La ultima cobardía

Jorge Carrasco

Durante toda la noche Delfín Sotomayor se dejó arrastrar por la desesperación. En los pocos momentos en que el sueño le quitó la conciencia se vio atormentado por retazos de pesadillas. Con dos enormes ojeras, el pelo desarreglado y las manos temblorosas, se enfrentaba al nuevo día que nacía.

Mabel Fenzel, su mujer, le sirvió el desayuno a disgusto, torciendo el rostro en un mohín de fastidio. El notó la violencia solapada de su mujer, y sus nervios maltrechos, debilitados por la falta de sueño, predispuestos a los ataques exteriores, sacudieron su cuerpo como una ráfaga eléctrica. El café, humeante, dulce, le trajo al cuerpo un alivio momentáneo.

Apenas se levantó de la cama, los objetos del mundo, insignificantes o evidentes, tomaron de pronto una relevancia inusitada. La suavidad de las sábanas de raso, las ondas de las cortinas de lino, la luz de un nuevo día, el paso solitario de una hormiga junto a sus zapatos, la forma del humo que subía del café, todo parecía vivo y reclamaba su enfermiza atención. Todo le traía a su espíritu una extraña inquietud.

Se tomó todo el café, pero no comió nada. No tenía hambre. Tampoco tenía ganas de hablar.

- Hace varios días que no hablas ni duermes - dijo su mujer -. Desde que tu General perdió la guerra.

- Todavía esto no termina.

- Mañana se termina - dijo la mujer con expresión rencorosa -. Mañana.

Fue a la ventana del salón de recepciones y espió la calle y la plaza.

Su mirada fue hacia donde se erguía el busto de Pedro de Valdivia para ver si su cuerpo yacía acribillado por las balas. Suspiró con alivio. Pero luego su mirada volvió a moverse. "Como siempre, ahí está", pensó mientras miraba el taxi destartalado, parado enfrente de la iglesia. Desvió otra vez los ojos hacia el busto de Nicolás Mascardi, detrás de dos hileras de tilos, y sintió que entre el y el jesuita había una afinidad de destinos, que ambos habían entregado sus vidas para civilizar a salvajes ingratos.

Salió a la calle. El colectivo de las siete y media que provenía de Puerto Belgrano pasó frente a sus ojos con destino a Villa San Martín. El chofer, un hombre de bigotes, no le alzó el brazo en señal de saludo. La enemistad áspera de su mujer y la indiferencia del chofer confirmaron sus presentimientos. "Se empieza a avinagrar todo", pensó, suspirando con desaliento.

De su boca, semicubierta por una bufanda, subía un vapor tenue. Los gorriones, bulliciosos, se agitaban felices, y él se sentía ajeno a esa alegría, a ese movimiento, a ese nacer palpitante de la naturaleza. Sus pasos eran lentos como el andar de las carretas de bueyes que venía de los campos, cargadas de leña o carbón. Avanzaba con desconfianza, temeroso de percibir la reacción del entorno.

Ahora comprendía. Siete años de impunidad lo habían vestido con el ropaje ilusorio de una divinidad pagana. Ahora, sin la protección del uniforme militar, se sentía desnudo. "Desconfíen de los privilegios terrenales porque en la comarca de los iguales la ira puede no ser un mal atributo", había dicho el padre Severino de Andrade, con su verborragia oscura, en el sermón del último domingo, y él, el intendente de la dictadura durante más de un lustro, sabía que esas palabras atacaban su investidura y cargaban una amenaza. El peligro se ramificaba. Ya no había lugar para estar seguro.

Cruzó a la plaza. A poco andar, frente a la iglesia, estuvo cerca del taxi de Graco Zamora, el marxista andrajoso. Pasó sin mirarlo, sintiendo la presencia pringosa llena de burla y consuelo en su espalda. De adentro del taxi se escapó el ruido apagado de una carcajada, al menos así le pareció.

Un escalofrío le recorrió la espalda como agua hirviente. Luego, tieso, inmovilizado, desvió la mirada hacia el taxi. Sentado tras el volante Graco Zamora sonreía. El intendente escudriñó de reojo el parabrisas. En un papel pegado con cinta adhesiva leyó:

Estremecido, el intendente vio el perfil sonriente de Graco Zamora.

Cerró los ojos un instante y apretó las manos para reprimir el temblor.

Contra esa insolencia no podía luchar. Comprobó, con horror, que en su último día de mandato ya no tenía poder, ya no amedrentaba a nadie.

Cualquiera pisoteaba su orgullo, se cagaba en su dignidad de enemigo en retirada. Un escalofrío le hormigueó en la espalda.

Ahora se daba cuenta de algunas cosas. Ahí estaba Graco Zamora, altivo sobre su enclenque resistencia. Ante sus ojos impotentes esa valentía cobraba una dimensión descomunal. El tiempo había pasado muy rápido. Siete años. El, en cambio, sabía que sólo era capaz de una resistencia organizada, junto a individuos que defendieran sus mismo intereses, en la perspectiva segura de un triunfo. Despreciaba la voluntad romántica y la lucha indefinida; de ese profundo desprecio emanaba toda su cobardía. No por nada era parte de un poder nacional, un poder que él creía invencible y que podía ser defendido con todas las armas de la nación. No menos dolido que enfurecido pensaba que el General claudicaba de una manera indigna, acosado por los marxistas, él, que con sólo alzar la mano podía sacar los militares de los cuarteles. Él, que podía dejarlo otra vez al frente de la municipalidad, para castigar a los subversivos andrajosos, como el abúlico taxista.

Siguió caminando. El miedo le revolvía los intestinos, le helaba la sangre. Le hacía imaginar que los comunistas lo tenían vigilado y esperaban el momento oportuno para matarlo. Anoche soñó que Graco Zamora, junto a un grupo de indios revoltosos, lo llevaba bajo el busto de Nicolás Mascardi y lo fusilaba sin contemplaciones. El miedo se mezclaba al odio y juntos apuntaban a la figura del taxista Zamora, reducían a un hombre de carne y hueso la forma insondable de un enemigo multitudinario.

Por fin abrió la puerta de la municipalidad y entró. Adentro de su despacho sintió un mareo. Afirmándose en el escritorio se dejó caer en su poltrona. Estuvo unos minutos acosado por las náuseas.

Una vez repuesto del mareo, se fue a asomar a la ventana del balcón.

Graco Zamora seguía sentado en su taxi. Delfín Sotomayor sintió que en los siete años de gobierno no había actuado con suficiente mano dura contra los salvajes. Igual que el infortunado religioso.

El escritorio se extendía ante él como una tarima impersonal. La bandera celeste y blanca colgaba lánguida, sin vida. El retrato del general, tan bizarro en otros tiempos, adoptaba ahora rasgos caricaturescos. La misma poltrona recibía sus nalgas con una dureza de madera quemada.

En la debacle de su espíritu una idea cruzó su mente. Tenía que matar a Graco Zamora. Era el fin para él, pero también lo sería para el taxista inmundo. Tenía que matarlo.

Abrió el cajón de su escritorio y sacó un revólver. Era un Smith and Wesson, calibre 38, con seis balas. Lo contempló un momento y se lo metió en el bolsillo del abrigo. Allí esperó con los ojos entrecerrados, saboreando la agonía cruenta de su enemigo ideológico.

En su mente se desarrollaba la situación. El taxista, con los seis disparos en el pecho, yacía recostado tras el volante. La sangre le salía a borbotones. El olor de la sangre, de la nafta y del aceite quemado enrarecían el aire. De detrás de los tilos de la plaza aparecía Mabel Fenzel, su mujer, corriendo aterrorizada, y desde el atrio de la iglesia cruzaba la calle el padre Severino de Andrade, para recriminarle su locura.

El horror de los demás sería su consuelo.

Quince minutos estuvo así, jugando con su imaginación. Cuando su acto de venganza imaginario ya no le trajo alivio, se propuso actuar. Fue hasta la ventana y miró hacia la calle. El taxi de Zamora estaba aún allí, sucio, destartalado, exponiendo a la mañana luminosa los versos subversivos.

Acariciando el revólver en su bolsillo bajó la escalera hasta la planta baja. Salió a la calle en el preciso momento en que la misa de las diez terminaba.

El taxista miraba lánguidamente, apoyándose la nuca con las dos manos.

Cuando lo vio abrir la puerta, tocado por un providencial instinto, se enderezó en el asiento y accionó las llaves del encendido. El taxi se sacudió entero y el taxista se desatendió del llamado de dos viejecitas con cofia que le pedían sus servicios. Aceleró a fondo, pasó junto a Delfín Sotomayor y sacó la cabeza por la ventanilla para gritarle:

- La vida no se da para levantar a un muerto.

El alcalde se quedó inmóvil en medio de la calle. Se sentía aniquilado por el desaire. Su venganza, su postrer desquite contra todo lo que más odiaba, no se iba a realizar. El condenado taxista había huido. Cerró los ojos, frustrado, y echó a caminar. Mientras pasaba junto al primer tilo sintió un dulce cansancio que le subía por los huesos y un vacío que le amedrentaba los pensamientos. En el torbellino de ese fugaz alivio extrajo el revólver de su bolsillo y, aún caminando, se descerrajó un tiro en la sien.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Oct/05