Las manos de la mujer china
Juan Maya
Ya para la tarde, el niño Cándido entró gritando que venía el circo con sus múltiples carros de colores por el camino real. Entonces di permiso a mis trabajadores para que se unieran al sin número de personas que corrían por toda la ciudad vociferando porque llegaba dicho espectáculo. Yo preferí quedarme en el taller a terminar algunos detalles en los muebles que antes del fin de semana teníamos que entregar; aunque la llegada del circo me habría excusado en caso de no querer terminar el trabajo y lo puede haber visitado con el resto de la muchedumbre, pero me ganó el asco de unirme a un acto tan vulgar como es el entusiasmo popular. Así que estuve entre muebles de madera el resto de la tarde.
Cuando me empeñaba en cerrar el portón del taller, pude mirar a la gente que volvía del circo con una gesto de turbación producida por quién sabe qué cosa. Mis trabajadores apresuraron el paso cuando me vieron, junto a ellos iban sus esposas y sus hijos. El único que no escapó a mi interrogatorio fue el niño Cándido, que ensimismado, pasó frente al taller y lo atrapé del brazo. Lo que me contó fue suficiente para encaminarme al supuesto circo sin importarme la hora. Creo más correcto relatar primero lo que el niño Cándido me contó, y después dar mis propios testimonios.
El circo, según el niño Cándido, no presentaba ningún espectáculo, por así decirlo, ordinario. No había magos, ni payasos, malabaristas o acróbatas, mucho menos animales de la selva; todos se aguantaron las ganas de oír el rugido de un verdadero león. En cambio, dentro de aquella singular carpa se exhibía una colección de objetos autómatas entre los que se contaban más de una figura humana que espantó a los inocentes visitantes. Pero uno de esos objetos, en particular, haría que todos ellos salieran refunfuñando sin comprender qué era esa muestra. El niño Cándido apenas pudo con la emoción al relatarme lo que atestiguó, y si acaso le entendí algo, ese algo sólo instigó más mis dudas. Me habló de una cabeza de mujer unida a un enramado de alambres y motores; lo único humano, además de la dicha testa, eran las manos, que tenían un fulgor increíble.
Ya casi al anochecer de ese viernes llegué a la carpa. Encontré, como lo esperaba, el circo cerrado. Nadie había en las taquillas que me diera informes de los horarios o pudiera referirme algún otro dato. No averigüé más y me fui. Aquella noche no pude dormir tranquilo. Acostado en mi cama, a oscuras, me afanaba en conciliar una imagen que respondiera a lo que el niño Cándido relató. Aproveché el insomnio y muy temprano salí a la calle, adelantándome a cualquiera que pensara en volver al circo de los autómatas.
Crucé el parque del ayuntamiento, la avenida principal y la plaza mayor, repleta de palomas ansiosas por comer los granos de maíz que algunos niños arrojaban. Pasé rápido y espanté a muchas de ellas que revolotearon a los lados, me acomodé el abrigo y no quise mirar a los niños que seguro me siguieron con resentidas miradas. Cuando por fin llegué al circo encontré todo abierto, muy bien arreglado. Pagué mi boleto. En el interior me hallé sin guía ni vigilante alguno; las piezas expuestas sin protecciones de vidrio ni alarmas. Uno podía jugar con los objetos sin reprimenda alguna. La mayoría eran arlequines florentinos o animales disecados. Yo había visto ya una exposición así en alguna ciudad extranjera.
Aburrido y a punto de finalizar mi visita, caí en cuenta que me faltaba aquella pieza que tanto trastornó al niño Cándido. La busqué entre todas las demás y descubrí otra entrada que conducía a una pequeña carpa independiente al enorme cerco de la carpa principal. Entré con cautela y vi la monstruosa figura de la mujer china, entonces entendí el horror popular. Al salir del circo sentí la misma consternación del niño Cándido. En una turbulenta huida me dirigí a mi casa. Al llegar cerré con un miedo casi infantil las puertas principales y subí las escaleras a saltos hasta llegar a mi cuarto. Me senté en mi escritorio, dispuse papel, mojé mi pluma en el tintero y le escribí un urgente mensaje a mi amigo Eliseo Moro, conocedor de piezas extrañas y colecciones insólitas. Solamente él podría darme noticias sobre la mujer china. Salí de nueva cuenta, pero esta vez al correo. Mandé la carta y esperé.
El trabajo en el taller no era mucho y por ello mis horas de turbación fueron más constantes. No podía conversar con mis trabajadores ni con el niño Cándido porque estaban renuentes a hablar más del circo y ninguno se atrevía a confesar que alguna vez regresaron a escondidas, creyendo que nadie los miraba, para poder contemplar en soledad a la mujer china. Todos, sin embargo, sabían lo que el otro había hecho, algunos de ellos hasta se toparon al salir apresuradamente del circo. Mas nadie dijo nada. Y ese pacto silencioso a mí me atormentó, porque no tenía con quien compartir mis propios deseos; nadie me vio entrar al circo y ni siquiera se imaginaba que también me había obsesionado con ese objeto. La espera fue larga, pero una tarde, cuando ya en casa descansaba en mi sillón, un sobre se deslizó por debajo de mi puerta. Era la respuesta de Eliseo Moro. En su carta hablaba de un sabio chino que en el siglo dieciocho había experimentado ya con algunas posibilidades de la robótica que en occidente no se abordaron hasta mucho tiempo después; y al transcurso de los años, en los que supo muy bien conjugar una labor de contemplación mística con el implacable trabajo del científico, determinó experimentar con su hija más pequeña que era a su juicio la más bella de toda su progenie. En el transcurso de un año operó sobre la niña tal y como creyó conveniente para la ciencia. Instruido por una veintena libros de cirugía y mecánica, el Manual de las mutilaciones y ciertos novenarios para teólogos contemplativos, concluyó con su obra, que era una autómata viva. Había logrado crear un cuerpo artificial para su hija y en ese tabernáculo de fierros acomodó la cabeza de la niña sin que muriera. También decidió dejarle las manos, más por un acto de vanidad, que por utilidad cierta, ya que éstas, al ser cortadas, adquirieron un delicado color marfileo, y embalsamadas con maestría, parecían seguir vivas; con minucia de relojero, el sabio chino logró con cables y motores darles una gracia que la niña, antes de la operación, seguramente no habría conseguido.
El sabio instruyó a su hija en todas las artes y ciencias, y a ella no le costó trabajo, como a otros niños de su edad, por todo el tiempo del que disponía, puesto que por sí misma sólo podía hablar y mover las manos a su antojo; el resto de su cuerpo estaba adaptado a una caja musical que al accionarse lo hacía funcionar en un monótono baile. La pieza en cuestión era una barroca melodía de Häendel instrumentada sólo con clavicordios.
La obra del sabio chino era tan perfecta, que la accionó una vez y se aburrió de ella. Luego la abandonó dentro de una cabaña mientras emprendió uno de esos largos viajes místicos a los que él regularmente se sometía. La niña esperó recargada en una ventana, llenándose de polvo. Cuando su padre regresó, sin quitarle el polvo de la cabeza, se la echó en la espalda como si cargara un armario viejo y la llevó al pueblo donde la vendió a un coleccionista francés célebre por sus excentricidades. La historia que Eliseo Moro siguió narrando fue tan inverosímil, que estuvo plagada de selvas peligrosas, piratas caníbales, asaltos, dunas en el desierto empapadas por sangre noble y el continuo e inevitable rapto de la mujer china, que sólo pudo encontrar una humillante tranquilidad en el circo, al que por últimas venturas había sido vendida por su más reciente propietario, un judío proxeneta que la consiguió en un mercado de Jerusalén donde la cambió por diversas chácharas. El judío, después de mucho solazarse con su nuevo artefacto, también terminó por aburrirse y venderlo al circo. La mujer china entonces se reconoció a sí misma como un simple objeto lúdico, puesto que sólo hay dos caminos a Dios: el exceso o la mesura de espíritu; y tanto el sabio como el lujurioso habían prescindido de ella. Ni era objeto de inspiración, ni era objeto de escarnio, sólo un juguete. Y asumiéndose por fin, encontró cierta paz que desde su niñez no conocía y desde entonces trató gentilmente a la gente que la visitaba con cierto asco en el circo. El resto de la carta eran descripciones de los materiales con que se había construido la mujer china y algunas fechas de premios otorgados. Cuando terminé de leer la carta me sobrevino una excitación apaciguada, justo la cantidad necesaria para ir al circo por la tarde.
Pagué de nuevo mi entrada. Me pareció que no había nadie más dentro de las carpas. Entre sin prestar atención a los otros objetos y me encaminé directo adonde la mujer china. Esta vez la miré bien: su rostro regordete parecía estirarse tanto como sus ojos, que estaban entrecerrados; el cabello era muy oscuro y sin embargo reflejaba la luz como un espejo, y sólo los labios estaban pintados de rojo mineral que inevitablemente parecía sangre. Nunca vi de frente a un oriental y me asombré de la diferencia de rasgos. Era obligado recaer en su mirada oblonga, que mucho tenía de secreta. Las manos colgaban a los costados y en verdad eran muy blancas, como marfiles. Le pregunté cómo podía hacerla funcionar. Ella me indicó la manivela de la caja musical y le di vuelta. Para mi satisfacción reconocí a Händel y algunos pasajes de su Judas Macabeus interpretados por el solitario clavicordio. El cuerpo de la mujer china comenzó a serpentear y en el momento imaginé una cortesana oriental de piel pálida y pechos pequeños pero de pezones aflorados. Cuando la danza se hizo más voluptuosa, descubrí que las manos eran aún más bellas que el rostro porque sus movimientos tenían algo de pecado: los dedos prometían caricias que no se negaban; las uñas alargándose como garras de pichón. Estiré mi mano para rozar sus uñas, y en un rápido, y a la vez ligero movimiento, las hizo huir de mí sin que se pudiera advertir huida alguna. La música terminó, yo bajé el brazo.
Aquella tarde conversé con la mujer china de todos aquellos temas de los que nunca podré hablar con mis vecinos. Estoy seguro de que le fui agradable; a mí me sorprendió con su gran sapiencia y recordé que era instruida en todas las disciplinas del arte y la ciencia. A la mayoría de mis cuestionamientos respondió, pero también callaba cuando debía. Después de un largo rato, el vigilante de la entrada fue por mí hasta la pequeña carpa y me indicó que el circo había cerrado. Al día siguiente volví con una sorpresa para la mujer china. Entré al circo con un ajedrez bajo el brazo y unas sillas y una mesa portátiles. Estuvimos jugando mucho tiempo. Han sido los juegos más marciales e inteligentes que con una mujer haya tenido. Debo reconocer que los jaques fueron casi siempre míos. De nuevo nos interrumpió el vigilante y ella se quedó apretando a la reina oscura en su mano derecha. Todas las tardes siguientes las consumí con mi mujer china. El taller de madera lo dejé encargado a uno de los trabajadores y solamente me ocupé de visitarla.
Pero nada, por gracia de Dios, permanece eternamente. Desde la primera vez que había accionado a la mujer china, nunca más lo hice, hasta que -¡maldita sea la costumbre que nos enloquece con su liviano transcurrir!- me aburrí de los juegos y las pláticas, y una tarde di vuelta a la manivela para verla bailar. Sin reclamarme nada, ella se hundió en un grave silencio, como para reprocharme el que la utilizara así cuando ella me consideraba ya, sino un amigo, sí su compañero de entretenimientos. Yo no quise reparar en su mutismo y seguí haciéndola danzar una y otra vez. Y me atreví a tocar sus manos. Ella me miró con resentimiento. Yo lamí sus dedos. Sé que pudo haber gritado, pero sólo me miró con sus pequeños ojos felinos. Entonces la dejé, tomé mis cosas y salí más pronto de lo normal del circo. La noche era fría y de vuelta a mi casa me pareció infinita.
A la mañana siguiente resolví nunca más visitar a la mujer china. Ella había despertado en mí deseos añejos que con su vértigo no pude soportar. Pero las noches transcurrieron sin que el insomnio cediera terreno a mi desesperación de viejo. Ya ni siquiera me paraba por el taller. Una tarde el niño Cándido tocó a mi puerta para avisarme que el circo partía a la mañana siguiente. Fue lo único que me dijo, después me miró como si fuera su cómplice en el deseo, en una dulce tregua de dos que van a perder el mismo objeto que, sin haberlo confesado, ambos aman. Cándido se fue rendido, con la cabeza gacha y los ojos hinchados de lágrimas. Pero yo no estaba dispuesto a resignarme. Pasaron dos horas en las que urdí raptar a la mujer china y dar seguimiento a su ya larga cadena de mudanzas. Me abrigué y salí con rumbo al circo. Las luces estaban apagadas. Tuve la impresión de que todos dormían. Me avergoncé por un momento, después me decidí y entré a la pequeña carpa. Ella roncaba en el fondo. Encendí una vela que traía en el bolsillo de mi abrigo e iluminé su rostro y abrió lentamente los ojos a un despertar obligado. No parecía enfadada, pero tampoco dijo nada. Tomé sus manos y le expliqué que iba por ella; tampoco entonces me respondió. Me quité el abrigo, lo acomodé en su espalda y me dispuse a cargarla.
Me han dicho que el misticismo termina proveyendo de una particular fuerza al que lo practica. Sólo una cosa así podría explicar cómo el anciano chino, en el siglo dieciocho, pudo cargar con el pesado fardo de metal en que había convertido a su hija. Yo no pude ni siquiera moverla de su lecho. Entonces entendí porqué la mujer china me miraba tan tranquila. Ella supo que no podría llevármela ni a las afueras de la carpa sin que amaneciera y mi ardid fuera descubierto. El doctor Eliseo Moro me pareció más fantástico que nunca. No pude esconder mi enojo y la mujer china pareció sonreír; no afirmo que lo hiciera porque sé que la turbación provee de ojos con imaginación propia y porque resultaría una justificación cobarde para mi pecado. Me sentí invadido por un deseo mayor que se mezcló con el inminente fracaso. Empecé a dar vueltas por toda la carpa mientras miraba a la mujer china vestida con una bata de seda púrpura destinada para sus horas de sueño. Me acerqué a ella. Pensé en quitarle la bata para desnudarla, y lo hice. Ella agachó la cabeza hasta el pecho y con sus finos dedos blancos recorrío su tronco entreverado de alambres y fierros como si apenas se descubriera. No pudo evitar un llanto lánguido, digno de su estirpe. A pesar de la vergüenza mi deseo aumentó. Quise cargarla de nuevo pero accioné accidentalmente la música del Judas Macabeus de Händel. La mujer china trató de defenderse y yo de someterla. Giramos sobre la base de su cuerpo metálico. En un momento estuve a punto de trastabillar, me aferré a su mano izquierda con fuerza, provocando que se zafara del brazo metálico. ¡Tenía su mano muerta en mi propia mano! Me di cuenta que la mujer china iba a gritar y me le fui encima tratando de tapar su boca. En el esfuerzo, le arranqué la otra mano. Ahora puedo afirmar, no sin que se me tache de vulgar arrepentido, que en esos momentos, Yo no era yo. Guardé las manos de la mujer china en los bolsillos de mi abrigo y con los brazos ya libres traté de arrancar la cabeza de aquella pobre dama que estaba ronca de tanto gritar, y sus gritos despertaron al guardia, al cobrador, al secreto dueño del circo y hasta hizo funcionar algunos autómatas de la carpa contigua. Dejé la cabeza en su sitio y me escabullí por entre las holandas de la carpa.
Cuando llegué a mi casa me tumbé exhausto en la cama. De los bolsillos de mi abrigo saqué las manos de la mujer china y chupé los dedos inanimados. Entonces me pareció que la blancura dejaba su inmaculado color dejando el paso a canaletas de corrientes oscuras. En resumidas cuentas, las manos empezaron a amoratarse. Invadido por una nostalgia anticipada las llevé a mi rostro pretendiendo darles calor. Las lamí desde las muñecas hasta la frontera de los dedos. Acaricié mi cuello con esas manos y me pareció que cobraban vida cuando sentí que los botones de mi camisa reventaban y una fina falange se abría paso entre la tela, rasguñando la carne del pecho. Pronto me sobrevino la desnudez obscena que hacía mucho tiempo, desde que mi mujer falleciera, no recordaba. Acomodé las manos de la mujer china en un cóncavo perfecto para que mis testículos se apachurraran, y al llegar a mi glande apreté tanto que los dedos de una de las manos se azularon y todo mi miembro se hinchó de gruesas venas. Entre los dedos de su mano izquierda dejé chorrear mi semen que también era muy blanco, y me acaricié el cuerpo dejándome todo el vientre embarrado de mis humedades.
Un tumulto en la calle me despertó de mi sueño más tranquilo. Eran el dueño del circo y su caravana completa. Tardaron mucho tiempo en subir a mi habitación. Cuando los vi entrar supe porqué. Montada en dos carretillas de grueso hierro, llevaban a la mujer china. Primero me miró a los ojos antes que a sus manos, que pecaban descansando en mi bajo vientre; habían ya perdido su marfileo color y los moretones les daban la apariencia, entonces sí, de ser las manos de una muerta. Fueron suficientes dos hombres para someter mi viejo cuerpo; pero ni entre todos pudieron quitarme las manos de la mujer china. Sólo a ella se las entregué y fue una manera de arrepentirme, sabiéndome ante su presencia por última vez.
Sin poder imaginar un castigo para mi falta, la asamblea de la ciudad emitió su veredicto. Me cortaron una mano y un pie, como a los antiguos mártires de mi religión. Las puertas de la ciudad se abrieron y me arrojaron al crepúsculo del desierto, obligándome a arrastrarme en la arena. Me dieron, para entretenerme en mi proceso de muerte, un fajo de hojas y un saco con tizas de carbón. La fábula que pude haber contado quise malgastarla con mis recuerdos. No quiero que si alguien encuentra estas hojas las utilice en un sentido opuesto a mi moral, que mi escarmiento ha hecho más sólida. Puedo en estos momentos distinguir las carrozas del circo que toman el camino hacia otra ciudad, levantando pequeñas nubes de polvo...
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Oct/05
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