La cita
Ramón Helena Campos
Hace ya algún tiempo que esto sucedió y me parece que fue ayer.
Aún no era tarde y ya había oscurecido. Era una de esas noches prematuras.
Bastaron pocos instantes para que, traído por una suave brisa, llegaran hasta mí, el lejano y metálico acento de siete campanadas que venían del viejo y cansado reloj público. Sentí el corazón acelerar sus latidos y adelanté el paso. Faltaba media hora para la cita.
Cuando llegué, el parque estaba como suele estar: "sin un alma"; y en su alrededor solo daban muestras de vida, el constante roce de las hojas y desde la Iglesia, un rumor de letanías.
Mecánicamente mis piernas me llevaron a un sitio conocido: era el banco de la esquina más oscura...
Ella no había llegado.
Procuré acomodarme en el sitio convenido y encendiendo un cigarrillo me dispuse a esperar. Mientras tanto mis pensamientos, junto al humo que en espirales parecía elevarse al cielo, me transportaba a un mundo maravilloso. Soñé despierto en cosas divinas. Pensé en la vida: ¡Qué bueno es vivir! Poder amar y ser amado.
Así, pensando y esperando pasó largo rato. Luego de oír cerrar las puertas de la Iglesia me sentí absolutamente solo.
Me olvidaba decir que por dificultades en el funcionamiento de la destartalada planta eléctrica, pasábamos por uno de esos períodos acostumbrados de "apagones", razón por la cual, la oscuridad a esa hora era casi total.
Ella no aparecía y esto me inquietaba.
Confieso que nunca he podido resistir la espera, y lo estaba demostrando ahora cuando hecho presa de la impaciencia, decidí abandonar el lugar, al tiempo que me decía: - Mañana vendrá.
No me había levantado todavía, cuando el ruido de unos pasos me hizo volver la cara. El timbre peculiar de unos tacones femeninos denotaban - aunque la oscuridad impedía reconocer a cualquiera que fuese- que quien se acercaba era una mujer.
Llegó junto a mí y aún no lograba reconocerla. Iba a hablarle, pero unos labios húmedos y frescos sellaron mis palabras con un beso largo y apasionado.
-No digas nada- musitó calladamente. -Llegué tarde, pero lo importante es que estoy aquí.
Comprendí por sus palabras que ya nada tendría que decir. En realidad ya había llegado y mis palabras hubiesen estado de más.
Rompí las cadenas que ataban mis ardientes pasiones y al ritmo de un amor enloquecido, danzaron en la oscuridad de aquella noche, las hojas, que arrastradas por el viento, iban dejando los árboles desnudos.
Ni la luna, consejera fiel de los enamorados quiso ser testigo de aquel divino romance.
Ahora me parecía que el tiempo volaba. Entre besos y caricias discurrieron los momentos de amor... y fue después de oír nuevamente las campanas - nueve veces esta vez- cuando comprendimos que habríamos de separarnos hasta el otro día.
Cavilaba en los recuerdos y me decía: "Esta noche estuvo algo rara. Casi no habló".
Sentía en mis labios el sabor de los suyos y me parecía que no era el mismo de otros días. Mi ropa, impregnada de su perfume, hacía que me preguntara una y otra vez, si era el que siempre había usado.
Achaqué mis pareceres tanto al estado de impaciencia al que había llegado, como a su repentina aparición. Esa noche dormí plácidamente.
Desperté con la sonrisa en los labios y pasado un rato, ya estaba camino de la escuela.
Una feliz coincidencia hizo que nos encontráramos. Íbamos en dirección opuesta. Después de saludarnos me apresuré a recostar mi cuerpo al roble que se alzaba en la esquina y entablamos una breve conversación.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 10/May/00