No tienes que decirles adiós, Ana

Josué Martínez Sánchez

La muchacha se detuvo en el umbral de la puerta con el brazo izquierdo suspendido en el aire. Quedó unos minutos inmóvil, como retenida por la oscuridad, con la mirada extraviada en algún improbable lugar y la respiración jadeante. Luego giró bruscamente sobre sus talones. Fue una sombra más al salir del edificio. Entró al auto.

-Mejor esperamos a que amanezca -; dijo sin mirarlo.

-No sabía que podía doler tanto -; dijo él.

-¿Dolor, dolor...? -; había una contenida agitación en su voz -. Creo que no es esa la palabra.

-Es como un vacío.

-¡Eso! -; se entusiasmó al decirlo -. Un vacío o una incertidumbre muy grande.

-No tienes que hacerlo, Ana.

-Tú sabes que sí.

- Podemos irnos ahora mismo -; afirmó él -. Y no pasa nada.

-Lo sé, pero no es eso.

-Podemos irnos cuando quieras.

-Es algo que me debo a mi misma.

-Como quieras.

-Gracias por entenderlo.

-¿Qué dijiste!

-Dije: g-r-a-c-i-a-s-p-o-r-e-n-t-e-n-d-e-r-l-o.

-Olvídalo.

-Mejor no -; dijo ella -. Hay cosas que es mejor no olvidarlas.

Una brisa húmeda con olor a salitre comenzó a soplar desde el malecón. De pronto, los árboles añosos y los jardines, delimitados por altas verjas, se agitaron. Desde el carro podía sentirse el extraño aroma de los arbustos y de la tierra.

Las nubes rojizas acabaron por ocultar la luna y las estrellas. Cada cierto tiempo los gatos maullaban sobre las tapias, una ventana se cerraba, o alguien tosía desde el centro de la soledad.

- Dentro de unas horas todo esto habrá acabado -; dijo él.

- Sí -; dijo la muchacha -. Y no sé si reírme o llorar.

- Pero lo deseamos mucho, ¿no es así?

- Es cierto... no me hagas caso hoy, ¿eh?

- No enredemos las cosas.

- ¿Nunca has tenido algo que hacer?-; preguntó ella - ¿Algo que es más importante que todo lo demás?

-Creo que sí.

- ¿Entonces?

- No quiero que esto te haga sufrir -; dijo él -. No, si puede ser evitado.

- Nadie me espera.

-Podemos evitar cualquier complicación, ¿no?

- Perfectamente.

- Bien.

Un auto pasó despacio dejando el sonido tierno de las gomas sobre el pavimento de adoquines. El reguero de luces amarillentas los iluminó unos segundos y se miraron. Cuando la oscuridad reino de nuevo sobre las cosas, el aventuró su mano -; grande y huesuda - hacia el lugar donde debía estar el cuello delgado, frágil, de la muchacha y lo acarició con delectación.

La atrajo hacia sí en un gesto amorosamente autoritario.

Fumaron en silencio.

Un rato después las nubes dieron paso a la claridad.

Apenas una débil iluminación que se colaba por las ramas de los árboles -; formaban una gruesa bóveda sobre la calle.

Desde la otra parte de la ciudad llegaban los rugidos de los trenes, algunas campanadas de iglesias.

El día se iba imponiendo sin esfuerzo.

-Creo que nos vamos a sentir bien -; dijo él.

-También lo creo.

-De todas maneras, vale la pena intentar esto.

-Sólo por eso estoy aquí, contigo.

-Comenzar de nuevo.

-Es lo que no nos perdonarán.

-Poder pintar.

-Dormir juntos, como si hubiéramos nacido ese día.

-Lejos de todo esto, y de todos.

-Vamos a hacernos el amor mil veces.

-Sí, como si no hubiera nada que olvidar, ni que lamentar.

El hombre respiró hondo. Le acarició suavemente el pelo.

-Ya es hora, Ana -; dijo -. Si de verdad quieres hacerlo.

-Sí.

Él salió del auto. Dio la vuelta con prisa y le abrió.

- Espero que lo hagas, de una vez y para siempre -; dijo mirándola fijamente -. No hay más tiempo, Ana.

La muchacha no respondió. Se concentró en los pasos que la separaban del edificio. Cada minuto representaba un poco más de luz, un transeúnte más, la ola de agitación y ruidos que amenazaba con llegar de un momento a otro. Cuando alcanzó la entrada, se detuvo. Entonces él cerró de un tirón la puerta del auto y fue hacia ella.

-¡No tienes que decirles adiós, Ana! -; le dijo.

-¿Cómo no había pensado en eso, Mario?

-No tiene importancia ahora -;dijo impaciente -. ¡Sólo hazlo!

- Esa la única manera que veo de sentirme segura.

- Haz todo lo que quieras, pero no tienes que decirles hasta luego -; afirmó él.- Alguien me lo enseñó.

-Bueno, creo que ahora sí podré.

- Podrás con la dureza, ¿sí?

- Con eso y con todo lo que ya sabes, creo que sí.

- ¡Eso!: solo hazlo.

- No sabrán nada.

- No tienen que saber nada -; dijo y se contuvo enseguida -. Despídete tú misma de todo eso. Nadie más que tú sabrá lo qué está pasando.

- ¿No será muy egoísta de mi parte? -; su voz comenzaba a agitarse de nuevo.

- No hay otra manera.

- Gracias por todo esto.

- Olvídalo.

- Claro que no - trató de sonreír, pero sólo consiguió un movimiento extraño con los labios.

- Y recuerda qué te amo, Ana.

- Lo sé.

Ocultando el rostro, dio la vuelta y subió las escaleras lentamente.

El hombre retornó al auto. Sacó un trapo de alguna parte y comenzó a frotar con fuerza cada centímetro de la carrocería, de por sí lustrosa. Durante un buen tiempo estuvo haciéndolo casi con violencia, hasta que logró sofocarse. En ningún momento miró el pequeño pasillo que llevaba a la entrada, ni quiso detenerse en los vecinos que esporádicamente salían o entraban al edificio.

Después se paró en la acera y miró el reloj.

La luz del día era ya algo más que una promesa. Un brillo sutil aparecía, suavemente, en los cristales de las ventanas.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Oct/05