hubiera convertido en el tipo que ahora le apretaba el cuello, con furia, pidiéndole respuestas que no quería escuchar, historias que hubiera preferido no recordar. De ser un joven ambicioso, lúcido, prometedor, me había convertido en un cuarentón amargo sin una sola línea escrita. Había quemado mis trabajos de juventud, me siguió diciendo, pensando que podría escribir grandes cosas, obras maestras, como me gustaba decir a mis amigos, sin sospechar siquiera que no volvería a escribir aunque fuera una novelita corta, un cuento mediocre. Me había casado creyendo, qué risa, en el amor verdadero, en el enamoramiento constante, en el sexo, en la felicidad que dan los hijos (¡cuán feliz sería…!, solía escribir, para concluir después que la línea no me llevaría a ningún lado y sin piedad tachonarla), sin inferir siquiera lo tremendamente difícil que era no odiar a la persona que te despertaba todos los días con su aliento de vaca, con sus palabras de vaca que te exigían que buscaras un trabajo, ella ya no podía con la carga de la casa, o que al menos escribieras, carajo, que escribieras aquella novela que los sacaría de pobres, que te dieras prisa, que si no te daba vergüenza lo que pudiera pensar Luisito, que ya estaba creciendo, de su padre sentado ante la hoja inmaculada en su escritorio mientras su madre lo llevaba a él al preescolar, lo recogía, trabajaba…

Le apreté definitivamente el cuello y me precipité al escritorio, me puse a rumiar la novela de al menos 600 páginas que escribiría, que sería considerada por los críticos más severos, apenas publicada, como una obra maestra, y no escribí una sola línea. Por la noche recibí a mi mujer y a Luisito con un beso pero no me ofrecí a hacerles la cena. No respondí a las provocaciones de mi mujer en la cama, ni pensé que, al darse la vuelta y empezar a roncar, como para molestarme, podía pensar en conseguir un amante cualquier día de estos.

La mañana siguiente me fingí dormido hasta que escuché que mi mujer decía al niño que se pusiera el gorrito aunque no le gustara, porque hacía frío, y luego el ruido de la puerta. Entonces me levanté y forcé los alaridos de dolor que ya me atormentaban el pecho, y no recurrí a la almohada sino que me puse a chillar a todo pulmón para que no quedara un vecino sin enterarse. Ahora yo conocía las razones de mi llanto; pero ahora yo tenía la plena seguridad de que no estaba llorando por mí; ahora yo hubiera jurado que podía ver a mi mujer tomada de la mano de Luisito, ambos de pie en el transporte público, apretujados, molestos, y luego a mi mujer en el despacho de los Roldán, tolerando las bromas de los compañeros que le preguntaban, con sorna, que si ya había encontrado trabajo su marido, la mano del Roldán mayor en su muslo, quien le ofrecía una casa, una mejor escuela para Luisito, y ahora podía verla recoger al niño en el preescolar, pensando cómo me dirá que va a dejarme, y luego llegar a casa, abrir la puerta, gritarme malhumorada, no recibir respuesta, dirigirse al cuarto y ver, y entonces sacar fuerzas para llevar a Luisito a su recámara, quien no habría alcanzado a mirar el horror, la sangre, el cuchillo de cocina, y luego de haber dejado al niño mirando caricaturas volver, mirar esa caricatura aún más cómica en el piso, los músculos del rostro contraídos en una mueca macabra; ahora, apenas hubieron salido mi mujer y Luisito de la casa, yo tenía la digna certeza de que no estaba dando esos alaridos de mujer por mí, de que no me importaba por mí, de que morirme me importaba un pito; ahora yo tenía la digna certeza de que estaba llorando por ellos.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Oct/05
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