La Carta Dorada

Juan Planas

Después del desayuno, Salgado volvió a su habitación. El personal del hotel le había dejado los diarios de la mañana. Tras mirar distraídamente las primeras planas, miró su reloj y vio que eran más de las diez. "Se me fue media mañana", pensó. "Pero con la juerga de anoche era imposible madrugar". Bostezó y recordó que la cita con Luchesi era a las cinco de la tarde. De momento, decidió llamar a Faiad. La centralita del hotel le procuró la comunicación de larga distancia, y pronto sintió la familiar voz de su socio.

-¿Qué hacés, chango? Salgado te habla.

-Qué clarito se oye, Juan... Nadie diría la distancia que hay, che -contestó la voz del otro-. ¿Todo bien? ¿Hablaste con Luchesi?

-Me comuniqué con él apenas llegué a Buenos Aires. Hoy a las cinco nos tenemos que ver para hablar del negocio... Ayer, cuando lo llamé, me dijo que era imperdonable hacer semejante viaje desde la provincia y ponerse a tratar, ahí no más de entrada, de negocios; me dijo: "Esta noche nos vamos a cenar con un par de minas y mañana hablamos de las cosas serias".

-¿Así que se fueron de joda? -preguntó Faiad-.

-Me llevó a un restaurante nuevo; se llama "Long Pig". Dijo que es el mejor de la ciudad. Y una clientela selecta; banqueros, senadores, qué sé yo... Muchos de los comensales saludaron a Luchesi cuando entramos; se ve que tiene muchas relaciones importantes. ¡Qué lujo, che! Platos de porcelana, cuadros, qué sé yo... Parece que allí lo conocen; cuando nos sentamos, el maître se acercó y lo saludó por su nombre. Luchesi pidió la Carta dorada para los demás, y él comió canalones a la Rossini.

-¿Y qué es la Carta dorada?

-Parece que es un menú especial, con algunos platos exclusivos.

-¿Qué comiste?

-La verdad, no sé... -Salgado sintió un poco de vergüenza- Apenas miré el menú. Estaba todo en francés. Luchesi dijo: "dejá, que yo te elegiré algo que te va a gustar". Y tenía razón; era una carne asada, rosada, muy jugosa, tierna como una jalea. Nunca había probado algo tan exquisito; lo devoré en un santiamén. Tanto que Luchesi se rio y pidió otra porción para mí; y no pedí una tercera porque me dio vergüenza. ¡Y qué bien me sentí después de haber cenado! Satisfecho, vigoroso... -a Salgado sintió que se le hacía agua la boca al recordar la cena de la noche anterior-.

-Por el entusiasmo con que me lo contás, debía ser algo muy bueno. Decime, Juan, las minas, ¿qué tal estaban? -Salgado percibió cierta excitación en la voz de Faiad-.

-Ni te imaginás... Después de cenar, me fui a un hotel con una de ellas, Karina. ¡Qué cuerpo! Y, lo más notable, la piel... Era como la piel de un bebé. ¡Y qué tetas! Firmes, turgentes. Y un cabello castaño sedoso, suave... parecía una leona -dijo Salgado, excitándose al recordar la noche anterior-. Era una puta, claro, pero de categoría; muy instruida... Y no me cobró nada. Seguro que Luchesi había arreglado todo.

-¡Ja, ja! Mirá si se entera Eugenia. ¡Lindo quilombo familiar que se te armaría!

-Difícil... Allá en Tucumán lo sabría en seguida, porque todo el mundo te conoce; pero en Buenos Aires nadie conoce a nadie.

-¿Así que todavía no hablaron nada de nuestro proyecto?

-No, ya te dije... Tengo la impresión de que a Luchesi no lo convence mucho, pero cuando lo consulté desde la provincia me dijo que le encantaría emprender algo con nosotros, y que viniera a Buenos Aires para hablar a nuestras anchas. Tal vez tiene otro negocio en vista. En fin, esta tarde sabremos. Esta noche te llamo y te explico lo que conversé con Luchesi. Bueno, ahora voy a salir para estirar las piernas un poco y comprar algunos regalitos para mi mujer y los changos. Saludos a Teresa y los chicos.

-Espero tus noticias, Juan. Hasta mañana, viejo, y divertite.

Salgado colgó el teléfono y fue hasta la ventana. Desde el quinto piso del hotel se apreciaba una excelente vista de la avenida Nueve de Julio, con sus floridos jacarandaes y su tránsito denso y veloz. A la izquierda, el Obelisco dominaba la plaza de la República. "Esta ciudad ofrece de todo. Tengo ganas de volver a salir con Karina, aunque esta vez me cobre bastante. Y también quiero ir al restaurante "Long Pig", pedir la Carta dorada y encargar tres porciones de lo que comí anoche, aunque se rían de mí."

La secretaria introdujo a Salgado en la oficina de Luchesi, un individuo algo obeso, con una incipiente calvicie, que se encontraba sentado al escritorio. Levantó la cabeza un momento, dijo: "Un momento, mi viejo", y siguió trabajando con una calculadora durante algunos segundos. Luego pulsó la tecla de total, arrancó la tira de papel de la máquina y la contempló un momento. Luego la abrochó a un papel y se levantó.

-¡Hola, mi viejo! Disculpame que tenía que terminar unas cuentas, pero ya estoy con vos -dijo, saludando con una ancha sonrisa a Salgado-.

-A lo mejor te interrumpo...

-¡No, no! Bueno, ¿la pasaste bien con Karina, mi viejo? -preguntó Luchesi-.

-¡Ya lo creo! Mirá, te quería pedir el teléfono...

-Ah, siempre calentón, ¿eh? -Luchesi lo palmeó en la espalda-. Bueno, no hay problema. ¿Sabés? Estaba seguro de que Karina te iba a gustar. Conozco tus preferencias, mi viejo... Vení, Juan, sentate -Luchesi condujo a Salgado a un sofá de cuero-. Vamos a tomar unos whiskies -agregó-.

Mientras Luchesi iba buscar la bebida, Salgado echó una mirada a su alrededor. No era hombre de gustos refinados, por lo que no le asombró la curiosa mezcla de lujo y vulgaridad que reinaba en aquel ambiente. Con todo, no dejó de parecerle fuera de lugar la gran fotografía de los jugadores de Boca Juniors que dominaba una de las paredes de la oficina. También encontró algo chabacano que, al lado del escritorio, Luchesi hubiese pegado con cinta adhesiva, ya amarillenta, una fotografía de Brigitte Bardot sobre la valiosa madera que recubría la pared.

Luchesi volvió con hielo, vasos y una botella, que dejó en una mesita cercana al sofá. Tras servir la bebida, dijo:

-Bueno, mi viejo, vamos a nuestro asunto: hace un mes, cuando viajé a Tucumán y conversamos, me dijiste que Faiad y vos tenían pensado abrir una fábrica de jugos o de gaseosas, o algo así. ¿Verdad, Juan?

-Eso mismo. Habíamos pensado que tal vez te interesaría asociarte con nosotros...

-Cierto. Ante todo, les agradezco muchísimo que hayan pensado en mí como socio. Y me encantaría que los tres participáramos en un emprendimiento. Eso sí... lo de la fábrica no me convence mucho. ¿Sabés por qué? Mirá, la idea inicial no sería nada mala: Faiad tiene cañaverales y un ingenio azucarero, vos tenés plantaciones de limones y otros cítricos. Nada más natural que unirse para elaborar bebidas sin alcohol.

Luchesi bebió un trago, encendió un cigarrillo con un encendedor dorado que estaba sobre la mesita y continuó:

-Lo malo es que el país ha cambiado mucho. Antes tenía sentido la idea de ustedes; uno se ponía a fabricar algo, trabajaba de lo lindo y con el tiempo se podía convertir en un potentado. Ahora las cosas son diferentes, mi viejo. Una industria como las gaseosas o los jugos se las agarran los grandes grupos económicos. Si querés competir con ellos, a la larga o a la corta perdés.

-¿Y entonces no se puede emprender nada? Pese a los grandes grupos, Faiad y yo hemos hecho algo de plata con los limones y el azúcar -respondió Salgado-.

-Sí se pueden emprender cosas, y además podés hacer no algo de plata, sino muchísima plata, si elegís el negocio adecuado -Luchesi echó una furtiva mirada al reloj-. En general, te diré que en la Argentina de hoy no es buena idea abrir una industria; lo que conviene, mi viejo, es ofrecer lo que pueda interesar a la gente de guita.

Golpearon suavemente a la puerta. Luchesi se levantó para abrir, mientras Salgado miraba fijamente el encendedor de mesa. Estaba mohíno por la cruda explicación de Luchesi.

-Mirá quién vino, mi viejo -dijo Luchesi, introduciendo a Karina-.

Salgado, deslumbrado, se olvidó por el momento de los negocios. Karina estaba hermosísima. Una ceñida minifalda y una blusa escotada le permitían lucir sus magníficas formas. Besó desenfadadamente a Salgado en los labios y se sentó junto a él en el sofá.

-¿No te dije que conozco tus preferencias, mi viejo? Sabía que te encantaría ver a Karina otra vez -dijo Luchesi, mientras arrimaba un sillón para él-.

-Sigamos hablando de negocios; Karina es una chica de confianza -dijo Luchesi, dando una palmadita en la rodilla de la muchacha-.

-¿Entonces, no te parece interesante la idea? -preguntó Salgado, mientras Karina se apoyaba sobre él-.

-Mirá, mi viejo: tenés que tomar conciencia de que en nuestro país, como ya te dije, lo único que camina hoy es vender cosas o servicios a la gen-te-de-gui-ta -dijo con vehemencia Luchesi-. Por ejemplo, yo trabajo con los dueños de "Long Pig" y con otros restaurantes; los proveo de mercadería. ¿Viste la gente que había anoche? Banqueros, legisladores, deportistas, gente del espectáculo... toda gen-te-de-gui-ta. La mayoría de los comensales habían pedido la Carta dorada. Eso quiere decir, mi viejo, que gastaban plata como locos; por cualquier plato de la Carta dorada pagaban lo que les cuesta un mes de sueldo de la criada que les limpia la casa.

Karina se sirvió un whisky. Salgado se dio cuenta de que Luchesi había traído tres vasos, aunque estaban solos cuando fue por la bebida.

-Es decir que la plata hay que buscarla donde la podés encontrar. ¿Sabés por qué hay personas que gastan un montón de plata en la Carta dorada? Porque se les ofrece algo distinto, algo que pueden comentar en el country, que les hace sentirse superiores. ¿A que no te imaginás qué tiene de distinto la Carta dorada? Seguro que no te lo imaginás... -Luchesi miró a Salgado durante algunos segundos y agregó:- Porque todos los platos de la Carta dorada se preparan con carne humana.

El paquete de cigarrillos que Salgado había sacado del bolsillo cayó al piso. Karina lo recogió y se lo entregó, diciendo:

-¿Te quedaste pasmado, mi amor? A lo mejor en tu provincia no oíste nada del asunto, pero en Buenos Aires ya lo saben todos: como en las principales ciudades del primer mundo, la gente de paladar refinado, mente desprejuiciada y suficientes recursos puede disfrutar de manjares verdaderamente exclusivos -para cerrar su breve discurso, Karina le dio un rápido beso en los labios-.

-¡Qué bien lo dijiste, nena! -aplaudió Luchesi-.

-¿Es cierto eso? ¡Es horroroso! -dijo Salgado-.

-Eso fue lo primero que pensé yo también. Pero Muñoz, el dueño de "Long Pig", me lo hizo ver de otra forma. Es un tipo muy culto, te lo voy a presentar algún día -contestó Luchesi, quien continuó:- Pensá una cosa, mi viejo: Para cientos de millones de personas, es un crimen comer carne de vaca; para otros cientos de millones, es un crimen comer carne de cerdo; y para los católicos como vos y yo, está prohibido comer cualquier clase de carne los viernes santos.

Karina apoyó su cabeza en el hombro de Salgado mientras le acariciaba el abdomen.

-¡Pero es cosa de salvajes! -protestó Salgado-.

-¿Quién te dijo eso? No todos los salvajes son antropófagos; y en la ciudad de Hangcheú, en China, hace no sé cuántos siglos, había restaurantes donde servían carne humana. Los chinos no son salvajes, mi viejo... Inventaron la brújula, ¿no? Karina va siempre a "Long Pig", y tampoco es una salvaje...

-Si abrís un restaurante en tu provincia, me vas a invitar, ¿verdad, mi amor? -Karina se apretó contra Salgado-.

-Pero es que a mí no me convence esto. No es lo mismo faenar y cocinar vacas o pollos que personas -protestó Salgado-.

-Mi viejo, para empezar, no tenés por qué faenar a nadie. Yo te proveo la mercadería lista. Además, los que nos dedicamos a este negocio tenemos nuestras normas éticas. Únicamente faenamos individuos considerados como sem, es decir, social y económicamente muertos.

-¿Qué significa "social y económicamente muertos"?

Karina, mientras tomaba ambas manos de Salgado, le explicó doctoralmente:

-Es la designación oficial de personas que, por una causa u otra, carecen de los medios para adquirir ciertas cosas esenciales: alimentos, atención médica, y similares. Pensá una cosa, mi amor: hace años, se consideraba que un individuo estaba vivo mientras respiraba y su corazón latía. De no haberse revisado este criterio, no podrían salvarse muchas vidas mediante los trasplantes de órganos.

Karina hizo una pausa y prosiguió:

-Así como en cierta etapa pudimos comprender el concepto de "muerte cerebral", ahora se trata de entender un concepto más reciente; el de "muerte social y económica". En última instancia, es una cuestión de franqueza y de apertura mental.

Como epílogo de su explicación, Karina estrechó en sus brazos a Salgado. Éste sintió cierta reacción física, y deseó estar nuevamente en la cama con ella.

-¡Muy bien, Karina! ¡Qué chica inteligente que sos! -exclamó Luchesi-. Yo no habría podido explicarlo tan bien. Juan, uno preferiría que muchas cosas no fuesen como son; pero la realidad es la realidad, y uno tiene que bailar con la música que tocan; así son los tiempos que corren. Mirá, mi viejo: te propongo que Faiad y vos, para empezar, abran un restaurante allá, en la capital de la provincia; si resulta, podés abrir otro, y otro... Es un negocio nuevo, en el interior no hay todavía ninguno de estos restaurantes; y la rentabilidad es fabulosa. No te vas a arrepentir..

Salgado, que había rodeado la cintura de Karina con el brazo, contestó:

-Bueno... Dejame estudiarlo un poco. Además, tengo que hablarle a Faiad.

-Por supuesto, mi viejo. Pero tengan en cuenta que con el azúcar y los cítricos están expuestos a los vaivenes del mercado, mientras que con mi proposición siempre tienen como clientes a la gente de guita. Y dejate de remilgos; si vos no querés entrar en el negocio, habrá otro que lo aprovechará -dijo Luchesi con firmeza, y a continuación desplegó su ancha sonrisa y agregó, poniéndose de pie:- Además, a dos viejos amigos de la provincia, les haré precios especiales.

Karina se levantó de la cama y fue a buscar en su bolsa los cigarrillos y el encendedor. Salgado admiró su bello cuerpo. Cuando regresó, encendió un cigarrillo para ella y otro para Salgado.

-¿Sabés una cosa? -Salgado acarició el hermoso muslo de Karina-. Nunca conocí una mujer con una piel tan suave como la tuya.

-La dieta -contestó distraídamente Karina-.

-Ah... Claro.

Karina se volvió a él.

-¿Te fatigaste, mi amor? Bueno, no es para menos... -se rio- Podríamos ir a comer algo, para reponer fuerzas, ¿no? ¿Te gustaría comer otras côtelettes de petite pucelle? -preguntó-.

-¿Y eso qué es?

-¿Cómo qué es? Anoche pediste dos porciones en "Long Pig". ¿No tenés ganas de volver a comer ese plato?

Salgado recordó aquella carne asada, rosada, muy jugosa, tierna como una jalea. Un tanto a su pesar, sintió que se le hacía agua la boca. Tenía ganas de pedir otra vez el plato, y repetirlo dos o tres veces. Era extraño, pero la antropofagia ya no le parecía algo esencialmente malo. Y Luchesi tenía razón: si ellos no aprovechaban el negocio, otros sí lo aprovecharían. Quedó un momento en silencio y contestó:

-Sí... La verdad es que me gustaría -tras otro breve silencio, agregó, mientras acariciaba la sedosa cabellera de leona de Karina: -Antes de ir a "Long Pig", tengo que hablar por teléfono. Quiero hablarle a Faiad acerca del negocio.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ene/03